«El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza»
André Maurois
Enfrentarse a la propia finitud puede resultar aterrador, tremendamente impactante. Es tener la total certeza, experimentada en carne propia, de que, pese a nosotros, todo tiene un final ineludible, que puede visitarnos sin previo aviso por muy luminoso y bello que sea el día, por romántica que sea la noche. Es convencerse, casi de golpe y porrazo, por la fuerza de los hechos, de que todo cuanto hemos venido escuchando hasta ese momento sobre la dama oscura y sus circunstancias, resulta de perfecta aplicación a nuestro propio y personal caso, nos guste o no. Es notar cómo la edad va desgastando, inmisericorde, los cuerpos, los sueños y las ilusiones que un día nos empujaron a seguir avanzando. A pesar de todo, la vida es una fiesta, pero las luces pueden apagarse súbitamente y los fuegos de artificio perder sus espléndidas cabelleras multicolores, estallando en nubes de amarga ceniza.
Últimamente, me cuesta cierto trabajo reconocer al hombre al que me enfrento cada mañana ante el espejo. Sí, soy yo, por descontado, como de costumbre. Quien gesticula lleno aún de sueño soy yo; soy yo quien se examina meticulosamente, intentando atisbar el menor indicio de avance de la vejez, de la enfermedad, de la muerte. Esos ojos que finalmente sonríen con sorna, como casi siempre, son los míos, claro que sí, como lo es la boca que bosteza con cansancio, infinito a veces.
Pero donde antes había una frondosa mata de pelo entrecano y largo, tan sólo quedan ya unas modestas muestras capilares, que dejan entrever perfectamente la bóveda de mi cráneo, ese laboratorio de inquietudes, ahora insultantemente desprotegido, expuesto a las inclemencias de la vida, incluso algo ridículo en su desacostumbrada desnudez. Supongo que no solamente ha sido cosa de la quimio; antes de enfermar, ya clareaba el cabello en mi cabeza, de manera que el veneno que me ha salvado la vida no ha hecho más que ayudar a la edad en su miserable tarea. Bien es cierto que mi pelo sigue creciendo, pero no al ritmo al que antes lo hacía, y mucho me temo que tampoco con la misma fuerza de antaño.
Tampoco he vuelto a tener noticia de mi barba, de esa vieja compañera que ha compartido conmigo el camino desde los dieciocho años hasta hace escasas fechas. Ahora, sólo sé de ella por algunas zonas en las que aún crece, con más rapidez y más dura que nunca, pero irremediablemente escasa, fatalmente diezmada, imposible de recuperar. He intentado dejarla crecer en un modesto remedo de lo que fue en su día, esperando que vuelva a prestarme su cobijo aunque sea un refugio de menor entidad. Pero no hay nada que hacer; solamente consigo entristecerme más cuando, pasados diez días, decido que ya es hora de eliminar ese patético adorno de mi rostro, adorno tan afectado por la radioterapia que jamás volverá a ser lo que una vez fue.
Sí, ya lo sé. Se me dirá que perder algo de pelo y la barba a cambio de seguir en este mundo no es un precio excesivo, y que muchos lo hubieran querido para sí. Al fin y al cabo, un montón de cabellos, por muy estratégicamente distribuidos que estén, no son ni un brazo ni una pierna, ni nada realmente importante y necesario para llevar una vida normal. Todo ello es cierto, y se trata, en todas las ocasiones, de un razonamiento bien intencionado y cariñoso, formulado con ganas de consolar al doliente, de sacarle de su tristeza, lo que siempre es de agradecer.
Pero cuando uno lleva tantísimos años cultivando su propio personaje, confeccionando la máscara amigable que inevitablemente todos portamos, tendremos que coincidir en lo duro, lo tremendamente duro que resulta ese cambio de imagen radical, repentino y en absoluto deseado, por no hablar de una cristalina y dolorosa sensación de pérdida: después de toda una vida, cuando te has aceptado casi del todo y estás casi a gusto contigo mismo, te pierdes de vista de la noche a la mañana. ¿Qué ha sido de tu mejor personaje, de tu protagonista preferido? ¿En qué lugar, oculto e inalcanzable, languidece, ya por siempre abandonada, tu creación maestra? Una barba puede ser una perfecta trinchera, un búnker cálido tras del cual se esconde un devenir muy distinto al que ese adorno capilar deja apenas adivinar; la barba envejece, es decir, otorga de alguna manera una presunción de sabiduría y de estilo que no tiene por qué ser cierta, pero que desempeña su papel con cierta soltura, actuación que se pule y mejora con los años, mientras el barbudo sonríe para sí, porque sabe que está engañando al resto del mundo. En resumidas cuentas, tener que desprenderse de repente de esta eficaz defensa del yo más oculto, es como exponerse completamente desnudo ante las crueles miradas de la muchedumbre.
Por descontado, esto es lo que hay, y ya no tiene vuelta de hoja, según sabíamos. La bárbara diferencia con el ahora es que, además de seguir sabiendo lo que antes sabíamos, en este momento lo confirmamos plenamente por fuente propia, experiencia que podríamos tachar, cuando menos, de inquietante. La muerte de los demás, incluso la de los seres más cercanos y queridos, no dejaba de estar, finalmente, aureolada con un cierto halo anecdótico, como si algo tan terrible y definitivo siempre le ocurriera a los otros. Entonces, de repente, comienzas a cumplir años a una velocidad vertiginosa y te topas, además, con una enfermedad potencialmente mortal, para que no falte de nada en el escenario. Y en ese momento todo el tinglado salta por los aires y se desbarata, como un sueño roto por un violento borracho, para dejarte, sin misericordia alguna, frente a tu auténtica y horrenda verdad, a ese yo finito e imperfecto que se te impuso desde el mismo instante de tu nacimiento. Te invade, con todas las consecuencias, un devastador sentimiento de caducidad que no hace sino anticipar lo que ineluctablemente ocurrirá.
Cuando recuerdo el escaso margen que durante el pasado mes de septiembre me separó del final definitivo, no puedo dejar de estremecerme, tanto más cuanto que a pique estuve de no darme cuenta absolutamente de nada. Por doloroso que sea vivir tu propia agonía, por terrible que sea notar cómo la vida se va desasiendo de tu personal aventura, no se me ocurre una forma más estúpida de morir que hacerlo sin darte cuenta. Si la muerte confiere al ser humano una mínima dignidad, el ignorar el propio tránsito equivale a eliminar ese último don que la Parca nos regala, envuelto en su espantosa sonrisa.
Quiero entender que no todo el mundo se pierde en reflexiones tan poco agradables como las que anteceden con la debida profundidad hasta cumplir una edad determinada, que variará de acuerdo con la personalidad de cada uno, o hasta que, por desgracia, una enfermedad terrible llama a su puerta, o cuando ambos factores coinciden. No obstante, y siempre al amparo de esa imprescindible ilusión, de esa tierna pamema que los humanos llamamos esperanza, es necesario reconocer que no todo son malas noticias. Sentado que hemos el principio inevitable de nuestra propia desaparición física -sobre la espiritual no me atrevo a opinar- , asumido el hecho, con el gran Savater, de que comenzamos a filosofar tras asumir que llegará ese final, lo cierto y verdad es que la bendita autodefensa que efectivamente llamamos esperanza, acude en nuestro auxilio y las circunstancias que nos rodean comienzan a cambiar su apariencia, ya que no su esencia, impulsadas por nuestro propio deseo.
De ahí el intento desesperado de ver las cosas bajo otro prisma, de comenzar a disfrutar de la última etapa de la vida con total plenitud, de aprender a discernir entre lo urgente, lo importante y lo totalmente nimio. Hay que hacer lo que nunca se hizo, aprender lo que siempre se nos resistió, decir todo aquello que una vez se quedó enganchado entre nuestros labios y nuestro paladar, pugnando por salir; viajar, reír, amar hasta la extenuación, con total entrega, con un divino frenesí que nos ayude a olvidar que el jardín comienza a llenarse de sombras.
Y, desde luego, uno aprende a disfrutar con estas maniobras postreras, tanto más cuanto más en peligro se haya visto el animal asustado y solo que todos albergamos en el pecho, que se reconcome continuamente mientras escucha el gotear de una frágil clepsidra cuya capacidad nadie conoce. Es agradable dejarse acunar por estos sentimientos, y es francamente necesario también aprender de nuevo a disfrutar de la vida, de la que nos quede, de la que aún chisporrotea alegre a nuestro alrededor, luminosa, perfumada y ajena.
El otoño ya colorea árboles y campos, destilando su melancolía con voz suave, cubriendo la Tierra con una dulce capa de feliz olvido. Tras él, el feroz invierno.
No me importa repetirme……….Brillante.