«¡Como te pareces al agua, alma del hombre! ¡Cómo te pareces al viento, destino del hombre!»
Johann Wolfgang Goethe
Pese a mi natural falta de paciencia, evidente para los demás desde mi más tierna infancia, lo cierto y verdad es que suelo hacer gala de lo contrario durante mis viajes. No tiene mayor importancia para mi atizarme doce o trece horas en la cabina de cualquier avión; quiero suponer que la ilusión de enfrentarme a lo nuevo, o al hecho de reverdecer viejos recuerdos y anécdotas, supera en mi caletre a mi impaciencia y consigue atemperar las cosas.
Ha pasado ya mi primera noche de vuelta a los trópicos. Mientras cenaba ayer opíparamente con mi hermano en uno de los diez restaurantes temáticos con los que cuenta este enorme complejo, pude contemplar la luna llena brillando alegre y misteriosa a través de un dosel de negras nubes arrastradas por el viento, que llegaban hasta nosotros desde el cercano Caribe. Susurraba la inmensa masa de agua su eterno mensaje, y su canción de vida y muerte se dejaba oir desde todos los rincones de la isla. Tras una copa en el bar central del hotel, nos retiramos a una hora más que prudente para mi. Mi hermano está en pie a diario a eso de las seis de la mañana y yo, nocherniego impenitente, tenía ayer cuerpo de jota tras el largo viaje que me trajo hasta aquí.
El viaje, el viaje… Esos mágicos momentos que no necesitan de justificación alguna, que se explican y se contienen en sí mismos, en la ineludible necesidad de trascendencia que siente el hombre. Vivir, viajar, morir… La existencia toda se completa en ese eterno retorno, en esa búsqueda incansable de horizontes nuevos, de amaneceres preñados de distintos tonos de añil y de rosa, tan hermosos bajo la luz incierta de paisajes desconocidos, de sonrisas por investigar.
Salimos ayer de Barajas con veinte minutos de retraso, si bien es cierto que el comandante se puso las pilas y llegamos a estas tierras con diez minutos de antelación sobre el horario previsto. Después de la inevitable espera a la hora del embarque, me dirijo a mi plaza -previamente reservada, con ventanilla y muy cerca del ángulo de ataque de las alas, como a mi me gusta- y me topo de pies a boca con una joven mamá hondureña… que sujeta, amorosa, a un cabroncete de dos años escasos, que se retuerce berreando con toda la puta fuerza de sus mínimos pulmones. La cosa no pinta demasiado bien, para empezar. La perspectiva de aguantar al pelmazo del niño durante ocho horas largas no me apetece lo más mínimo, claro está, pero está escrito que así va a ser, por mis muchos pecados.
Y comienza la función. Ya atrás el despegue, en ese momento en que el nómada que llevo dentro comienza a plantearse cómo gestionar el largo trecho de inmovilidad que hay por delante, el mocito llora como un auténtico becerro, ignorando las constantes jaculatorias de la mamá, que van desde el cariño más chorra hasta el autoritarismo más militante, absurdo del todo si tenemos en cuenta la edad del destinatario. Patalea el pequeño zulú, salta y se retuerce como una inoportuna lombriz de tierra. Ni pensar en leer tranquilamente la prensa, claro. Repentinamente, el arrapiezo se fija en mi y se aproxima con las del turco, por supuesto. Empieza por ofrecerme uno de sus juguetes, para engañarme con ofertas de falsa paz, mientras su madre gorjea, complacidísima, una mezcla de excusas y alabanzas al carácter nobilísimo de su cachorro, bañada en sonrisas. La feroz criatura prosigue con sus avances e intenta echar mano a mi reloj: es la gota que colma el vaso. Procuro ponerme mi mejor capa de invisibilidad total y evito cualquier contacto ocular con la bestezuela, mientras me refugio en mis escritos y en mi música, cuyo volumen elevo a todo trapo, presa ya del terror pánico.
Según me comenta la concienciada autora de los días de semejante salvaje, llevan viajando desde las seis de la mañana saliendo de Barcelona, y claro, el niño está desquiciado, el pobre. Que es como voy a acabar yo si no media milagro o divina intervención, que va a ser que no. Menos mal que un viejo agnóstico reconcentrado como yo tiene ciertas cosas más bien claras; en caso contrario, resultaría adecuado traer al caso aquello de que los dioses ciegan primero a quienes quieren perder… Porque lo peor está por llegar. Mientras el avión devora incansablemente kilómetros, me doy cuenta de que estoy rodeado por completo por miembros femeninos de la familia del pequeño cafre, que viajan con la pareja de progenitores. El papá aguanta al infante un ratejo de cada dos horas, más o menos, como debe de ser. Cuando el gorgojo se pone coñazo, se lo pasa a la mamá con la mismna expresión que si se estuviera quitando una mancha de mierda de la chaqueta, de modo que el niñato permenece casi invariablemente en manos de su madre, mientras me curte a patadas, estornudando con frecuencia y poniendo todo perdido de «mocos de angelito», en palabras de la gilipollas de su abuela. Además, cuando la amenaza se adormece, el músculo duerme y la ambición descansa, resulta que alguna de las muchas féminas que le escoltan, presa de ese ansia imbécil de adorar al machito tan estúpidamente femenina, se levanta y obsequia a la fiera adormecida con besitos, morisquetas y todo un arsenal de frases cariñosas y tontas de solemnidad. Resultado inmediato y automático: el niño se espabila y se verifica un encabronamiento súbito y agudo en su comportamiento, porque quiere cambiar de brazos, o de postura, o vaya usted a saber de qué. Y vuelta a empezar con el circo.
Procuro entretenerme mirando por la ventanilla, pero el empeño es complejo. Contemplo con interés los bosques fantasmagóricos que a nuestro alrededor tejen incontables cantidades de cumulonimbos, las oníricas ciudades de los espíritus que sobrevuelan el mundo, adoptando las formas más caprichosas e increíbles; a pesar de lo hermoso del panorama, ese es el magro consuelo que puedo obtener durante un muy largo rato.
Bueno, ya hemos pasado sobre Puerto Rico, de manera que queda poco viaje por delante. También hemos pasado por todas las etapas de la ceremonia que por cojones -más bien, por localización espacial dentro de la nave- me tengo que tragar. La mamá ya ha agotado ese repertorio de recursos con que Natura dota a todas las hembras que han dado a luz. Ya hemos oído reprensiones, amenazas, mimitos, y hemos contemplado jueguecitos y gracietas más que diversas del retoño y de su madre, que parece querer que perdonemos el insufrible coñazo con el que nos obsequia el coleguita a base de demostrar a la martirizada audiencia -es decir, a mí- lo graciosísimo que es su niño. Claro, rodeado como estoy por la tribu del infante, la cosa tiene un éxito tremendo, con aplausos y carcajadas incluidas. El papá de la criatura incluso tiene que sacarse el chupete de su hijo de la boca para poderse reir con ganas; ignoro, con franqueza, qué coño pinta un negrazo enorme como él con el chupete de su hijo encajado en las putas fauces, pero así es, aunque en el fondo me importa tres cojones y la bailadera.
Cuando ya estoy a punto de bajarme a la bodega de carga y dejar que las temperaturas bajo cero y la despresurización acaben piadosamente conmigo, aliviándome de la tortura de aguantar a toda aquella caterva de dementes, el comandante nos advierte de la inminente llegada a Santo Domingo, y respiro un poco más tranquilo. Me hallo dudando de la existencia de Dios, aunque con los ojos llenos de lágrimas de gratitud, cuando se desarrolla ante mis ojos una curiosa escena: todas las hembras presentes en el avión, que son muchas, tiran de neceser y empiezan a acicalarse meticulosamente. Salen a relucir cepillos, peines, lápices de labios y demás armas de destrucción masiva de esas que pueblan amenazadoramente los bolsos femeninos. Mi mamá favorita saca, para mi consternación, un lápiz afilado y comienza a pintarse el borde de los párpados tranquilamente, sin reparar en que el más mínimo bandazo del avión podría traducirse en una brutal herida en el hueco donde debería estar su cerebro. Tremendo. Enorme, más bien, como dicen por estos pagos.
Ya estamos sobrevolando territorio dominicano. Bajo nosotros, una magnífica manta verde comienza a desplegar sus encantos. Se distinguen claramente infinidad de parcelas, geométricamente dispuestas y festoneadas por manchas de espesa jungla. Disipados ya los efluvios de los perfumes que emplean sin reparar en lo adecuado de las dosis mis compañeras de viaje, los poderosos motores de la nave invierten su esfuerzo, frenándola, y tomamos tierra con sorprendente suavidad; todos aquellos chiflados aplauden a rabiar la pericia de nuestro piloto, mientras gritan alabanzas a su tierra y cosas por el estilo. Exactamente igual que los guiris cuando llegan a Canarias, vaya. En ese momento, el increíble brillo del sol sobre el mar, que resplandece con tonos mates como el acero pavonado, me deja con la boca abierta, asombrado ante la belleza de la escena. Aprovechando mi proximidad a la puerta, y pasados cinco minutos escasos, emprendo desbocado galope para alejarme del trágico escenario de mis desdichas. Contra todo pronóstico, acabo de sobrevivir a siete mil kilómetros largos de tortura china. Aplaudí a rabiar la iniciativa de algunas compañías hoteleras, que pusieron a la venta un producto exclusivo para adultos, como el complejo en el que voy a alojarme, que no admite ni a tres tirones huéspedes menores de dieciocho abriles; seguí aplaudiendo la iniciativa de Renfe cuando puso en circulación los trenes del silencio, y juro por todos los dioses aplaudir hasta partirme las manos el día en que alguna aerolínea aventurera se decida a programar vuelos exclusivamente para adultos. No tengo por qué aguantar el producto de los arrebatos sexuales de los demás, entre otras cosas porque nada tuve que ver en su fabricación, como no quiero tener que verlo en su educación. Los niños y los perros son monísimos durante diez minutos; pasado ese plazo de tiempo, resultan ideales para que los aguanten, respectivamente, sus progenitores y sus dueños. Por cierto, no me voy a disculpar por mezclar infantes y canes a los fines que nos ocupan.
Supero con facilidad los trámites de llegada y me dirijo a recoger mi abultada maleta: es enorme, verde oscuro, está plastificada desde Barajas en color verde, y lleva atado un enorme pañuelo verde para distinguirla a distancia… En fin, cosas de la edad y de llevar continuamente gafas de sol, que dificultan la apreciación de los matices… Llego rápidamente a la cinta de equipajes, y veo complacido que somos pocos los viajeros que estamos allí; supongo que el resto de la tribu está entretenida con algún que otro trámite. Comienzan a desfilar los equipajes, y tras unos veinte minutos sigo sin avistar a mi fiel compañera, que viaja conmigo desde que la compré en Columbus, Ohio. Repentinamente, las otras trescientas noventa y nueve personas que componían el pasaje del avión aparecen de golpe y porrazo, o, al menos, esa es la impresión que sufro en cuestión de segundos. Aquello es el desbarajuste padre; todo dios chilla, gesticula y se empuja para recuperar su equipaje. Frente a mi, un jefe de terminal -eso reza el chaleco reflectante que viste- bajito y ancho como un armario ropero, retira sin cesar bultos de la cinta y los envía de un empellón al otro lado de su posición, con la misma facilidad con la que se fumaría un cigarrito. Mientras tanto, la cosa va de mal en peor. Una local bajita y maciza ejerce de delantero de fútbol americano y me hace una entrada que a pique está de dar con mi triste anatomía en la cinta de equipajes, de manera que le ofrezco un gentil repasito verbal, pero es como si hablase con la puta pared: me mira, sin verme, y prosigue atacando mis riñones, mi paciencia y mi débil posición junto al montón de maletas. Como no es cuestión de darle un hostión de cuello vuelto, aunque vive Dios que me quedo con las ganas, me decido a emplear un truco de viejo turista avezado y me voy a por el jefe de terminal, que suda la gota gorda mientras hace su trabajo. Entablo conversación con él y no tarda en preguntarme cómo es mi maleta. No me gusta explotar las necesidades de los demás, pero el gachó del arpa y yo nos entendemos a las mil maravillas, como era de esperar. Asoma mi maleta y la trinca como el rayo; le doy cinco euretes de propina y todo dios tan feliz. Consigo pasar la aduana sin incidente alguno y, por fin, me dirijo a la salida del recoleto y modesto aeropuerto.
Se me abren los ojos como platos. La multitud vociferante que espera la salida de los viajeros resulta impresionante, acojona. Me pregunto si hoy se celebrará alguna fiesta nacional o similar, pero lo cierto es que no es así. Los nacionales que salen delante de mí sueltan de repente, en mitad del camino del resto de la humanidad, maletas, trolleys y paquetes para liarse a besos y abrazos con los suyos, que invaden la plataforma de salida a cientos. El atasco es fenomenal; menudean codazos, gritos y voces, pero nadie parece mosquearse para nada: me río con ganas y saludo de nuevo al poderoso sol de primeras horas de la tarde, que me da la bienvenida otra vez a este mundo mágico que es el Caribe.
El pobre Franklyn, que así se llama mi chofer, lleva una hora esperándome, cosas de los aeropuertos. Me saluda cordial y me deja en el enorme SUV Ford, con el aire acondicionado a tope, mientras se va a pagar el aparcamiento. Minutos después, comenzamos a recorrer los ciento catorce kilómetros que nos separan del hotel. Franklyn escoge la ruta más larga porque es también la más típica, si bien es cierto que la noche cae en los trópicos con sorprendente rapidez y que no habrá lugar a disfrutar demasiado con el paisaje, pero agradezco su buena intención.
En este país conducen como auténticos desalmados. En el breve trecho que nos toma alejarnos de Santo Domingo, soy mudo testigo de una más que brillante colección de barbaridades, de canalladas, de flagrantes atentados contra el más mínimo concepto de seguridad vial. Tocan tanto el claxon, con tanta frecuencia y con semejante ardor, que tardo unos minutos en discernir si es que se están saludando entre ellos o si se llaman la atenc como hacemos los conductores cabreados en el resto del mundo, al menos del mundo que yo conozco. Pues efectivamente, se llaman la atención, pero sin encabronarse lo más mínimo. Si el bocinazo no surte el efecto deseado, que no suele hacerlo, entonces el conductor en cuestión ejecuta la maniobra suicida de la que se trate sin inmutarse para nada, y lo hace hasta el final, con todas las consecuencias y a una velocidad de vértigo.
Aquí no se conduce, se maneja; no se adelanta, se rebasa, y los stops no son stops, son pare, pero a todo el mundo parece traérsela floja cualquier cuestión que tenga que ver con unas mínimas nociones de seguridad vial, por no hablar de disposiciones legales sobre la materia, tanto por parte de los peatones como de los conductores. Cuando mi asombro corre parejo con mi acojone, comienzan a aparecer ante mis ojos, como nutridos enjambres de ruidosos insectos, los innumerables motoristas que trufan la isla. A bordo de infames motocicletas, denominados por ellos como «motores«, o «pasolas» , si de ciclomotores hablamos, cayéndose todas ellas a pedazos, dos, tres y hasta cuatro personas viajan tranquilamente por esta tierras. Lo hacen apenas vestidos y apenas calzados; camisetas, bermudas y chanclas de goma son todo lo que separa a sus anatomías del duro asfalto, asunto primordial que parece no preocuparles en absoluto. En mitad de la modesta carretera que nos aleja de la capital, y junto a la mediana de cemento, un tipo charla tranquilamente sentado sobre su moto con otro paisano que, circulando en sentido contrario, ha hecho lo propio, parando igualmente su vehículo. Hablan reposadamente, como si estuvieran en el salón de su casa y no en medio de una infernal barahúnda de tráfico, jugándose la vida. Menudean a ambos lados de la carretera los controles policiales, que de vez en cuando detienen a algún conductor, siempre con aviesas intenciones, claro. Mientras tanto, y acodados sobre sus grandes todoterrenos americanos y japoneses, contemplan las mismas canalladas que yo sin mover un músculo. Esta fuerza oficial, esta lacra del país, es ineficaz, corrupta y vergonzante, y solamente parará a un automovilista cuando huela la posibilidad de sacarle algo de dinero, nunca con otro propósitos supuestamente más propios de su cargo.
Dejamos atrás numerosas pick ups achacosas y sucias, que cargan en sus cajas traseras, invariablemente, dos o más locales, que disfrutan embelesados de la caricia del sol, del aire y de la lluvia del trópico en sus rostros. Los camiones más grandes llegan a transportar un número inverosímil de dominicanos, sujtándose como pueden al chasis y a la carrocería de los atestados vehículos. Al avanzar la noche, determinados puntos neurálgicos de las carreteras se llenan de dominicanos que charlan tranquilamente entre sí, sin una sola luz, y esperando con paciencia a que algún buen samaritano les haga una bola, es decir, les lleve a sus destinos. Sorprende comprobar, en semejantes situaciones, la amabilidad con que estas buenas gentes se relacionan entre sí y con los extranjeros. El dominicano es, en términos generales, correcto, servicial y amable, aunque capaz de entusiasmarse por un puñado de cuentas de cristal hasta las últimas consecuencias, con los desastrosos resultados que son de prever.
Esquivando nubes de motoristas kamikazes, enormes autobuses tipo school bus americano y todo tipo de furgonas, pick ups y furgonetas, llegamos ya de noche a la algarabía de Higuey. Como estoy un poco harto de aire acondicionado, le ruego a Franklyn que lo desconecte y bajo el cristal de la ventanilla. Inmediatamente, todo el abigarrado guirigay del trópico se cuela en el interior del vehículo. Voces, ruidos del espesísimo tráfico de vehículos y de personas, olores y rápidas visiones de los lugareños, componen un ariete de poderosas sensaciones que martillea mis sentidos con un enfebrecido latido de vida en la noche dominicana. Propietarios de pequeños negocios, que parecen no cerrar nunca sus puertas, charlan en las aceras mientras pregonan las bondades de sus mercancías, apenas iluminados por el deficiente alumbrado público.
Menudean las bancas -es decir, los prestamistas, una de las plagas de la isla- , los clubes gallistas, porque a los dominicanos les encanta este sangriento espectáculo, y los sport bar, es decir, las barras americanas y los puteríos liberales que exhiben los encantos de sus señoritas de compañía en grandes fotos que cubren sus fachadas. Mezclados con todo este color local, se hallan numerosos carteles publicitarios en los que se amenaza con la inminente llegada de Cristo o se afirma que enseñar a leer es una obra de amor en la que todo el mundo debe de colaborar, enriqueciendo así el enloquecido caleidoscopio de la vida en los trópicos. Damos todos los botes del mundo al pasar sobre los reductores de velocidad que cuajan, inexplicablemente, caminos, carreteras y autovías sin previo aviso, y que, esos sí, todo dios respeta religiosamente, mientras los lugareños observan curiosos al guiri que, con gafas de sol en la noche ya cerrada, acaba de pasar junto a ellos con cara de asombro.
Llegamos a La Otra Banda, municipio gemelo de Higuey con chusco nombre, tras superar algunos tramos interurbanos por los que mi chofer circula a una velocidad endiablada, para mi espanto. Porque ahora que ha caído la noche, contemplo estremecido toda una legión de motoristas que circula sin una sola y triste luz en sus añejos cacharros. No alcanzo a comprender cómo no alfombran con sus cadáveres las patéticas carreteras, junto a los de infinidad de perros atropellados por estos vándalos. Tampoco se cortan, además, a la hora de echar carreritas con el resto de los vehículos de cuatro ruedas que circulan junto a ellos, lo que me deja más ojiplático aún.
Bueno. Por fin hemos llegado al hotel sanos y salvos, supongo que con la divina intercesión de Nuestra Señora de la Altagracia, patrona de la isla, o por la de alguna que otra deidad caribeña, tan poderosa o más que la citada virgen, o por la de ambas al alimón. Mi hermano me espera en la entrada de la recepción, y tras un fuerte abrazo comienzo a recobrar la calma perdida. Parece que estoy ya fuera de peligro; veremos…
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