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Baños de sol


bañoTomar el sol es una de tantísimas cosas como han cambiado en los últimos veinte años, creo yo. La generación de nuestros padres tomaba el sol con un par, a pecho descubierto y sin gafas oscuras. Mientras tanto, el seiscientos quedaba aparcado bajo la sombra protectora de las acacias, pongo por caso, emitiendo esos chasquidos que hacen los bugas al enfriarse. Bueno, mi padre tenía un ciento veinticuatro más rojo que la Pasionaria, pero para el caso que nos ocupa lo mismo da. Los que tenían mejores haigas, tipo Mercedes, sin ir más lejos, no tomaban el sol, o lo tomaban con más caché, o clase, o sex apil, o algo.

Sudaba uno como si padeciera los tormentos del Tártaro, y apenas se atrevía a abrir los ojos con tal de no sentir el brutal castigo del astro rey, que te llenaba la vista de puntitos azules y luminosos, muy parecidos a los que se ven danzar cuando te pegan un buen hostión de cuello vuelto, por ejemplo. Y como protección, un pegote de nivea y pare usted de contar. Algún que otro pijo tiraba de piz buin o similar, pero eran pocos y cobardes, claro, los que ocultaban su anatomía bajo semejante pringue, caro y más propio de efebos dudosillos que de tíos de verdad. Los más chulos se concentraban tanto en aguantar aquella ducha  -que no baño-  de status y elegancia radiante, que al final acababan un poco con los cojones en la gloria y se quedaban tostados en más de un sentido, los muy chorras.
De cualquier manera, los especialistas más depurados en achicharrarse vivos eran, muy de lejos, los guiris. Durante la primera quincena del mes de agosto, nuestras playas y sierras eran una auténtica factoría de torreznos, funcionando en turnos de veinticuatro horas, para dudoso solaz de toda aquella tupa de chiflados, y para descojone lloroso del respetable. La cosa perdería toda su gracia muchos años después, cuando se comprobase la relación más que directa que existe entre semejantes orgías de sol y el cruel azote del melanoma, pero esa es otra historia. En mi juventud, era más que sencillo encontrarse por todas partes guiris de un ridículo color rosa rojizo, o rojo del todo, que deambulaban por las calles medio en pelotas y encantados con sufrir aquel suplicio que les haría merecedores de la admiración de sus conciudadanos. No había más que verles el jetuño para darse cuenta de que pensaban ponerse ciegos de tanto follar en cuanto llegasen a su tierra, pobrecicos, rodeados de valquirias tetudas desmayadas ante su mediterráneo aspecto.
Algo más tarde llegaría la crema de la vaca, aquella porquería pringosa que te garantizaba un bronceado intenso, rápido y sin riesgos, aunque te gastabas más en el puto after sun para aliviar las quemaduras que aquel mejunje facilitaba que lo que te hubieran costado diez sesiones de rayos UVA. Bueno, o algo así, porque en aquellos entonces, nadie había embotellado aún los rayos aquellos, aunque algunos listillos sospechábamos de su existencia, claro. Y hablando de vacas, empezó a joderse el pasodoble de los baños de sol cuando estas bestias estúpidas se arrancaron a perforar la delicada capa de ozono que nos envuelve a golpe de cuescos, las muy hijas de puta. Así que, a base de cuajar de furacos de muy diverso tamaño la sutil envoltura protectora, acabaron por inaugurar en su superficie un gigantesco agujero, principio del fin del asunto del disfrute solar y tal y tal. Menudearon con rapidez los filtros solares primero, los bloqueadores solares después, y las terroríficas advertencias de médicos y dermatólogos de toda laya sobre las dramáticas consecuencias de jugar en exceso con el principal producto de este país. Bien triste el panorama, por cierto: in illo tempore, en España solamente había sol, moscas y bosta de vaca, de manera que resultaba francamente canallesco privarnos del primer espada de semejante terna. Pero no quedaba otra, y hubo que aguantarse y pensar en la reconversión industrial, buscando siempre la excelencia de nuestros productos y de nuestra particular manera de entender la vida.
Cierto es que comenzaban también a multiplicarse los hijos de puta, los aplauseros, los tuercebotas, los zampabollos, los muñidores y los apuradores de mujeres por la ingle a una velocidad francamente preocupante, pero aún no se notaba en demasía el efecto poblacional en cuestión; no sé si aún éramos mayoría la gente buena o qué coño pasaba, pero así era. Dicho y hecho; los españoles nos pusimos a pensar  -con el gorro que usamos para estos menesteres calado hasta las cejas-  y, claro, siendo como somos unos tíos cojonudos, dimos con la solución al problema en unos pocos años, una nimiedad; vamos, casi visto y no visto: ya que  nos quedábamos sin sol, necesitábamos un nuevo producto de índole absolutamente española, que propiciase nuestra vuelta a los mercados mundiales, pisando tan fuerte como a nosotros nos gusta hacerlo. Qué joder, para eso fuimos los dueños del mundo, ¿o no? Y de esta guisa, descubrimos exactamente lo que nos faltaba: el chorizo, familiarmente «choro». Esta figura, que no tiene nada en absoluto de retórica, ya despuntaba en el siglo XVI, pero como era el de las Luces, entonces se conocía como pícaro, que es lo mismo pero más suave, algo menos hijoputesco y más gracioso, vaya. Entiéndaseme: cito el origen histórico de la palabra por darle un poco más de enjundia al asunto, que ya se sabe que las citas históricas molan mucho, pero no perdamos de vista que el actual desarrollo de este producto en España es tan absolutamente espectacular, tan cósmicamente magno, que nada tiene que ver con sus modestos orígenes. Faltaría más.
Por lo tanto, tengo la impresión de que hemos salido ganando con el trueque. Total, hoy día, con la vaina esta del cambio climático, cualquier país de tres al cuarto tiene tantas o más horas de sol al año que nosotros, y, además, los guiris no se acaban nunca, hay para todos. Pero que levante el dedo el país del mundo en el que la población de chorizos sea tan numerosa, eficaz e incombustible como la nuestra. Imposible, no se molesten ustedes en buscar; hemos roto nuevos récords, en este tema como en tantos otros. Mariconadas, las justas.
En lo que a mi respecta, y visto que se acerca el verano, que es mi estación favorita, creo que me voy a jinchar de tomar el sol, por si acaso. Bien provisto de bloqueador solar con filtro 50, mientras mi Mercedes está aparcado bajo la sombra protectora de las acacias, emitiendo esos chasquidos que hacen los bugas al enfriarse. No, no es que yo tome el sol con más caché, o clase, o sex apil, o algo. Es que lo tomo porque amo a mi país, y creo fervientemente que  si todos los españoles de bien volvemos a tomar el sol como antaño, ya no habrá agujero de ozono ni pedo de vaca que valga, y quizá algún día podamos erradicar la plaga inmisericorde de hijos de la grandísima puta  –«chorizos»–  que se está comiendo a España por los pies. Como primera medida, claro está, mañana día 23 de mayo, que vaya a votarles su puta madre.
Hasta me he mercado unas gafas de sol nuevas…

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