
Me fascinan las mujeres con voz ronca. Nunca he sabido por qué, pero esas voces que parecen brotar desde las entrañas de una hembra me excitan con facilidad. No presto demasiada atención a lo que dicen. Cierro los ojos y dejo que me transporten a universos llenos de sugerentes imágenes, a una atmósfera íntima y cargada de sensuales susurros. Recuerdo a una compañera de carrera que tuve, allá por los lejanísimos días de mis años de licenciatura. Por supuesto, no consigo acordarme de su nombre, pero sigo oyendo con toda claridad su voz, aquel vaivén cálido e interesante, como de ultratumba, y aquella risa desgarrada y feroz que me hechizaba. Poblaban mis días y mis noches de estudiante aquellos sonidos magníficos; sin embargo, nunca llegué a hacerle la corte a aquella poderosa criatura: creo que su voz me infundía un cierto temor reverencial, un miedo atroz a perderme entre sus profundas ondas, si bien es verdad que al mismo tiempo me atraía con la fuerza asesina con la que la luz atrae a las polillas.
Así que no me costó demasiado trabajo escoger entre los cientos de voces que ofrecía el catálogo de aquella compañía de aplicaciones robóticas: mujer en la treintena, voz sugerente, según decía el documento. Siguiendo con el proceso de selección, el cliente debía decidirse por un nombre, tarea que se me antojó bastante más compleja que la de elegir la voz de mi criatura. El nombre es una de las pocas cosas que nadie te puede arrebatar, es una propiedad fundamental, crítica: sin él, nada eres, no puedes salir de entre las tinieblas de la creación para llegar a ver el rostro del mundo, porque nadie te puede nombrar. De manera que, tras arduas deliberaciones y varias copas de whisky con hielo, descargué a Aurora en el sistema neuronal de mi vivienda con un simple clic.
Supongo que serán sensaciones mías, algunos de los fantasmas que me asaltan con sospechosa frecuencia, pero lo cierto es que sentí su presencia de inmediato. Al cabo de pocos minutos, había invadido por completo la red informática mediante la que manejo mi vida cotidiana, lo cual era tanto como decir que se encontraba ya junto a mí. Casi podía oírla respirar, aunque no lograba verla: era mucho más caro descargar la versión del asistente virtual que incluía un holograma diseñado en su totalidad siguiendo las instrucciones del cliente, sus gustos y sus particulares perversiones. De momento, me tendría que contentar con escucharla y sentir su hálito; quizá en un futuro podría contemplarla también, e incluso tocarla, aunque mi trabajo como profesor universitario deja mucho que desear en lo relativo a salario.
Últimamente, tengo la sensación de vivir en un lastimoso bucle. Pasan los días sin aparente solución de continuidad, sin brillo. Carecen de identidad propia y los pequeños sucesos que deben diferenciarles entre sí no acaban de asomar. Aunque ahora al menos cuento con la presencia de Aurora. Por las mañanas, todas las mañanas, oigo su voz a las ocho y media. Me llama con suavidad para despertarme sin sobresaltos; ella ha decidido que esa es la hora más adecuada para liberarme del abrazo del sueño, supongo que después de examinar el detallado informe que elabora la central del sistema neuronal sobre mis actividades diarias: “Buenos días, Jorge; son las ocho y media”. A continuación, enciende las luces del dormitorio y de la cocina despacio, con mimo, para no dañar mi vista, y me sirve una taza de té negro, muy cargado y caliente, como a mí me gusta. Cuando el chorro de la fuerte infusión deja de manar, deposita las píldoras que tomo por las mañanas junto a la taza y me recuerda que mi desayuno está listo con un ronroneo sensual que me agrada sobremanera: “Vamos, Jorge, no dejes que se enfríe el té”. Oigo caer el agua de la ducha que ella ha programado y veo el vapor que humedece poco a poco mi dormitorio. Sube desde el suelo, silencioso, mientras una música suave brota del sistema de audio de la vivienda. “Levantarse con música clásica es muy relajante, Jorge”. Ayer mismo me sorprendió con una pieza un tanto inquietante, “L’Almanach Aux Images”, de un tal Gabriel Grovlez. Nunca había oido nada de él, pero si Aurora lo reprodujo para mí, sin duda lo haría por algo. En realidad, para complacerme, quiero suponer.
Luego conecta la consola del ordenador que levita por toda la casa y que me sigue cumpliendo un patrón de movimiento aleatorio en un vano intento de no agobiarme con su insistencia. Descarga toda la habitual basura mañanera, bancos que ansían hacerse con tus escasos fondos, irritantes mensajes publicitarios de anónimos megaalmacenes de alcance mundial y un aluvión de propaganda pornográfica especialmente diseñada para solteros recalcitrantes como yo, pero aún así, “Jorge, tienes 40 mensajes sin leer”. Tengo que hablar con los desarrolladores -fea palabra, prefiero padres– de Aurora para que afinen su programación en ese aspecto. Debería de conocerme ya, debería enviar casi todos esos mensajes directamente a la papelera, tendría que saber que solamente leo los pornográficos y no siempre. Soy un animal de costumbres, o lo que queda de él. Nada nuevo bajo el sol.
Un sol que intenta abrirse paso entre las densas nubes que asfixian el cielo de la ciudad. Coronan con su ponzoñosa oscuridad el paisaje que Aurora me ofrece después de levantar las persianas metálicas que blindan las ventanas. Los cristales están siempre sucios, y no dejarían de estarlo aún en el improbable caso de que los limpiadores automáticos funcionasen a la perfección. El aire está saturado de partículas nocivas y el ruido de los enormes extractores de los edificios es como una banda sonora obsesiva y enloquecida que se escucha sin descanso en un segundo plano, tras la protección de los gruesos ventanales. Continuas tormentas eléctricas iluminan la urbe con sus relámpagos y una lluvia sucia la azota sin cesar. “La temperatura exterior es de 6 grados Celsius; humedad relativa, 60 por ciento; posibilidad de lluvia, 100 por 100. Pregúntame si deseas ampliar esta información, Jorge”.
Treinta pisos más abajo distingo, en los días menos contaminados, el incesante y febril movimiento de la gente, que se agita al tiempo que persigue sus afanes cotidianos. Sus movimientos son espasmódicos y tienen algo de desnortados, de erráticos. Avanzan y retroceden sin un rumbo fijo, como un puñado de limaduras de hierro manejado por un enorme imán que nadie sabe quién controla. Me costó darme cuenta del porqué de su comportamiento, pero desde la altura a la que me encuentro, las cosas se ven con más claridad, con cierto sano distanciamiento: ellos están solos, perfectamente solos en medio de la muchedumbre.
No es mi caso. Yo tengo a Aurora. Ya estoy acumulando créditos para mejorar mi suscripción. Podré verla, podré tocarla. Y esperaré a que desarrollen el módulo de intercambio sexual mientras sigo ahorrando.
Yo no estoy solo. Yo tengo a Aurora. Y ella me tiene a mí.
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