Mi definitivo distanciamiento con la cosa católica se produjo cuando dejé de ir a la misa de los domingos, auténtica castaña pilonga que nos partía la mañana por la mitad. Salvo algún cuesco fugitivo, cuya presencia captábamos a la velocidad del rayo con el consiguiente descojone, que aumentaba irremisiblemente al taparte la boca para que no te oyeran carcajearte, poco recuerdo de aquellas plúmbeas ceremonias, a las que todavía no habían incorporado las mariconaditas de las guitarras y demás inventos de los siniestros laboratorios que parían toda aquella parafernalia, aunque el oficiante ya tenía el detalle, obligado por el último…
Escribo, luego existo.