Cuando la noche me mira de frente, sé que la cosa pinta en bastos. Si sus ojos acerados y fríos se clavan en los míos, es momento de salir de casa en busca de un trago, aunque sea en solitario. Llegado a uno cualquiera de mis antros favoritos tomo asiento siempre frente a la puerta, para poder así contemplar parroquia y parroquianos y esquivar, en su caso, algún alevoso acercamiento. Merodean por los bares de mi ciudad, en pavorosa manada, en horripilante variedad, los peores enemigos de la doliente humanidad y de sus sufridas neuronas, los pelmazos. Hay algo…
Escribo, luego existo.