
Corría el año 1970 y Carlos Santana, el mejor guitarrista hispano de la historia en mi modesta opinión, lanzaba Abraxas, su segundo disco. Todavía tendrían que pasar ocho largos años para que cayese en mis manos. Aquel LP, junto con el Grandes Éxitos de Simon y Garfunkel, inauguró una colección de vinilos que hoy día aún resulta medianamente digna, gracias sobre todo al cariño de mi padre y a sus regalos navideños.
La portada del disco de Santana fascinó de inmediato mis dieciocho años: aquella preciosa mulata, de pechos llenos, melena imposible y largas piernas, oculto su sexo por una paloma, me sedujo nada más verla. Creo que compré aquel disco porque el indudable sortilegio de sus imágenes me atrapó sin remedio, si bien es cierto que ya conocía algunos temas del genial guitarrista. Con el tiempo, supe que Mati Klarwain, un excéntrico pintor alemán que residió en Mallorca, había querido representar en su cuadro la Anunciación de la Virgen María, inspirado en la naturaleza de Dios según diversas religiones, en todas las cuales había sido concebido inmaculadamente.
En la contraportada del disco, junto a otra parte de la pintura que no se ve en la portada, figuraba una cita literaria que explicaba solo a medias el sonoro nombre del LP: Abraxas, la deidad cumbre del panteón del maniqueísmo, un misterioso e insondable demiurgo, el bien y el mal juntos en un solo ser, la vida y la muerte de la mano, la perfecta unión de lo divino con lo infernal. Y mientras buscaba pistas sobre aquella arcana presencia de indiscutible atractivo para una imaginación tan inquieta como la mía, conocí a Hermann Hesse, trabé contacto con su poderosa obra, con su trágico romanticismo y con el dolor contenido en su severa concepción de la vida. Su novela Demian impactó con dureza en mi Schweinwelt, mi propio mundo de ensueño, y me mostró con claridad otros senderos que ante mí se abrían así como el precio de recorrerlos: la sabiduría y el desarrollo personal se pagan con sufrimiento. Aunque mi adolescencia no fue especialmente atormentada, también yo, como el protagonista de la novela, como todos nosotros, atravesé mi personal tiempo de búsqueda aun sin ser plenamente consciente de todo ello.
En otro orden de cosas, y en la misma época, Simon y Garfunkel inundaban mi juventud con visiones del Village neoyorkino, con poemas escritos sobre las paredes del metro de esa ciudad, con la peripecia vital de un boxeador fracasado, con los pavorosos sonidos del silencio, con la negra lencería de Mrs. Robinson y con la valentía de un frágil puente que se tendía sobre aguas turbulentas para auxiliar al amigo, a todos los amigos. Aunque llenas también sus letras del inconformismo, la angustia y la sensación de soledad y aislamiento tan propias de su generación, que es la mía, aquella pareja representaba la cara más amable, más suavemente comercial de todo lo que los jóvenes de mi época deseábamos alcanzar sin demasiado esfuerzo: un amor dulce, romántico y entregado – que en mi caso muy bien pudo ser una muchacha con el pelo largo y vaqueros ajustados- una cajetilla de tabaco, algo de cerveza y de maría, una mochila. Veía refulgir todo un horizonte por conquistar con semejante equipaje: poca cosa más se me antojaba necesaria para surcar el vasto panorama que mis ojos divisaban en aquellos días llenos de luz.
Vista esa época tempestuosa desde la distancia irrecuperable que hoy me separa de ella, creo que ambos vinilos, cada uno a su manera, avivaron en mí el deseo de escribir, de conocer mundos nuevos, de soñar despierto, mientras alimentaban de igual modo mi amor por la música. La confortable bohemia que transmitía la imagen y las letras del duo neoyorquino y el tórrido erotismo de aquella belleza de piel oscura que recibía la Noticia gracias a un ángel de sexo inequívoco subido sobre una conga, me catapultaron hacia el anchísimo mundo que ya me esperaba fuera de mi hogar paterno para tentarme con sus galas, sus colores inauditos, sus innumerables placeres, sus promesas de amor y del dolor inevitable que este conlleva: todo un señorial banquete para alguien tan curioso como quien esto escribe, un completo festín vital del que aún no me he saciado ni creo que lo haga jamás.
Si añadimos a cuanto he referido el hecho de que yo había escuchado ambos discos -por eso los adquirí después- en la casa que mis queridos amigos los hermanos Martínez poseían en Navalperal de Pinares, mi segundo terruño, es fácil hacerse una idea del devastador efecto que sus ritmos y letras ejercieron sobre mis juveniles meninges. En mi vida hay un antes y un después delineado con nitidez por mi conocimiento de ambas obras, sin duda. En resumidas cuentas, tengo la clara sensación de estar en deuda con esas míticas figuras de la música por muchos motivos. Primero y principal, porque seguramente mi paisaje interior no sería el que hoy es de no haber escuchado el maravilloso mensaje que en sus aportaciones se contenía.
Así que no es de extrañar que hoy día me quede algo más colgado que de costumbre cuando escucho Black Magic Woman, mi mente llena por el hechizo de aquella diosa negra de la portada, o el ritmo hipnótico de los teclados de Oye Como Va. Y uno, que es de natural romántico, qué le vamos a hacer, restaña de vez en cuando una discreta lágrima si suena cerca Bookends o el lamento medieval encerrado en Scarborough Fair.
Pero se trata, en todo caso, de lágrimas de agradecimiento, de pura alegría por la revelación recibida en aquella época legendaria. De aquellos barros…
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