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Cartas caribes, y III

2014-12-12 15.54.43Las luces del enorme resort en el que me alojo han comenzado a encenderse hace escasos minutos. Muy hacia el oeste, las tonalidades rosas del crepúsculo caribeño tiñen lentamente las luces de la escena que contemplo, llenándola de paz, acallando el bramido de las olas, que hoy no han cesado de romper violentamente contra la orilla, coronadas de blanca espuma. Los altísimos cocoteros agitan sus verdes copas, muchas de ellas recién podadas para evitar que la caída de sus pesadas pencas pueda acabar con la vida de algún viandante. Sus troncos inverosímiles hablan de la flexibilidad que asegura su existencia cuando la fuerza brutal de huracanes y tormentas tropicales asola esta tierra espléndida.

La República Dominicana, la Quisqueya de los primitivos taínos que la habitaban, ocupa algo más de los dos tercios orientales de la isla de La Española, en el archipiélago de las Antillas Mayores. Se trata del segundo país del Caribe, tanto por superficie como por población, por detrás de Cuba. El tercio occidental de la isla pertenece a la tristemente famosa República de Haití, una de las naciones más míseras y pobres de toda la zona, patria de zombies, mambos y houngans, castigada durante muchos años por la estúpida y violenta crueldad del infame Papá Doc Duvalier y por sus tontons macoutes, sangrientos esbirros no menos repulsivos que su jefe. Así pues, para bien y para mal, La Española es una isla compartida por dos estados. El país que visito limita al norte con el océano Atlántico, al sur con el mar Caribe o mar de las Antillas, al este con el Canal  de La Mona, que le separa de Puerto Rico, y al oeste con la citada República de Haití.

Descubierta, según ya sabemos, por Cristóbal Colón en 1492, su capital, Santo Domingo, se convirtió en el primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo y en la primera capital de España en el mismo. Nuestra patria dominaría la isla durante tres largos siglos, si bien es cierto que con algunos interludios haitianos y franceses, hasta que esta tierra alcanzó la independencia en 1821, aunque Haití volvería rápidamente a conquistarla en 1822. Para librarse del yugo haitiano, la República Dominicana se embarcó en una guerra de liberación en 1844, de la que saldrían victoriosos pero con fuertes disensiones internas. Asistieron a continuación a un breve intervalo de nueva dominación española (1861-1865), manteniéndose el territorio independiente hasta la llegada de los yanquis, que ocuparían el país desde 1916 a 1924. Después, los seis años de calma y de prosperidad de Horacio Vásquez (1924-1930), fueron seguidos por la dictadura de otro repelente personaje, típicamente caribeño, el despreciable megalómano Rafael Leónidas Trujillo, que esquilmó a conciencia el país hasta 1961, año en el que un puñado de patriotas tuvo el valor y el buen gusto de borrarle a tiro limpio de la faz de la tierra. Para saber más sobre este turbulento período de la historia dominicana y sobre el atentado que le puso fin, me permito recomendar el libro «La Fiesta del Chivo», de Mario Vargas Llosa, y la película del mismo nombre. La guerra civil de 1965 terminó con la intervención de los Estados Unidos y fue seguida por varios períodos de gobiernos represivos de Joaquín Balaguer (1966-1978). Desde entonces, la República Dominicana se ha ido moviendo hacia una democracia representativa… dicen ellos.

Una historia tan convulsa  -típica, por otra parte, de las naciones caribeñas-  ha imprimido en el carácter del dominicano fuertes señas de identidad, creo. Resulta más que evidente, como no podía ser menos, la admiración y el cariño que la gran mayoría del pueblo llano siente por nuestro país, no sé si llevados por la costumbre o por un verdadero sentimiento de afecto, pero así es. También parece ser cierto, según los últimos estudios históricos sobre la materia, que pese a la importancia comercial que el país tendría para la metrópoli española, los dominicanos no sufrieron a manos de los españoles los rigores de la esclavitud con tanta ferocidad como este lamentable fenómeno se verificó en otras colonias nuestras, si bien la mentada ferocidad por nuestra parte resulta ser un juego de niños al compararse con la actitud de otras naciones implicadas en el tráfico de esclavos.

Las clases más acomodadas de la isla, entre las que se incluyen los profesionales liberales, no tienen tan claro el objeto de sus pasiones, aunque me temo que distinguen con total claridad el blanco de sus inquinas. Son soberbios y miran al extranjero siempre por encima del hombro, como si quisieran demostrar que no le deben nada a nadie, mucho menos si se trata de un español, como si tuvieran algo que echarnos en cara. Al yanqui le tratan con algo más de respeto, no sé por qué, pero de cualquier manera no se llevan bien con los turistas extranjeros. A mi tanta exquisitez y tanta pamema ya me pillan con el arroz un poquito pasado, tanto más cuanto que mi estancia va a ser corta. En caso contrario, me creo que hubiera acabado charlando muy amigablemente de política, historia y economía con alguno de estos pisaverdes ilustrados, cuyas hembras usan sombrilla por la calle para que su piel no se oscurezca más,  y me creo también que los resultados de dicha conversación hubieran sido francamente divertidos, al menos para mí. Otra vez será, hermanos.

Me chocaba mucho, cuando llegué al hotel, la gran cantidad de empleados que me tuteaban tranquilamente. No es que me moleste el tuteo siempre y cuando venga de personas agradables, como es el caso, pero no dejaba de sorprenderme, en un ambiente como el que hay en el complejo, que sus empleados se permitieran tantas familiaridades con los clientes. Cenando anoche, al darle las gracias a uno de los camareros por sus atenciones, el moreno me contestó muy ufano: «de nadas, señor». Como me sobrarba, y mucho, aquella ese, me quedé mirando a mi hermano, quien me explicó, divertido, que como los locales se comen continuamente las eses, consideran elegante y de buen gusto pronunciarlas al dirigirse a un español, aunque marran la colocación de la consonante con hilarante frecuencia. De manera que así quedó explicado el asunto del tuteo y del cómo estás.

Es curioso comprobar lo arraigado que está el odio al vecino haitiano. Actualmente, los trabajos más duros y míseros, los menos apreciados, son desempeñados por nacionales de ese país, a quienes los dominicanos se refieren despectivamente como «negros», en clara alusión a su sorprendente tono de piel, que brilla bajo el sol. No deja de ser chocante y divertido escuchar a un dominicano, que de blanco tiene más bien poco, referirse a sus desdichados vecinos con semejante expresión, pero se trata, como digo, de un sentimiento muy extendido y debido, sin lugar a dudas, a los avatares políticos que sufrió esta nación. Por otra parte, la preparación cultural y social del haitiano medio es lamentabilísima, lo que no hace, a ojos de los dominicanos, más que ahondar las diferencias entre ellos.

Jamás había visto tantas mujeres hermosas por metro cuadrado como en Cuba. Recuerdo aquel viaje con especial cariño, aunque todavía no tuviera la costumbre de poner negro sobre blanco mis aventuras y desventuras, porque fue mi primer contacto con la rica  cultura caribeña, con la noche de los trópicos, siempre alegre y voluptuosa, y con la carne tibia, turgente y dorada de sus hembras. Pero cierto es que aquí, en Dominicana, el panorama a este respecto es igualmente cautivador, si no más. Sonrisas perfectas y ojos tremendamente expresivos, de mirar franco y alegre, abundan por doquier en hombres y  mujeres, estas últimas de pechos rotundos y anchas caderas, siguiendo los dictados del fenotipo de su raza. Fruto de los genes de los mejores esclavos que España comercializaba, no resulta en absoluto extraño encontrarte con auténticos gigantes de bronce, bien hechos y mejor acabados, como diría el castizo, y con hembras de tronío de porte similar. Son sus rostros más suaves y elegantes que los negroides puros, supongo que como resultado de la evidente mezcla de razas.

Me divierte mucho observar cómo se relacionan entre ellos y con el resto de las culturas. Tengo la impresión, aunque no sé si acierto, de que no está tan arraigada entre ellos «la caza del gallego», al contrario de lo que ocurre en Cuba. Si se afirma que Colombia es un estado drogodependiente,  debido a sus graves problemas con la coca,  por ejemplo, bien podemos afirmar que Cuba es «putodependiente», si se me permite la canallada verbal, por mucho que la repelente dictadura castrista tenga la poca vergüenza de afirmar oficialmente que la prostitución no existe en el Caimán. Por otra parte, el dominicano participa entusiásticamente, como es lógico, de la muy particular visión del sexo y de la amistad que impera en estos pagos. Puede enamorarse profundamente y con auténtico sentimiento, con veraz pasión, pero al día siguiente habrá olvidado del todo y para siempre al objeto de sus desvelos, por increíble que parezca.

Es esta una tierra de pasiones desatadas, desnudas, poderosas, irreprimibles. Aquí se lleva tener esposa, novia y querida, todo a la vez, y se gana uno el respeto de sus amigos masculinos  -y de una buena parte de las féminas, igualmente-  si el sujeto en cuestión resulta ser capaz de dejar preñadas a las tres al alimón, con los deplorables resultados que son de esperar, y que ponen los pelos de punta aún al occidental más avezado y follador. El clima influye poderosamente en todo ello, qué duda cabe. La verdad es que, tras una semana en esta tierra, lo que menos apetece es moverse para otra cosa que no sea la manduca o el sexo, cuestiones ambas irrenunciables tanto para el dominicano como para el resto de los mortales.

Muchos isleños, sobre todo varones, viven deseando cazar a una guiri rumbosa y cachonda, que les saque del país y de sus vidas, con escasas perspectivas, conduciéndoles entre sus pechos hasta el edén que la soberbia de Occidente les veta, hasta el paraíso del que tantas veces han oído hablar, cuyos engañosos oropeles creen distinguir brillando más allá del horizonte. Los cuentos de hadas no suelen funcionar en la inmensa mayoría de los casos, y muchos de ellos regresan a su patria cabizbajos, tristes, y mucho más arruinados como seres humanos de lo que lo estaban al salir de ella. Traen en los ojos el dolor que experimenta quien ha conocido todo lo bueno que la vida puede ofrecer, al menos desde el punto de vista de quien prácticamente nada tiene, según el putrefacto estándar occidental, sólo para verse a continuación privado de ello, cuando el extranjero de turno se cansa de su exótico juguete sexual y lo arroja a un lado. No es este drama, por supuesto, exclusivo de la hermosa isla que me acoge, claro está, pero, dada la concepción que del sexo tienen estos amables nativos, cabe decir que llevan este tipo de desengaño con especial tristeza.

La corrupción campa a sus anchas aquí, y lo hace a todos los niveles. Las redes clientelares, al estilo de la antigua Roma, hacen funcionar al país. Sus habitantes aceptan este hecho con la mayor naturalidad del mundo y sin sonrojarse ni un ápice. Nada más iniciarse una conversación, y según los contextos, una vez agotadas las fórmulas de cortesía no es extraño que te pregunten, tranquilamente, qué puedes hacer por ellos, o viceversa. Puede resultar todo lo chusco que se quiera, pero prefiero esta franqueza a la hora de poner las cartas sobre la mesa a la repulsiva cursilería, a la supuesta sutileza canalla que los sinvergüenzas de mi patria utilizan para los mismos menesteres y con iguales fines. Entre esta gente, por lo menos, se sonríe al otro y se le dicen las cosas con prístina claridad, como debe de ser, y si el bisnes no llega a buen puerto, aquí paz y después gloria con idéntica sonrisa.

Este fin de semana visitaremos una playa excepcional, y me han invitado al cumpleaños de un empresario español que reside y trabaja aquí, de manera que espero seguir descubriendo más de cerca la idiosincrasia dominicana y sus paradisíacos paisajes. Veremos y contaremos, pues.

 

 

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