Para mis amigos José Antonio y Alfonso Sánchez Martínez, con cariño. Y para Manolo, a quien no tuve el honor de conocer. El lento, insistente ronroneo del aire acondicionado y el parpadeo de las luces fluorescentes, que chasqueaban ocasionalmente en la suave noche de agosto, eran los únicos sonidos audibles en el enorme hospital. Reposaba el gigante en medio de la ciudad a oscuras, mientras grupos de polillas zascandileaban, suicidas, en los haces de luz de las farolas. Una brisa agradable y fresca preludiaba el amanecer, y la aurora, bajando desde las cumbres de la sierra cercana, se disponía a…
Escribo, luego existo.