Me sorprende el whatsapp de mi hermano tirado en la playa, en mi oasis particular, y entregado con estudiada saña al dolce far niente que resulta casi de obligado cumplimiento en estas latitudes y en mi situación concreta. Ya casi del todo espabilado, mal que me pese, y apartadas mis meditaciones, me dirijo a mi habitación tras saludar a mis camareros favoritos y a mi instructor de buceo, Franklyn –«Paquito el Chocolatero» por mal nombre para los españoles, Franklyn dixit- un negrazo que ríe a carcajadas jaleando a una yanqui entradita en años y de muy buen ver que se halla en proceso de beberse piscina y media durante la clase de buceo. Se tambalea bajo el peso inclemente de la botella de oxígeno y de los pelotazos ingeridos a esta hora temprana de la mañana, y farfulla no se qué sandeces con el respirador en la boca, provocando el descojone generalizado de propios y extraños.
Me cambio de ropa porque mi hermano me espera para visitar, aprovechando su día libre, uno de los lugares más bellos de esta bella tierra: Cap Cana, la urbanización privada que hizo famosa Donald Trump, el magnate americano. Procura Luis desconectar de toda su frenética actividad diaria dejándose mecer por las olas de este pacífico lugar, como haríamos cualquiera de nosotros. Manejar con eficacia un monstruo de setecientas cincuenta habitaciones, diez restaurantes y diecisiete bares, banco, tiendas, casino y discoteca, junto con una cabaña para actividades tan diversas como el buceo, la pesca o el kite surfing, es un inmenso problema diario de logística que mi hermano, pese a su valía, no podría solucionar sin estar rodeado por un excelente equipo humano con el que departe casi de continuo. Se entiende a la perfección su necesidad de aislamiento y de tranquilidad aunque sea solamente por unas pocas horas.
Viajamos durante treinta kilómetros a bordo del SUV Ford del hotel y llegamos muy en breve a nuestro destino. Hemos sorteado, para no variar, a todo tipo de canallas motorizados, kamikazes de muy diversa laya y condición, pero hemos conseguido llegar indemnes al final del viaje. Ya dentro de la propiedad, nos movemos por carreteras perfectamente asfaltadas, que se abren camino por praderas cuidadas con mimo y meticulosidad. Son anchas zonas robadas a la selva omnipresente, que acecha nuestro devenir a veinte metros escasos, espesa y verde, preñada de vida. De vez en cuando, enormes nubes blancas se alzan desde sus profundidades: se trata de insecticida, con el que los empleados de la urbanización fumigan con frecuencia las entrañas de la criatura esmeralda, para evitar en lo posible el tormento de la miriada de molestos seres alados que de ella nace. Se divisan, cerca de la carretera, numerosas residencias de lujo sin acabar, desangeladas, con ese aire tristón y desamparado que las casas sin habitar exhiben, con sus entrañas desparramadas, sin que las cubra la capa misericordiosa de una techumbre. En esta gran urbanización, como en todas las de similares características, soplan muy distintos vientos según la bonanza económica del momento, y las espléndidas villas se recortan orgullosas contra el horizonte de la jungla o se hunden calladamente en ella, desapareciendo para siempre, del mismo modo que las fortunas de sus habitantes bailan la danza obscena que la vida les marca.
Y si llamativo era el edificio de la entrada, que se halla junto al control de vehículos que da paso a la privilegiada zona, no deja de estremecerme la elegancia de la recepción que antecede a la piscina y a la playa de El Caletón, que así se llama la maravilla que vamos a visitar. Una enorme palapa, que se divisa casi enterrada entre grandes cocoteros y palmeras, abre su fresco porche ante nuestros ojos. Varios automóviles de lujo ocupan el motor lobby, celosamente vigilados por un mozo elegantemente vestido de blanco, y el interior de la recepción reluce con suavidad bajo la luz amortiguada del trópico, que todo lo inunda, acariciando colores y texturas con manos sabias y haciéndolos virar en un formidable caleidoscopio de infinitas variaciones. La decoración, muy cuidada, navega entre un recargado estilo colonial español y ciertos toques marinos francamente atractivos. Lianas y bejucos sujetan, anudados, las intersecciones de las barandillas de madera de palmera, que se abren para dejar paso, al fondo del edificio, a la zona de la piscina. Llegamos a ella saliendo directamente desde la recepción, sin atravesar puerta alguna, siguiendo el diseño de la sala que acabamos de abandonar.
El sol se deja caer en abrasadoras oleadas. Parece mentira, pero tengo la impresión de que, a menos de cincuenta kilómetros de Uvero Alto, el clima es más tropical, más cálido aún que en el noreste que nos acoge. Me comenta mi hermano que es muy posible que así sea, y que él tiene la misma sensación que yo desde que llegó a la isla y descubrió el rincón en el que ahora penetramos. Las aceras son de piedra coralina, de manera que presentan con claridad a la vista del caminante los arabescos magníficos que antiguas colonias marinas trazaron en el lecho del océano al abandonar sus vidas al empuje insobornable del Caribe. Pero lo que en realidad llama inmediatamente la atención, como no puede ser menos, es la magnífica piscina que reluce, zafiro profundo bajo el cielo, milagro a veces glauco que consuela la vista del viajero cansado, mientras ofrece el refugio fresco de sus cuidadas aguas, que cabrillean apenas rizándose bajo la acariciadora brisa. Siente uno algo de respeto a la hora de quebrar la superficie del agua, de alterar la paz inestable de este pedazo de cielo que ha caído en el vaso inmenso de la piscina.
Y mientras me sacuden semejantes sensaciones, mientras adoro con los ojos y con el alma la tranquila hermosura de cuanto estoy contemplando, me doy cuenta de que a unos veinte metros de distancia, las escaleras de coralina bajan, en amplios escalones, hacia la playa que remata este espacio magnífico. Me acerco despacio, sin prisa, saboreando el momento como quien se aproxima a la mujer amada, al sexo insondable, húmedo y feroz que espera sediento la respuesta a su llamada. Siento, curiosamente, como si estuviera regresando a una patria cósmica que aún no es la mía, a la cuna de una humanidad muy anterior a mi, y a punto están de caérseme las lágrimas ante la panorámica que diviso, anonadado por la grandiosidad del espectáculo.
Azul, blanco y verde se entrelazan a mi alrededor en un ballet enloquecido y, sin embargo, perfectamente dosificado en su difícil sencillez. La arena es la más blanca que he visto en mi vida, y no quema los pies pese a la elevada temperatura que nos envuelve a la una de la tarde y bajo este sol cruel. Suavísima y muy fina, conserva aún las gotas del reciente chubasco, soportando el peso de las tumbonas de teca que proliferan por la playa. En la zona que el mar baña continuamente, el color vira a un crema cálido y acogedor, que no me resisto a hollar de inmediato para sentir su áspera caricia en los pies y en el corazón. Cocoteros de altas copas, acribillados sus troncos por los picos inmisericordes de los pájaros carpinteros que aquí abundan, regalan su preciada sombra, al tiempo que sus hojas juegan con la brisa marina y con la luz, inundando la playa con una hermosa danza de espectros sobre la arena.
Y rematando la divina escena, la leyenda increíble que acaba de materializarse ante mi, ese cuento de piratas tantas veces soñado, el mar. El efecto del blanco y el azul es devastador, poderoso, imparable. Deseas, súbitamente, zambullirte en esa superficie que te espera, prometedora y voluptuosa; olvidarte de quién eres, de a dónde conduce tu singladura personal, tu trayectoria bajo la cúpula del mundo, dejando atrás pasado, presente y futuro, para nadar, libre por fin, entre esas ondas azules y tibias, primigenias, que inundan el seno de Gaia como el líquido amniótico de una madre universal, infinita. Siempre el Caribe, levantisco, gallardo, explosivamente preñado de vida. La cala en la que nos hallamos tendrá poco más de trescientos metros de anchura, extensión suficiente como para poder apreciar el azul clarísimo y limpio de sus aguas, algo bravas ahora. Posiblemente, mar de fondo debida a vientos más audaces que días atrás han agitado el corazón de la vasta extensión de agua, y que hoy rompe sin descanso contra nuestros cuerpos, ansiosos por sentir su frescura. Como es lógico, he dejado la piscina para más adelante, para después de la comida. No puedo esperar más para sumergirme en la espléndida criatura multiforme que despliega sus mejores galas ante mí, para mí. Huele el Caribe con una fragancia más recatada y suave que el Mediterráneo, por ejemplo, aunque otra cosa pudiera suponerse, visto el carácter alegre y peligroso de estas aguas, y huele más y mejor este Caribe que el que baña nuestro hotel.
En el extremo izquierdo de la cala, un pequeño mirador soporta impávido el incansable castigo que le propinan, de consuno, agua y viento, empapándole de salada y limpia espuma. Aquí se fotografían los recién casados que vienen hasta este rincón inmortal a celebrar sus esponsales. Hay toda una floreciente industria en la isla dedicada a semejante menester, y las interminables sesiones fotográfica que he podido presenciar en el rato que llevamos aquí resultan de lo más hilarante, por lo cursis y forzadas. La playa está, por fortuna, muy poco frecuentada, pero, aún así, las poses a las que curtidos profesionales del objetivo y la lente someten a sus víctimas contribuyen a animar nuestra tranquila estancia, viendo, entre otras cosas, los achares que sufren los pobres recién casados ante el cachondeo generalizado que provocan sus peripecias fotográficas, sus ropas empapadas y sus poses pretendidamente eróticas y picaronas. En fin, el resultado es casi el mismo que el de una sesión fotográfica de una boda celebrada en mi país, pero sustituyendo el inefable parque o el castillo por un mundo improbable, feliz, de arena y agua, que aporta un mínimo toque mimosón y exótico a las siempre aburridas fotos sobre el evento.
Tras divertirme con las evoluciones de una novia joven, bella y pícara, de soberbias piernas, que hace que su marido quede como el pisaverde que sin duda es, salgo del agua calándome el jipijapa que mi hermano me ha regalado -pensando en que es ése mucho arroz para tan poco pollo, claro- y nos dirigimos a La Palapa, el restaurante italiano que se yergue en la margen izquierda de la cala, tras el mirador. Hermoso y limpio, está dirigido porMarina, una encantadora barcelonesa amiga de mi hermano, que nos obsequia invitándonos a una deliciosa comida. Frente a mí, rompe bravía la mar contra un pequeño muelle, y en la lejanía puedo divisar El Farallón, que así llaman a una enorme prominencia rocosa, alta y alargada, desde cuya cumbre se contempla toda la urbanización, y un campo de golf que llega hasta el mismo borde del mar, sobre un pequeño acantilado. Un pájaro clásico de la isla, similar a un mirlo, de plumaje negro brillante y vivos ojos amarillos, nos asalta descaradamente en busca de alimento, y se acerca tanto que está a punto de comer de la mano de mi hermano. Nos comenta Marina que estos audaces piratas del aire – conocidos como «judíos» o cinchilines– destapan, incluso, los tarros de las distintas variedades de azúcar de las que dispone el restaurante, y que nada ni nadie es capaz de detener su insaciable ansia de alimento y de aventura…
Y tras los inevitables cafés, atacamos la piscina. La tarde, cálida, deliciosa, amable, está comenzando a caer. Tenemos la piscina para los dos solos, y se nos antoja tan grande como el propio Caribe, que respira ahora mucho más tranquilo en las cercanías. La luz es ya incierta y el sol, una inmensa bola de fuego vivo entre las grandes hojas de bordes quebrados, inicia su sempiterna retirada, su eterno ritual de oscuridades, de diarias desapariciones. Una penumbra aterciopelada, acariciadora y susurrante, estalla con dulzura en las profundidades de la selva que nos rodea, invadiéndolo todo con la esencia reparadora de la noche caribeña, bella entre las noches bellas, fragante y salvaje como la brea que el océano arrastra.
Es hora de volver. Nuestro cuartel nos espera a lo lejos, allá dónde el noreste trenza negras cabelleras de coléricas nubes sobre la isla, donde el agua es más brava y la arena más dorada, donde el mar que nos da la vida brama atronador noche y día, para recordarnos que es principio y final de todas las cosas, dador de vida y de muerte, por siempre altivo, desmemoriado y ajeno.
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