Por la noche, se puebla el metro de fantasmas amigables, de seres humanos que ya han olvidado lo que fueron. Imaginándose, soñándose a sí mismos en tiempos mejores, caminan por los interminables pasadizos mientras les sigue el sonido de sus propios pasos como un zorro de humo y sombras que huele a goma quemada. Resuenan los tacones imposibles de punkis y moteros fuera de su siglo, y sus chupas de cuero y acero hacen guiños que un día fueron amenazadores a currantes marroquíes en mitad del Ramadán. Se apagan los reflejos del Hombre sobre los bruñidos raíles; los rostros de la multitud bailan una danza vertiginosa rebotando sobre las lunas de los vagones, asépticos y blancos, preñados de dulce anonimato. El mío, mi rostro, no baila.
Suenan, impertinentes, los guasaps y se oyen los estúpidos vídeos del momento, reproducidos y compartidos en alas de la ignorancia, del mal gusto. Menudean los selfis, las crudas exaltaciones del ego machacado por la vida, puta cruel que no respeta a santos ni a pecadores. Cuando yo era joven, tatuábamos nuestras pulsiones, a golpe de hormonas, en los troncos indefensos de nuestros árboles favoritos. Hoy día, arrasan estos desdichados redes y blogs con las imágenes que segrega su desesperación, su ansia vertiginosa de esa fama irrenunciable de la que hablaba Warhol, gigantesco y pésimo poeta de la vaciedad moderna. Cambian semanalmente su foto de portada en las redes sociales: hay que aparecer más atractivos, más interesantes, más felices; o aceptan semejante exigencia, o nada son. Cualquiera es periodista, aunque ahora se dice bloguero; cualquiera es fotógrafo vía Instagram y similares; yo mismo soy ambas cosas, qué carajo. Bueno, hablando con propiedad, fui periodista. Ahora no soy nada, y lo soy todo.
El aburrimiento de las taquilleras se desparrama sobre sus teléfonos, ahítos de feisbuc, rebosando información inane, conspicua. Repulsivos anuncios de empresas todopoderosas acechan bajo las innumerables y centenarias teselas, que levantan obreros polacos y vociferantes en un intento de reparar lo que es, a todas luces, irreparable. Sus desagradables gritos se funden con el tren, con sus luces implacables y ciegas, conquistando túneles y presencias, asustando ratas enormes y malos pensamientos. Mientras, el silencio hosco de algunos viajeros tropieza con las voces desaforadas de otros tantos, y la alegría desatada de unos pocos ofende los pensamientos tristes de la mayoría. Yo no tengo necesidad alguna de gritar; prefiero susurrar suavemente. Me basta y me sobra.
Al mismo tiempo, mi ciudad sueña, febril y apresurada; respira con un ritmo profundo y caótico que nada bueno augura, al menos para ellos. Vomita historias, volutas de seres humanos y bestias diversas que se entrecruzan, arrítmicas, bajo la luz impía de Occidente. El cielo es color beige y se divide en planchas curvas de metal que separan piadosamente a la doliente humanidad de la oscuridad insondable y amarga que les rodea por doquier. Ellos no la distinguen, no notan cómo estrecha el cerco sobre sus vidas vacías. Yo sí. Yo vivo en esa oscuridad; me alimento de ella.
Un dragón inmenso, enorme, acecha en el fondo del túnel, muy cerca de la estación. Devora, goloso, una montaña interminable de deseos muertos, de sueños abandonados con crueldad en el andén, y ya nada es lo que parecía ser. Chasquea sus poderosas mandíbulas, cerrándolas sobre sus víctimas una y otra vez. Ellos, los mortales que me rodean, no pueden verlo; yo lo percibo con total claridad.
Paso desapercibido entre tanto maniquí animado como se mueve aquí abajo. Sombra entre sombras, procuro salir a la superficie solamente cuando el Hambre acecha, y, una vez saciada, vuelvo sobre mis pasos. Mi apariencia es gris y anodina cuando yo quiero que lo sea. Cualquier observador normal apenas se fijaría en mi presencia, lo que juega a mi favor. Puedo ser el mendigo borracho y barbudo que ladra a la luna en un instante, para convertirme en un atildado funcionario minutos después; desaparezco en el interior de un muro para resurgir al otro lado, y siempre con la elegancia de un espectro y con su mismo silencio. He encontrado en este laberinto de galerías sucias, interminables, algo similar a un útero amigable y cálido que me cobija durante las horas de debilidad. Cuando despunta el alba de los hombres acaba mi día, y es imprescindible que el sueño me rinda estando a salvo de sus insidias y de su odio.
Algunos hermanos se extrañan ante el maloliente alojamiento que he escogido. Se jactan de habitar en nobles criptas bajo la luz incierta de una luna que se filtra entre las ramas antiguas de árboles centenarios. Presumen de los bellos paisajes que contemplan al anochecer, del olor a madreselva y tomillo que inunda sus despertares, frescos y fragantes. Gustándome como me gusta semejante panorama, soy más práctico que ellos y, por el mismo motivo, mucho más viejo. ¿Qué mejor lugar para esconderse, entonces, que en las cercanías de una multitud abigarrada y ruidosa, que apenas tiene tiempo para levantar la vista y contemplar a sus semejantes? La luz artificial que aquí todo lo inunda de continuo, no me hiere, y multiplica, además, mis horas de actividad. Si no fuera por el sueño, que me derrota como a cualquier criatura, mis andanzas no tendrían fin.
Del mismo modo que ocurre con Lucifer, mi mejor defensa resulta ser la incredulidad de los hombres, su negativa a aceptar mi existencia. Pero, sin embargo, soy real, terriblemente real. Yo soy ese retazo de miedo que creen percibir por el rabillo del ojo en la soledad de una estación en la madrugada. Yo soy el soplo gélido que eriza el vello de sus cogotes, que les hace girarse súbitamente para encontrarse con el vacío que deja mi estela. Soy la angustia irracional que duerme bajo cada cama, la rama del árbol muerto que araña el cristal de la ventana en una dura noche de febrero. Mi fuerza radica en el horror cotidiano que habita en cada objeto, en cada situación aparentemente normal. Yo soy, en fin, la encarnación eterna de un poder arcano y cruel, mucho más antiguo que cualquiera de sus patéticas civilizaciones.
En consecuencia, antes que nada observo; observo todo cuanto me rodea como un tigre viejo y sagaz, absorbiendo, clasificando, anotando datos en mi cerebro como un entomólogo dedicado y erudito. Me regodeo en los detalles, en los retazos de vida que se les escapan a los hombres. Dejan pasar ante sí porciones de universo, galaxias desgajadas, sentimientos únicos e irrepetibles sin inmutarse lo más mínimo. Desperdician groseramente la llamada de lo eterno porque, en su inmensa mayoría, son incapaces de captarla en toda su dolorosa intensidad. Yo veo, con todo lujo de detalles, las miradas que se cruzan, los pensamientos entrelazados y las vidas paralelas que buscan encontrarse, aún sin saberlo. No puedo evitar sonreír con crueldad cuando el infinito yerra sus dardos, cuando la providencia es ignorada a pesar de su desbordante bondad.
Procuro no engendrar hijos, discípulos. Me aburre soberanamente la tediosa labor que supone la difícil educación de uno de los nuestros, y estoy convencido de que es mucho mejor, por más discreto, alimentarme de unos y otros sin llegar a apurar sus vidas. Bebo de todos y cada uno, me mantengo fuerte y saludable, y evito asumir la insoportable responsabilidad que supone dar a conocer el Hambre a otros seres y propagar el miedo entre mis víctimas.
Solamente hay una ocasión en la que me resulta muy difícil obedecer mis propias reglas, y es cuando me alimento de una mujer hermosa y joven. Sentir cómo se retuerce bajo la presión de mi mordisco, oír cómo gime de placer, es algo que puede llevarme más allá de mis límites con consecuencias desastrosas. No puedo impedir que me invadan los recuerdos de mi otra vida; no soy capaz de sustraerme al intensísimo goce de los sentidos que me produce semejante situación, y a menudo siento una malsana curiosidad sobre la vida de esa mujer. Quién es, cómo se gana la vida, a quién ama. En esos momentos, desearía hacerla mía por completo, aspirar el tesoro de su sangre impetuosa y adorarla por toda la eternidad. Jóvenes para siempre, recorreríamos como almas gemelas la tierra toda, buscando bajos los cielos nocturnos el camino que estamos condenados a recorrer. Compartiríamos aventuras amargas y apasionadas para hundirnos, al final de los días, en una tiniebla definitiva y olvidada por los dioses y por los hombres.
Pero dura poco semejante ensoñación. Se impone al final el sentido común y se disipan las dudas en cuanto contemplo una nueva beldad. Vuelvo a ser consciente de que todas las hembras de la tierra están a mis pies, a mi entera disposición si yo así lo deseo. Y pese a ello, a despecho de la conciencia de mi innegable superioridad, ciertas noches resultan ser un tanto especiales, por decirlo de alguna manera. Paseando bajo pobladas arboledas, perdido en mis pensamientos, creo percibir de repente una luz en la distancia, un resplandor que me llama. Se dirige certeramente a la persona que fui antes de nacer para la oscuridad, y la llama con voz de trueno, recordándole sus orígenes, reclamándola para sí con algo que se parece mucho al amor. Me espantan semejantes visiones; turban la rojiza paz de mis noches y me llenan la mente de espantosos recuerdos a los que ya no debo prestar atención, porque podrían suponer mi desaparición definitiva, mi total aniquilación. Me duermo asustado y pesaroso, pues deseo con todas mis fuerzas salir de mi refugio y desafiar al amanecer, resolviendo así de una vez por todas el periplo de Caín sobre la tierra. Poseído por tales ideas, me cuesta trabajo conciliar el sueño, aunque finalmente lo consigo. Y nuevamente me despierto en paz. Vuelve a invadirme la fría calma que a diario preside mis actos; tomo conciencia, otra vez, de los goces innumerables que me proporciona deambular por la sutil zona crepuscular que separa nuestros mundos, y agradezco ser lo que soy. Y siento, como siempre, el aguijonazo acuciante que me saca de mi sueño noche tras noche.
Algún día, esta ciudad que me cobija y me alimenta aún sin quererlo, no será más que un montón de ruinas cubiertas de olvido. La hiedra, ingobernable, entorpecerá el paso de la luz, que no podrá llegar hasta las entrañas del gigante muerto para intentar revivirlo, y los hombres que una vez la habitaron se habrán convertido en ceniza y recuerdos vanos, pues tal es el destino de esta singular raza.
Algún día, y entre los restos desvencijados de los vagones y de las estaciones que en su momento los cobijaron, me alzaré en busca de un nuevo horizonte. Cuando la noche tiña la vida de negrura, cuando sus criaturas magníficas huellen el mundo para alimentarse, me iré con ellas lejos, muy lejos, porque esta ciudad será una cáscara vacía y exánime.
Pero yo seguiré siendo el mismo. Acecharé entre las sombras y susurraré los nombres ocultos del dios de los hombres; llevaré el miedo en mis manos y buscaré, por siempre, la compañía de mujeres hermosas para sentir por ellas un amor imposible.
Y lo haré por toda la eternidad. Porque yo soy lo que soy.
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