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Caribbean Black

 

Germany's Escort Girls Anticipate Increasing Demand During World Cup

Kevin, un joven dominicano nervioso y membrudo, se mueve sin parar detrás de la barra de este pequeño local, que mi tribu de adopción ha convertido en uno de sus lugares favoritos en Bávaro.

Nada más llegar, nos encontramos con otro compañero de aventuras, que nos estaba esperando ya con un gin tónic en la mano para ir calentando motores.

-Buenas tardes, amigo -saludamos ambos.

-Hola, qué tal -saluda el otro, con su pelotazo a tiro.

-¿Como ha ido la tarde? ¿Te ha gustado lo que has visto, Mariano?

-Hombre, lo cierto es que vengo impresionado por muchos motivos, como podrás suponer -le contesto, saboreando aún la experiencia vivida.

-Y ahora creo que ha llegado la hora de irnos a tomar unos tragos algo más especiales que estos… -afirma mi otro amigo, guiñándonos un ojo.

Se dirige al camarero resueltamente.

-Oye, tío, ¿dónde se puede tomar ahora una copa con tranquilidad y con niñas guapas?

Dado que son solo las nueve de la noche, supongo que la pregunta tiene toda la lógica del mundo: al menos, en mi tierra, la clase de compañía a la que se refiere mi amigo tiene hábitos claramente nocherniegos, y entiendo que en estas latitudes el asunto será muy similar.

El camarero no se hace de rogar lo más mínimo. Le comenta a mi anfitrión que la noche anterior ha estado en un local que acaban de abrir y le da las indicaciones aproximadas para llegar hasta él. «Puras princesas…», dice, mientras nos enseña por la sordi unas fotos de un bello torso de mujer desnudo que, según él, pertenece a una hembra que hizo suya la noche anterior.

Yo no trabajo mucho el asunto del puterío. No lo hago por convicciones morales o religiosas, sino porque no me agrada comprar sonrisas forzadas, y menos si se trata del amor y de esas otras zarandajas que hacen que el mundo se mueva y que la vida sea más agradable. A lo mejor es que soy un romántico, quién sabe. Si a ese argumento le añadimos el macabro espectro de la explotación de seres humanos que suele ocultar este tipo de negocio, el resultado en mi caso no puede ser otro que una contemplación más o menos discreta de las hembras en liza, pagar a un precio exorbitante algo muy de lejos parecido a una copa y escuchar diez minutos de tópicos femeninos supuestamente pícaros. En suma, charlar además un rato con quienes me acompañan sobre qué buena está aquella y qué horror aquella otra, es decir, diez minutos de tópicos masculinos supuestamente viriles. Y ello sin dejar de observar la realidad humana de estos locales y de estas mujeres, sabiendo que estás inevitablemente en el punto de mira de todas ellas. En el fondo eso es lo que más me interesa como escritor, porque en esta tesitura se suele dar un error grave, que con frecuencia no percibe el putañero entregado: la mercancía no son solamente ellas, lo que no tiene nada que ver con que sea el macho quien elija su acompañante.

Y por añadidura, aquí existen serios problemas de logística para acabar la velada con compañía femenina de alquiler. Los hoteles ponen caritas de no me jodas o te meten un rejón importante sin pestañear en concepto de suplemento; por otra parte, irse a casa de tu bella hetaira resulta impensable por motivos obvios, de manera que la única solución consiste en actuar in situ, en cutres habitaciones dispuestas al efecto, cuya descripción me ahorro, o visitar lo que los isleños llaman las cabañas, pequeños grupos de bungalows o apartamentos modestos donde, por un módico precio, puedes disfrutar de los placeres de Venus con cama, ducha y aire acondicionado. Por cierto, tengo entendido que las mejores de Bávaro son propiedad de un español. El mismo panorama que en la vecina Cuba, poco más o menos. (Perdón, se me olvidaba que el gobierno revolucionario y popular de El Caimán ha proclamado hasta la saciedad que en su isla no existe la prostitución, de modo que yo conocí y disfruté de la compañía de fantasmas femeninos, súcubos perversos, durante mi estancia allí. Seguro que lo eran).

Para llegar hasta dichas cabañas, hay que disponer de vehículo o de alguien que te lleve y te traiga, lo que tampoco me parece plan: que te depositen en el lugar de autos y que te recojan al acabar de perpetrar tu hazaña me resulta un tanto excesivo y no demasiado discreto, por mucha amistad que medie entre el chófer y yo.

Pero bueno, no lo dudamos mucho más. Saltamos al amplio todoterreno de mi otro amigo y nos lanzamos en medio de la noche del trópico, que ya nos envuelve con su tremendo calor. No sé por dónde estamos circulando ni hacia dónde nos dirigimos -creo que hacia Higüey- porque a mi despiste habitual hay que sumar la oscuridad que nos rodea y la charla que mantengo con mis dos colegas, que me impide concentrarme en muchas otras cosas.

Las imágenes que veo a través de las ventanillas son algo familiares ya para mí. Las calles de Higüey, mal asfaltadas y llenas de charcos, zumban poderosamente repletas de vida bajo el pésimo alumbrado público. Si el tórrido calor del sol aplasta a los habitantes contra el suelo de sus casas, inmovilizándolos, el relativo frescor de la noche les libera por unas horas de ese estado, y ellos lo aprovechan alegremente, con toda la fuerza de sus pulmones. Pequeños bares con suelo de tierra y terrazas a base de mesas y sillas desiguales y desparejadas, pregonan la bondad de sus productos, idénticos en todos ellos.  Sucias y macilentas bombillas iluminan a duras penas las tabernuchas en tanto que los parroquianos charlan a voces, manoteando y gesticulando como solo ellos saben hacerlo.

Grupos de chicas jóvenes, vestidas con chillones colores, pasean por las aceras bajo la mirada golosa de los hombres de todas las edades que vacían una cerveza tras otra en los tabucos, susurrándoles alguna que otra ordinariez de vez en cuando. Una multitud de olores golpea las fosas nasales; aromas de frituras, de verduras y, a ratos, el olor suavemente salado del manglar, llegan hasta el viajero para sorprenderle un poco más.

Todo es bachata, merengue, salsa; todos bailan, se divierten, retuercen sus cuerpos sudorosos bajo el indudable hechizo del trópico y beben sin solución de continuidad. Con  sus calles a medio terminar, llenas de solares en los que la miseria florece con venenosa abundancia, en medio de gallinas sueltas y perros famélicos que rebuscan entre la basura, Higüey, como otras zonas de este país, da la triste impresión de estar a medio acabar. Recuerda a esos barrios casi fantasmales que hay en algunas de nuestras ciudades, donde constructores sin escrúpulos, sin suerte o sin ninguna de las dos cosas, han dejado tras de sí promociones enteras de viviendas que no ocupa nadie. Destartalados, vacíos, con la tristeza que desprende lo que pudo ser y no fue; agonizantes y patéticos como un sueño suspendido en el tiempo, a medio realizar.

Mis amigos celebran entre risas que estamos llegando al «lado oscuro», como ellos le llaman a esta parte de Higüey, que en realidad recibe el nombre de El Verón. Aquí se concentra la mayoría de los habitantes de esta zona, de recursos muy modestos en su mayor parte. Los empleados de los hoteles que no desean alojarse en los grandes barracones que las compañías les ofrecen, residen casi todos por aquí: es lo que sus magros salarios les pueden proporcionar. En el año 2013, el entonces jefe de la Policía Nacional, alertaba sobre los peligrosos focos de delincuencia haitiana que se estaban activando en el área, formados por numerosos fugados de los penales de Puerto Príncipe después del brutal terremoto de 2011, que malviven aquí en la clandestinidad y sin documentación alguna. Además, el problema se está enquistando, porque los haitianos apenas conviven en estas zonas con los dominicanos, que les desprecian descaradamente -les llaman «negros»- lo que propicia la creación de ghettos en los que ni la policía quiere entrar. El asunto, desde luego, presenta caracteres cuando menos preocupantes. En consecuencia, esta es la parte más peligrosa y tétrica de la localidad, aunque sus amenazante entrañas solamente se divisan después de observarla con detenimiento. De momento, para los turistas que conducen grandes coches no suele haber problema alguno, pese a que el mismo jefe de policía afirmó que Higüey, zona en la que está enclavada este barrio, tiene el nivel de violencia más alto del país seguido por el gran Santo Domingo, lo cual no es moco de pavo.

Después de dar un par de vueltas y de preguntar a dos lugareños que no tienen ni la más remota idea de dónde se halla lo que estamos buscando, nos acercamos a una calle estrecha y oscura que se abre junto a una gasolinera, es decir, junto a una bomba, como se dice aquí. Un moreno grandote y sonriente nos indica por gestos que aparquemos a nuestro gusto, cosa que hacemos acto seguido.

Bajamos del carro y el obsequioso portero nos abre camino hacia el local, cuyo nombre no recuerdo. Sí veo aún, con total claridad, el espantoso cartel de la puerta que, en tonos grises, rojos y negros, exhibe el nombre del local en un feo rótulo, rodeado de las supuestas bellezas que vamos a contemplar en el interior. Sonrío para mí; es muy dominicano eso de cuajar de fotos de mujeres las fachadas de las numerosas casas de putas y bares de alterne con que cuenta la isla. Normalmente, es propaganda tan falsa como cualquier otra, sea cual  sea el producto del que se trate y la zona del mundo donde se publicite, ni que decir tiene.

Y cuando se abre la doble puerta de aquella casa habitada por «puras princesas», se nos caen los palos del sombrajo a los tres de golpe. Bajo unos focos pobres y escasos, y en medio de una atmósfera tan húmeda que parece estar repleta de niebla, media docena de veteranas aburridas se apoyan en veladores de madera esperando a sus enamorados. La otra media docena de mujeres que hay en el local son jovencitas que no sé si llegan a la veintena, poco agraciadas e impacientes por ganarse el pan. Todo está decorado en tonos rosas y un empalagoso ambientador redondea el tremendo panorama que diviso nada más entrar, ensordecido por la inevitable música caribeña. Cuando me giro hacia mis compañeros para preguntarles qué quieren beber, ambos me dicen que no con la mano y me señalan la salida de aquel averno. Así que emprendemos la fuga ante la mirada indiferente de aquellas pobres mujeres, las unas y las otras.

Mi anfitrión insiste en llamar a Kevin para acordarse de sus muertos por la recomendación, pero conseguimos disuadirle de su idea entre risas. No obstante, jura que la putada le va a costar al camarero un par de rondas a su cargo, y con eso queda apaciguado.

Ante el estrepitoso fracaso y preocupados por la diversión de su invitado, mis amigos me llevan hacia un nuevo putiferio, esta vez al aire libre y en medio del barrio. No recuerdo cómo se llama, pero está junto a un gran aparcamiento, y el centro de la amplia terraza está cubierto por una enorme palapa. Nada más llegar, distingo perfectamente a las camareras de la casa, porque todas ellas llevan una camarera naranja chillón con el logo del antro. Supongo que será a modo de advertencia contra los depredadores, como hacen algunos insectos venenosos -o mentirosos- en las junglas del mundo, que advierten de su peligrosidad con brillantes libreas. O quizá no sea más que otra manera de separar el grano de la paja, aunque por lo que veo a continuación mucho me temo que esa distinción es más bien sutil.

Se nos acerca una joven negra bajita y muy linda. Pregunta qué vamos a beber con una cara de asco francamente llamativa, y a mi me dedica una mirada asesina cuando le pido una botella de agua mineral. No tienen zumos ni infusiones y yo no bebo alcohol, de manera que mi elección es forzada, por lo que le devuelvo la mirada con sumo placer y con toda mi educación. Mis amigos se decantan por la cerveza, más difícil de adulterar que las copas largas, que como es lógico estas tutis te traen ya servidas con sospechosa rapidez.

Sentados en un alto velador, me dedico a otear los alrededores como un halcón desde su percha, presto a captar esos detalles tan significativos que busco siempre en cualquier grupo humano. Hay mucha gente bailando en la pista y tomándola en varias barras, atendidas todas ellas por una nube de camareras. Me llama la atención una guapísima joven que está detrás de nosotros. Lo cierto es que no acaba de parecer una lumi al uso, aunque sin duda alguna lo es; me resulta más atractiva y elegante que el resto de sus compañeras, que revolotean por el local luciendo sus discutibles encantos. Es una morena alta, con un tipo espectacular, que no ha cumplido los veinticinco. Lleva un vestido vaquero de una pieza, sin sujetador y muy escotado; sus largas piernas acaban en un par de sandalias de tacón muy alto y sus ojos oscuros escrutan a los clientes del local con la habilidad que otorga la práctica, al tiempo que delatan sus pensamientos. Se aparta del rostro la pesada y oscura melena cada dos por tres, consciente de su embrujo.

Unos de mis amigos le guiña un ojo y le hace una seña; se nos viene encima como un ciclón, claro. Se agarra como una lapa al osado aventurero y comienza una susurrante charla con él, mientras esquiva con facilidad sus lascivas aproximaciones, siempre sonriendo. Hay mucho oficio aquí, me parece. Pero no hay bisnes; la joven suelta a mi amigo con tanta celeridad como le había trincado y vuelve a su mesa, visto que mi otro acompañante y yo le sonreímos sin excesivo interés.

-Venezolana -me dice el valiente.- Aquí están triunfando en toda regla; a los isleños les encantan, creen que les da mucho caché hacérselo con una venezolana…

-Bueno, parece que no solo les gustan a los isleños…-bromeo.

-Es que me ha pedido mucha pasta, ya sabes -se excusa mi amigo-. Más de cincuenta euros es una pasada…

Asiento sin decir ni mus. No es que tenga muy clara la cotización de las putas, ni en Dominicana ni en Timbuctú, pero cada uno gasta su dinero como le place, por descontado. Todo depende del precio que le pongamos a la dignidad de la carne humana, suponiendo que lo tenga, ¿no?

-Pues cómo tiene que estar el patio en Venezuela para venirse hasta aquí… y trabajar en esto -reflexiono en voz alta.

-Sí, la cosa debe estar cojonuda -opina mi otro amigo.

En ese momento, la pista de baile está casi vacía y de súbito me llama la atención una pareja que se halla en su mismo centro. Ella es una americana bajita y tocha, con un sombrero de paja al cuello y grandes tetas. Parece que está bastante mamada, y baila descalza alrededor de un mulato alto y delgaducho que a duras penas soporta sus envites; al menos, eso creo distinguir en su serio rostro. Eso a ella le da igual; agachada y al ritmo de no sé qué empalagosa bachata o similar, frota su orondo culo contra la pelvis del moreno con tantas ganas que le mueve hacia atrás, al tiempo que cierra los ojos y canturrea; cuando comienza a trastabillar y está a punto de caerse, su sufrido galán la sujeta y le da la vuelta en un forzado paso de baile, supongo que ya hastiado del culo fondón que con tanta ansia le busca. Vano consuelo; la bacante le echa los brazos al cuello, empinándose para alcanzarle, y le ataca la boca con gula; está despeinada, sudorosa y decidida a todo. El otro la sujeta a duras penas y tira de ella hacia fuera de la pista; ambos se pierden entre la muchedumbre que se agolpa en una de las barras, unidos en un mortal y caluroso abrazo de borrachos. Las cosas del querer.

Las cervezas se acaban y llega la hora de pagar. No me dejan que yo lo haga de ninguna de las maneras, así que uno de ellos pide la cuenta. Reaparece la camarera que nos atendió y nos dice lo que debemos con el mismo careto con el que nos atendió. Cuando le da la vuelta a mi amigo, este se la devuelve; ella se queda mirando el dinero y entonces el jetuño con el que nos obsequia sí que es para recordarlo. Vuelta a mirar el belule y vuelta a mirar a mi compañero; al final, las monedas van al suelo una tras otra. Nos regala otra furibunda mirada y desaparece entre el gentío meneando el culo, muy cabreada.

Me doblo de la risa, no lo puedo evitar.

-Creo que has vuelto a triunfar por segunda vez… -le pincho. Mi otro amigo se monda.

-No te jode… sí, hombre, me iba a costar más ella que la cerveza, no te jode… -dice, muy indignado.

Salimos de nuevo a la noche caribeña. Mientras caminamos hacia el coche, uno de mis compadres propone volver a nuestra base en Bávaro: hay que seguir tomándola, porque aún es pronto, y tenemos que darle un par de cogotazos al amigo Kevin en justa compensación por sus acertadas sugerencias.

No tengo inconveniente alguno en volver a terreno conquistado y afrontar tranquilamente todo lo que la noche me ofrezca, incluyendo abroncar a Kevin. Mis juergas ya no son lo que eran, por desdicha; no fumo y no bebo, de modo que pierdo el tren de muchas conversaciones y suelo ir un poco por detrás de los acontecimientos, porque mis colegas se colocan y yo no. Pero procuro no bajar la guardia y seguir disfrutando, en la medida de lo posible, de la parte del día que más me ha gustado desde siempre.

Ya solo me quedan un par de días de estancia en esta tierra mágica. Camino de nuestros pagos, voy pensando en la jornada de hoy. Creo que la imagen que me llevo  de la República Dominicana en este mi segundo viaje no estaría completa sin un cierto acercamiento a la oscuridad que encierra, por otra parte no mucho más sórdida que la de cualquier país del orgulloso Occidente, aunque agravada por la pobreza y la miseria. Me atraen con fuerza las luces del lujo y de la buena vida, y disfruto con ganas de todo ello, tanto más cuanto más viejo me hago. Pero uno no puede olvidarse de la realidad que el turismo para millonarios enmascara con boato y oropeles, porque en ella reside el auténtico espíritu de la nación que visita. Negarlo y no salir en su busca del inmenso resort que te acoge es tanto como quedarte con la mitad de la escena, con una versión arteramente mutilada de la humana comedia.

Supongo que volveré a esta acogedora isla en breve. Para esa ocasión, me traeré mi carnet de conducir internacional y una completa póliza de seguros de accidentes de automóvil, naturalmente. El coche lo tengo resuelto. Queda mucha, muchísima isla por recorrer y, quién sabe, a lo mejor surgen historias legendarias que contar.

Sé que acechan, esperando al viajero que las descubra, en la terraza humilde de cualquier bohío o enredadas en el pareo multicolor de una mujer de mirada ausente que fuma junto a la piscina del hotel, cubierta con una gran pamela blanca.

 

 

 

 

 

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Un comentario

  1. […] la República Dominicana. Se compone finalmente de tres escritos (La Vie en Rose, Caribbean Blue y Caribbean Black) y ya está colgada en “La Salamandra”. No me desagrada el resultado; veremos si […]

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