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Banana Split (Propofol, VIII)


 

«Confiad en los sueños porque ellos se esconde la puerta de la eternidad.»

Khalil Gibran

Mi cama es enorme, con un colchón grande y cómodo que parece forrado de cuero blanco, muy suave. La cabecera y los pies, perfectamente cromados, destellan con suavidad en la penumbra de mi cuarto.

A mi izquierda, un gran ventanal me muestra un paisaje urbano estilo Fall Out, del todo post apocalíptico. Un cielo cárdeno y oscuro revienta de vez en cuando en tremendos relámpagos, que abren el vientre de las sucias nubes como blancas navajas de afeitar. Los edificios que puedo ver al otro lado del río que discurre en las proximidades de mi encierro, tienen un color pardo, apagado y herrumbroso. Se caen a pedazos, hastiados de su propia vejez; son ruinas, son objetos sin futuro alguno, sin redención posible, un poco como soy yo. Una lluvia continua y machacona, supongo que también ácida, desliza sus dedos lamigosos por los cristales de la ventana e intercambia algo de su suciedad con la que hay en estos. Es de noche, siempre lo es. No hay ser alguno por la calle, nada ni nadie se mueve.

Frente a mí puedo contemplar una barra de bar tipo años veinte, inequívocamente americana. Sus perfiles redondeados, su cromo y su formica limpia y reluciente; su fuente de soda, sus boles con chuches de la época, sus banquetines giratorios, no le falta un detalle. Una joven negra frota vigorosamente los grifos de soda y de cerveza que se yerguen sobre la barra como cisnes de helado cuello, de pico imposible. Huele a limpio y a local recién fregado. Las paredes están pintadas de verde y borgoña y la iluminación se basa igualmente en todos los tonos del verde y del rojo. Es suave, está bien orientada, cuadra a la perfección con el local.

Y a la derecha de la barra, un proyector enorme y moderno. Asombrado, me percato de que lo que proyecta sobre una pared cercana son hologramas muy logrados, impresionantes. Algunos clientes, chavales en la veintena, se aproximan a la máquina y oprimen unos cuantos botones. Con mucha suavidad, los hologramas se interrumpen y veo un listado de películas. Sé que son películas, aunque sus títulos no se corresponden para nada con los nombres de film alguno del mundo real. Las hay para niños y para menos niños; una especie de Libro de la Selva plagado de monos con máscaras de kabuki y de teatro Thai convive con una historia de vampiros punk y algunas marionetas hacen muecas al público desde los grandes carteles que repentinamente han cubierto las paredes del local con posters e imágenes de las películas.

Un par de chicas se acercan a mi; quieren que juegue con ellas en uno de esos disparatados eventos. Porque el misterio del asunto está en representar la película que se elija delante del proyector, que también es un ordenador, todo ello para divertimento de los participantes en la historia y del público que comienza a llenar el local en medio de un curioso silencio. Detrás de los numerosos sofás que hay frente a mí, dispuestos anárquicamente para que los clientes los coloquen a su gusto, se abre una puerta en la pared. Tras ella, hay toda clase de disfraces, pelucas y maquillajes para todas y cada una de las películas que el local ofrece, y a disposición de quienes deseen representarlas.

Lo que en realidad me apetece en ese momento es un banana split. Hace una eternidad que no saboreo uno detenidamente  -lo cierto es que no lo he probado en mi vida-  y echo de menos su cremosidad y su sabor a plátano, aunque la verdad es que me repugna un tanto su pringue excesivo, sus montañas de nata, sus putos colorines descabellados. ¿Por qué lo añoro tanto, por qué me apetece tan urgentemente, cuando ni siquiera sé a qué demonios sabe? Presa de la delirante lógica del sueño,  miro expectante hacia la barra y busco con la vista a R, la enfermera que lleva el local, a ver si se le ocurre invitarme a algo, porque no llevo ni un céntimo encima.

R es regordeta, muy guapa y muy morena. Me recuerda a alguien de la televisión, aunque no tengo muy claro a quién. Conmigo es encantadora y se divierte como una loca tomándome el poco pelo que me queda, aunque yo le sigo el rollo de mil amores. Pero está muy ocupada con sus clientes y no me hace ni puñetero caso. La negra comienza a servir unos batidos de vainilla con un aspecto delicioso y yo sigo a la luna de Valencia, cada vez con más sed. Es sorprendente ver lo bien que funciona este local; está al final de la gran sala de la UCI y tiene salida a la calle también, de manera que allí soy el único enfermo: el resto del numeroso público es gente de la calle. Ellos en sus sofás y yo en mi cama, todos contentos.

Cuando estoy reflexionando sobre si es de dudoso gusto o no eso de tomar helados rodeado de enfermos, aparecen las dos chicas y me entregan un disfraz de gorila y una cuartilla con toda mi intervención; es un monólogo un tanto amenazador que hay que declamar a voz en cuello y con muchos golpes de pecho. Ideal para el estado en el que me encuentro, vamos. Pero el caso es que me apetece salir allí a hacer un rato el chorra. Me apetece mucho.

Veo pasar una actuación tras otra; una película se acaba y otra empieza. Los clientes ríen y aplauden a rabiar; algunos equipos son, como es lógico, mucho mejores que el resto, y cumplen con su representación como si se tratase de profesionales. Otros se atascan, se interrumpen entre sí, pierden partes de sus disfraces o se les derrite el maquillaje; un auténtico desastre. Y yo sigo sin salir a escena. Repaso una y mil veces mi largo parlamento, su entonación, sus pausas y su ritmo; ensayo por enésima vez los gestos que el guión me indica y ardo de impaciencia por acabar con aquello. No hay manera.

Todo aquello va tocando a su fin. Los clientes acaban sus consumiciones, hacen los últimos comentarios y abandonan el local charlando animadamente entre sí. Tan solo cuatro o cinco fanáticos siguen engolfados en la representación de la extraña película ciber punk, aunque ahora sin vampiros. La chica -claro, hay una similar en todas las películas de ese tipo- planea su venganza como la señorita Escarlata, jura no volver a pasar hambre y se queda sentada en la esquina de una calle de Neo Tokyo, angustiosamente llena de luces, de vapor de alcantarilla y de comercios repulsivos, en espera de su héroe y envuelta en inacabables multitudes. Veo pasar a un blade runner que corre frente a mí; dispara a ciegas contra una bella  replicante de grandes tetas que se pierde entre el gentío.

Nadie me ha ofrecido ni el más miserable de los refrescos y las dos chicas se las han apañado para completar su actuación pasando del gorila que las mira atontado desde la cama, con todas sus frases atravesadas en la garganta reseca.

R me desea buenas noches y desaparece lentamente, apagando todas las luces detrás de ella. Veo moverse su lindo culo, que se funde con la oscuridad circundante.

Afuera, sigue lloviendo sin parar. El sonido de la lluvia es lo último que oigo antes de cerrar los ojos para soñar dentro de mi sueño. Y sueño que me muero en dos o tres escenarios distintos, de dos o tres maneras diferentes, y que volveré a soñar con que me muero en esas circunstancias…

 

 

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Publicado en"Propofol"En "El Naviero"General

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