Alatriste desenvaina con la rapidez del rayo y echa a correr tras un fugitivo Malatesta como alma que lleva el diablo. Asoman por las callejas solitarias de un Madrid viejo y encenagado, que ya no existe, rostros temerosos de mujer, que adivinan la persecución entre las sombras, presas del miedo. Mientras tanto, el señor de la Torre de Juan Abad contempla los muros de su patria, que es la mía, y reparte estocadas y afilados versos a diestro y siniestro, como si de una mortífera lluvia de mayo se tratase, preñada de sangre, rosas y acero. Y yo me digo, en ese…
Escribo, luego existo.