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Bienvenidos a «Canción de Crimea»

Mi última novela ya está dando tumbos por el mundo en busca de una editorial que la ayude a ver la luz. Además, la he presentado a varios concursos nacionales, con lo cual es previsible que se retrase su publicación hasta septiembre, más o menos.

Pero eso no debe ser óbice para que mis queridos lectores y amigos tengan la posibilidad, si así lo desean, de echarle un primer vistazo a la novela. A continuación, os dejo el capitulo 18 de la misma, con la esperanza y el deseo de que os atrape y le deis en su día la misma cariñosa acogida con que saludasteis a su antecesora, Zulú.

Un abrazo a todos y muchas gracias.

Canción de Crimea, capítulo 18

El pequeño tártaro al que conocemos como Bulat Yan se ha levantado pronto para aprovechar el frescor de la mañana, que sin duda dejará paso a un nuevo día tórrido en el verano isleño. Sentado junto a la piscina, repasa la decisión que adoptó la noche pasada. Algo en el aire le ha dice que ha llegado el momento de rematar el trabajo que el pakhan le ha encargado. Su estancia en esta joya del Mediterráneo debe tocar a su fin, piensa con tristeza. Es muy fácil dejarse llevar por este estilo de vida, apoltronarse sobre el dinero que ya atesora y olvidarse de su trabajo, pero lo cierto es que el sicario no cree que la hora del retiro haya sonado en el carrillón de su existencia. Aún disfruta con lo que hace.

            Desea abandonar la escena con algún trabajo especial y caro que ponga un broche dorado a la carrera de un artista como él. De hecho, juguetea últimamente con el ejercicio mental de discernir si en realidad es un artista o un artesano, pero el resultado viene a ser el mismo: disfruta con su trabajo y se esmera en la consecución de sus objetivos como el refinado especialista que es.

            Carga en el vehículo el arma, ya enfundada. Sale de la finca y toma la carretera en dirección al puerto deportivo. Ha evitado con esmero las aglomeraciones propias del fin de semana en busca del imprescindible anonimato para ejecutar a Zúñiga y se ha decidido por un miércoles para atentar contra él.

            Aparca el vehículo cerca del club social del puerto deportivo y se dirige hacia el restaurante, bolsa en mano. Aunque el tamaño del bulto es llamativo, la forma de la funda no es la propia de un estuche para armas de fuego, de manera que muy bien podría pasar por una bolsa para cañas de pescar marinas, más grandes y pesadas que sus primas para agua dulce.

            Tan solo un camarero en la barra, que atiende a ocho o diez clientes, un número escaso pero suficiente para sus propósitos. Es muy posible que el atareado trabajador ni siquiera le recuerde en un par de días. Consume dos cervezas frías con su acostumbrada flema, pregunta por los servicios y endereza sus pasos hacia la planta alta con la funda en la mano: a nadie le extrañará que lleve consigo sus cañas marinas, caras y delicadas. Revisa los servicios para comprobar que estén vacíos y penetra en la terraza del edificio.

            Se acomoda en el puesto de tiro que ha escogido con anterioridad y extrae el arma de su funda. La repasa sin detenerse a pensar, como un autómata, y se asegura de que todo va a funcionar como debe, incluyendo el silenciador, cuya rosca verifica un par de veces.

            Y camuflado entre los cajones, los mástiles y las banderas, que hoy no flamean en exceso, se dispone a esperar el avistamiento de su víctima. Son las once y media de la mañana y Yan sabe, por sus fuentes, que Zúñiga suele aparecer en la cubierta de su yate más o menos a esa hora, salvo que se haya acostado muy borracho o acompañado, en cuyo caso cualquier cosa puede suceder. Si fuera necesario, el crimeo abandonaría su puesto para volver en otra ocasión más segura. No es conveniente llamar la atención del camarero con una prolongada ausencia.

            A través de la mira telescópica, rastrea con lentitud los alrededores en busca de posibles problemas. La mayoría de los buques muestra ya algo de actividad en las cubiertas. Algunos propietarios se saludan entre sí, otros saltan a tierra para hacer la compra o desayunar, unos cuantos aparejan las naves para zarpar hacia el gran azul en esta hermosa mañana. Nada que parezca especialmente problemático a priori. El asesino mueve el fusil hasta fijar la cruz de la lente en el brillante casco del Zulú, que cabecea en su amarre empujado por algunas olas juguetonas.

            Aprieta el calor. Bulat Yan suda junto a las banderas. Del todo inmóvil, su voluntad se concentra por completo en la tarea que le ha traído tan lejos de su tierra. El rumor de las olas y la eterna cacofonía de las gaviotas y de otras aves marinas que sobrevuelan en grandes bandadas la zona del puerto y sus alrededores componen la banda sonora de la escena. En el cercano astillero deportivo, un grupo de obreros se afana en el mantenimiento de las naves al tiempo que se escuchan algunos martillazos y golpes rítmicos.

            En ese momento, antes de que el día alcance su cénit, una figura musculosa aparece en la cubierta del Zulú. Descalzo, con una ajada camiseta negra y un bañador blanco, Carlos Zúñiga se despereza al sol. Por su aspecto, la noche ha sido larga y el sueño reparador. Enciende el primer cigarrillo del día y se sienta bajo el entoldado de proa con una taza humeante en la mano.

            El sicario tiene una imagen perfecta de su víctima encuadrada en la mira telescópica del fusil. La cruz del visor está centrada en la sien derecha de Carlos; el pulso de Yan se mantiene firme, el arma apoyada sobre el pretil de la terraza. Como tantas otras veces, siente la embriagadora sensación de ser dueño absoluto de una vida humana, de tenerla por completo a su merced. Una ligera presión sobre el gatillo del fusil que empuña Bulat Yan y un milagro único, distinto a cualquier otro e irrepetible bajo la capa del cielo, una vida humana, se apagará para siempre. Él soplará sobre esa débil llama porque puede y quiere hacerlo.

            De súbito, una figura femenina aparece sobre cubierta. Es una bonita joven, menuda y morena, que de inmediato se acerca al portero y le hace una serie de carantoñas que él no acusa a juzgar por lo severo de su duro semblante. Parece un tipo interesante este Zúñiga, se dice el crimeo. «Hasta es posible que hubiéramos congeniado», piensa divertido.

            La mujer se ríe y se sirve su desayuno para acabar sentándose a la izquierda de Zúñiga, con lo que desaparece casi por completo del campo de visión del tártaro. Resulta muy probable que el disparo, tras reventar la cabeza del portero, provoque gravísimas lesiones a la mujer dada la cercanía física que mantiene con Carlos, aunque a Yan no le preocupa para nada semejante posibilidad. Daños colaterales. Los hay en todos los conflictos.

            Inicia una retrocuenta lenta y pausada que comienza desde el número doscientos. Es una de sus manías como francotirador, costumbre a la que no le encuentra explicación alguna. Durante esa cuenta dispondrá de tiempo suficiente para corregir el tiro si su objetivo se mueve o cambia de postura mientras espera el instante definitivo que culminará el lance: su dedo índice oprimiendo el gatillo, el ruido amortiguado del disparo, el suave golpe del retroceso en su hombro derecho y el terrible silencio definitivo poco después.

Un poco antes de que llegue ese crucial momento, a más de cincuenta kilómetros de allí, una gran berlina negra alcanza el camino de gravilla que pasa bajo el enorme pórtico de la mansión de Kirov. Aparca justo frente a la puerta del edificio y de su interior saltan ágilmente tres hombres. Abren una de las puertas traseras y ayudan a salir a su pakhan, que se mueve con dificultad y se apoya en un bastón con el puño de marfil.

            —Bienvenido, pakhan. Ya teníamos muchas ganas de volver a contar contigo entre nosotros.

            El sovietnik espera a su jefe de pie en la puerta de la casa junto a varios de sus hombres, como si rindieran homenaje a un jefe de Estado. Ambos se estrechan con fuerza la mano. Junto a Lebedev, tan hermosa como siempre, Calista Ioannidis, sonriente y altiva, que no duda en correr hacia Kirov para abrazarle y besarle. Andrei observa la escena tras sus gafas de sol, la mandíbula tensa.

            El mafioso responde con ansiedad a los gestos de afecto de su favorita, echándole por encima el brazo que le queda libre. Le cuesta cierto trabajo soportar la amorosa embestida de la mujer sin caer al suelo, pero mantiene el tipo frente a sus hombres, que le aplauden encantados.

            —Creía que este momento no iba a llegar nunca, moya dorogoya —susurra lúbrico al oído de Calista, besándola con pasión—. Desde hoy recuperaremos el tiempo que nos han robado, querida.

            —No te quepa la menor duda, mi amor —contesta ella con la voz llena de promesas. Pese a la ira que alienta en ella ante las numerosas infidelidades de Anatoly, aún desea al delincuente ruso.

            Kirov saluda como un césar triunfante y sonríe a sus hombres. Vuelve a ser el de siempre a ojos vistas, lleno de energía pese a sus lesiones, que aún tardarán un tiempo en curar del todo. Recién salido de la enfermería, le han fijado por fin una fianza. La cifra es brutal, pero la perspectiva de retomar su vida resulta irrenunciable. Y aquí está, rodeado de los suyos y armado con nuevos planes.

            —Gracias, muchas gracias, muchachos —saluda a sus hombres y a algunas de sus hetairas que también aplauden—. Ya he vuelto, ya estoy aquí otra vez.

            Finalizada la recepción, Calista le ofrece su brazo para entrar en la mansión.

            —Vamos dentro, Anatoly. No conviene que te canses demasiado y hace un calor tremendo. Tomemos un trago para celebrar tu vuelta. Hay mucho de lo que hablar y mucho trabajo por hacer —le dice al ruso.

            Entran en la gran casa seguidos por Lebedev.

            —Así es. Muchas cosas van a cambiar de ahora en adelante, te lo aseguro —contesta el pakhancaminando junto a ella.

La noche anterior, tras un tórrido encuentro, Calista y su amante han valorado las alarmantes noticias que recibieron de sus abogados: la puesta en libertad de Kirov era inminente e iba a producirse en cualquier momento dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes.

            Sentado en un cómodo sofá, el consejero piensa con la vista perdida. Calista fuma de pie en la amplia terraza. La brisa agita las cortinas de raso y juega con la oscura melena de la mujer, que no pierde de vista a su amante.

            —Sigues dándole vueltas al problema sin parar. Y sigues sin dar con una solución clara. ¿Estoy en lo cierto, agapimú? —pregunta ella de repente.

            Lebedev guarda un hosco silencio, un vaso de whisky en la mano.

            —No acabo de ver la manera de neutralizar a Anatoly, es cierto. No sé por dónde empezar —confiesa—. Y el asunto es ya urgente.

            —Pues creo que ya lo tengo. Vamos a ahorrarnos una buena cantidad de dinero a base de emplear el que le pagamos a Yan en un encargo crucial de verdad —dice Calista de pronto.

            —Sigue —la insta él, no muy convencido.

            —Es sencillo. A nosotros no nos importa en absoluto el encargo que le hizo el pakhan al tártaro. Para ti y para mí, la vida de ese mierda de Zúñiga vale menos que la bala que lo tumbará, ¿de acuerdo? —continúa ella.

            —Por supuesto, querida —asiente Lebedev.

            El sovietnik se levanta, pasea por la estancia con las manos a la espalda y sale a la terraza. Coge por la cintura a la mujer y observa con fijeza los ojos claros, que le mantienen la mirada.

            —No tienes más que hacer esa llamada con el móvil de Yan para que deje en paz a ese desgraciado de inmediato. Y como además no le harás efectivo el resto del precio convenido por la muerte de ese tipo, le faltará tiempo para venir hasta aquí a pedir explicaciones. En ese momento, le encargarás el trabajo que nos despejará el camino —concluye casi triunfal la griega. 

            Él la mira con cierta aprensión al pensar en el pequeño sicario de ojos rasgados.

            —¿Hablas de no acabar de pagarle? Eso puede resultar peligroso, Calista. Ese tipo es imprevisible, ya estábamos de acuerdo en eso, aunque… —dice pensativo.

            Ella levanta la mano en demanda de silencio. Una sonrisa feroz se dibuja en su boca.

            —Tranquilo. Es una cuestión de probabilidades. Si le ordenas abortar la misión y efectúas el resto del pago, desaparecerá de la escena. Trabaja así. Tendrías que volver a localizarle, convocarle aquí y explicarle el cambio de planes. Todo eso nos haría perder un tiempo muy valioso y nos arriesgaríamos a que alguien nos descubriera. Además, cuando sepa que el trabajo es otro, pedirá mucho más dinero —añade con una sonrisa.

            —Ya veo. De manera que según tú dependemos de la avaricia de ese monstruo y de su falta de lealtad, ¿no es así? —resume el consejero.

            —Exacto.

            —¿Y quién nos asegura que no la emprenderá a tiros con todos nosotros si dejamos de pagarle, querida? —indaga él—. Tú nunca te has fiado de ese reptil.

            Calista apoya la espalda contra la barandilla de la terraza y extiende las piernas. Cruza los brazos antes de hablar.

            —Nadie nos lo asegura, Andrei. Absolutamente nadie. Ese es el riesgo que corremos. Aunque supongo que esa sabandija no se atrevería a un enfrentamiento en una mansión tan bien guardada como esta, también es cierto —sentencia la mujer—. Y en cuanto a lealtad, tan solo la siente hacia su cartera. No creo que eso vaya a ser un problema para él.

            El consejero suspira.

            —Creo que necesito otra copa. En fin, esa puede ser una solución adecuada. La verdad es que a mí no se me ocurre nada mejor. Así lo haremos, entonces. Mañana sin falta —decide el sovietnik, cada vez más conforme con la idea. Y se acerca a ella para besarla con pasión.

            Ninguno de los dos se ha referido en momento alguno a cuál sería el nuevo trabajo a encargarle al menudo sicario. No ha sido necesario, por supuesto.

            Lebedev observa con fijeza a su amante. A pesar de ser un consumado delincuente, no puede reprimir un escalofrío ante la astucia de la mujer, ante su despiadada concepción de la vida y su sed de venganza. No le gustaría tenerla como enemiga. Bajo ningún concepto.

Hoy acomodan al pakhan en el fresco interior de su mansión, frente a una mesa llena de caprichos culinarios y de bebidas frías. Un gran ramo de flores recién cortadas perfuma el ambiente y una caja de plata y madera de cedro muestra, abierta, una cuidada selección de los habanos favoritos de Kirov: la vuelta al hogar, al reposo del guerrero.

            —¿Qué tal te encuentras, Anatoly? —pregunta el consejero, sentado a la derecha del ruso—. Nos dejó muy preocupados al ataque contra ti. Redoblé de inmediato tu guardia y me ocupé de ese negrata, por descontado. Y de sus familias. Luego apreté cuanto pude a los abogados. 

            —Lo sé, sovietnik. Te agradezco la preocupación. Tu presión dio resultado: por suerte, fijaron la fianza poco después. ¿Has tenido muchos problemas para pagarla? —Kirov observa a su subordinado.

            Lebedev se quita las gafas de sol y las cuelga por la patilla en un bolsillo de la americana.

            —La cifra era importante, como sabes. Tuve que hacer algunas llamadas y retorcer algunas muñecas, pero lo conseguimos. Debes algún que otro favor, eso sí, pero conservamos una respetable cantidad en efectivo. No hay problemas graves, en definitiva —resume.

            El pakhan se frota las manos, satisfecho.

            —Muy bien. Necesitaremos ese efectivo para poner en marcha un par de operaciones interesantes que tengo en la cabeza. ¿Cómo andamos de hombres?

            —Bien. No necesitamos más. Detuvieron a pocos y ya hay bastantes en libertad. De todos modos, cubrí las bajas. Sergei sigue al frente, lo está haciendo bien. Y en tu ausencia he gestionado un par de pedidos pequeños que, sin embargo, nos han dado apreciables beneficios —informa el hombre de la perilla.

            —¿Y el resto de los clanes? —inquiere Anatoly.

            El sovietnik apura su cerveza helada antes de contestar.

            —No hemos tenido problemas dignos de mencionar. Algunos tipos de la costa intentaron dejarse ver fuera de su sitio. Debieron pensar que era un buen momento para quedarse con lo que no es suyo, pero Sergei los convenció rápidamente de su error —sonríe Lebedev—. Yo me entrevisté con Basili y al final las cuentas quedaron claras. Cada uno en su casa.

            Kirov se echa hacia atrás en el amplio asiento, rodeado de mullidos cojines. Le duelen todavía los riñones y se frota la zona con una mano. Aún sueña con el ataque de Musa, lo que le incomoda sobremanera: no es un hombre acostumbrado a sentir el frío zarpazo del miedo.

            —Perfecto. Ya veo que tienes la situación bajo control. Buen trabajo, sovietnik. —El pakhan levanta su vaso para brindar; Calista y Lebedev se le unen—. Tenemos mucho trabajo por delante para mantenernos donde siempre hemos estado. Estoy rodeado de hombres de honor y a mi lado está la más bella de las mujeres, ¡bebamos, pues, para que nuestros deseos coincidan con nuestras posibilidades! Na zdarove! Za sbychu mecht! —pronuncia el pakhan, pletórico.

            Tras el brindis, Lebedev desaparece un instante con la excusa de ir al baño y una vez allí oprime el botón de llamada del móvil que le dio Bulat Yan. Espera llegar a tiempo para interrumpir la operación encargada por Kirov: en esta tesitura, le resulta de vital importancia.Mientras tanto, en el puerto deportivo, la retrocuenta del sicario está tocando a su fin. Gruesas gotas de sudor resbalan por la frente del tártaro cuando apenas quedan treinta segundos para efectuar el disparo que acabará con la vida de Carlos Zúñiga. 

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