Andaba metido hasta el cuello en mi jacuzzi favorito esta mañana, dejándome acariciar por los potentes chorros de burbujas. El continuo golpeteo del agua y el agradable masaje resultante inducen, sin duda, a la meditación y al relax. Siguiendo, además, mi inveterada costumbre de huir de las multitudes, he tardado muy poco en averiguar la localización de las piscinas más tranquilas del complejo, y de los rincones menos frecuentados del mismo.
Resulta francamente placentero encontrar oasis de auténtica calma cuando uno está acompañado por una turbamulta vociferante que no hace más que chupar copas de todas las clases de manera continua, como si las fueran a prohibir mañana, para acabar aullando a la luna con toda la fuerza que otorgan unos pulmones encharcados en alcohol y un cerebro huero, así sean las tres de la tarde. Me encontraba, por tanto, en esa agradable disposición de ánimo, tan cara al hombre moderno, que consiste en disfrutar de los propios pensamientos mientras no hace uno absolutamente nada más que oír, en mi caso, el hipnótico atronar del agua a mi alrededor.
Y de esta guisa, contemplando el sensual cimbrear de los cocoteros y las elegantes evoluciones de algún ave tropical desconocida, reparé de súbito en que cualquier hombre digno de ese apelativo podría muy bien pelear por sus sueños bajo este cielo insultantemente azul, limpio, sin ambages ni engaños, luchando por insuflarles el soplo divino de la existencia. Podría, ese hipotético vagabundo cósmico, abrirse camino en esta tierra, que se me antoja llena de oportunidades, a base de trabajo, coraje, voluntad y habilidad. No parece ser hora ya de bucaneros, de filibusteros, de piratas, de la hermandad de la costa, aunque otra cosa pudiera parecer tras leer la prensa o escuchar las noticias. Las patentes de corso, esos monumentos infames al cinismo de los estados y a la doblez de los seres humanos, carecen ya de sentido, o al menos del que tuvieron durante los años legendarios de estas aguas magníficas, bravas y sangrientas, tan llenas de historia.
Hoy día, la fortuna espera al aventurero en lugares muy diferentes, en sitios muy distintos al puente de mando de una veloz carraca o al vientre cuajado de cañones de un galeón español. Se trata, sin lugar a dudas, de una singladura de similar porte, eso sí, pero las circunstancias, los lugares y las armas necesarias para acometer la empresa se han adaptado a nuestras actuales circunstancias, lo cual no quiere decir que la hazaña sea menos peligrosa ni menos cruel el camino que lleva a su consecución.
Al tiempo que escucho el mensaje cristalino del agua estallando en limpios surtidores a mi alrededor, recuerdo que en pocas horas asistiremos al cumpleaños de uno de los principales empresarios españoles de esta isla. Amigo de mi hermano, ha tenido la amabilidad de hacer extensiva su invitación a mi persona, detalle que le agradezco de corazón. Me apetece sobremanera trabar contacto, cuanto más estrecho mejor, con la élite empresarial que, viniendo desde mi tierra, ha sido capaz de labrarse un futuro al socaire de esta arenas ardientes, de este pueblo alegre y casi por completo inocente. Quiero conocer de primera mano sus rumbos, el detalle de sus particulares derrotas, trazadas sobre el mapa fecundo de este rincón del mundo; necesito escuchar de sus labios el relato veraz, aunque aderezado por el ron y el orgullo, de sus andanzas isleñas, del devenir personal e irrepetible que les ha llevado hasta la cima del éxito. Se me hace necesario admirar, bajo la luz de las antorchas y con los pies casi enterrados en la blanca arena, los labios jugosos de sus cortesanas morenas, el brillo seductor de los ojos de los trofeos tan duramente conquistados, tan efímeros, tan adorablemente falsos y vacíos, y envidiar, por qué no, los frutos del éxito en su plena sazón.
Una placentera ducha, tan necesaria aquí que jamás saldrías de debajo del potente chorro de agua. Escoger cuidadosamente la indumentaria para la ocasión, aunque sin contar, ni muchísimo menos, con mi vestuario al completo. Yacen mis mejores galas a siete mil kilómetros de abrumadora distancia, junto a lo más granado de mi vida, de mis recuerdos. Pero, pese a ello, pese a no contar en la agenda inicial de mi viaje con una fiesta de la jet set caribeña, el húmedo fondo de mi armario isleño, mi práctica en estas lides y mis años, acuden en mi auxilio en la hora incierta que vivo, ayudándome a sacar un brillo mortecino pero sumamente atractivo de mis plumas ajadas, añejas, pero rectas aún y capaces de elevarme todavía, de situarme a la altura que deseo, de proporcionarme perspectiva aérea.
Acabo de atildarme y aún me sobra tiempo para asomarme un rato a mi cálida terraza. Acodado sobre la barandilla metálica, escucho la voz potente de las cercanas aguas y escudriño la oscuridad creciente en busca de las blancas crestas de espuma que las olas lanzan, encrespadas, contra la arena de la playa, paciente y dorada. En otros tiempos, no demasiado lejanos, hubiera sido el momento ideal -sospechosamente, casi todos lo eran- para degustar un cigarrillo o para encender un buen veguero, de los que abundan en esta tierra, aromáticos, suaves y fragantes. Pero no toca, no es así. Lejos del Camel y de los productos de la isla plenos de amarga nicotina, saboreo un ron con hielo, y busco en el dorado licor, en las atractivas ondas que el agua produce en su seno, el consuelo que otrora me concedía el malhadado humo, el alejamiento contemplativo que sus volutas me proporcionaban en situaciones como ésta. Ascendían, entonces, se perdían en el azul, y se llevaban consigo parte de mis secretos deseos, de mis fantasmas y de mis ensoñaciones, dejándolas sin mayor esfuerzo en el húmedo regazo de los dioses de mis padres, que hoy me niegan su presencia, que no consienten en colmar mis ansias ni en contestar a mis preguntas, malditos sean.
Llega la hora de partir hacia la fiesta, que se celebrará en el hotel que mi hermano regentaba hace tan sólo tres meses. Se trata de otro enorme complejo, pero de muy distinto estilo al que actualmente dirige Luis, entre otras cosas porque está enfocado hacia un cliente de diferentes gustos y aficiones. Frente al hotel, y mientras aparcamos el vehículo, contemplo a duras penas el espectacular manglar que lo rodea, cuajado de vida que ya se oculta siguiendo los ritmos vitales que la luz marca. Entretejidos con los mangles, multitud de enormes bambúes cobijas entre sus hojas una populosa tribu de criaturas aéreas, que comienzan a buscar acomodo para pasar la noche. Grandes tortugas, que acuden al pantalán sobre el que me hallo, acostumbradas a que los turistas las alimenten, remueven las aguas oscuras y ácidas bajo la mirada fija, casi hipnótica, de elegantes garzas de ojos amarillos. Una focha zangolotea a escasos metros de mí, sin recato alguno ante la presencia humana, sujetándose sobre las raíces de los mangles, que buscan su ayer hundiéndose en las aguas.
Tras la calurosa bienvenida que dispensan a mi hermano sus antiguos trabajadores, quienes expresan en voz alta su interés por seguir trabajando con Luis, subimos a una guagua que nos llevará hasta el restaurante anexo a la playa donde se celebrará el ágape. Recién decorado en suaves tonos de azul y con motivos marineros, admiro su estilo mientras saludo al jefe de mi hermano, que además es su amigo, y a su esposa, responsable de la decoración que contemplo. Se suceden las presentaciones y los saludos, que suelen ser cariñosos abrazos en lo que a mi hermano se refiere. Compruebo, con el orgullo propio de quien le quiere y de quien es mayor que él, que mi pequeño gran hermano se ha hecho sitio en esta sociedad isleña, que su hombría de bien y su seriedad en el trabajo le han granjeado el respeto y la admiración de quienes nos rodean, flor y nata de los empresarios españoles bajo el cielo dominicano.
La comida y la bebida, ambas de excelente calidad, se hallan por doquier. Barras de sushi, alimentos locales, frutas, embutidos y mil delicatessen, como aperitivo, compiten con los sabores de las más nobles ginebras, de los obligados cócteles, del ron dominicano ,dulce y tostado, o de los whiskies de malta. Me deleito con un daiquirí de fresa recién preparado, mientras el viento marino llega, cálido y salado, hasta nosotros. Agita alegremente las llamas de las antorchas que iluminan tenuemente la playa, llena de sombrillas y de oasis, de arena blanca y limpia. Un par de barcas varadas casi completan la ensoñación, de manera que falta sólo un par de piratas departiendo junto al mar para transportarnos a tiempos pretéritos.
Una legión de cocineros, camareros y sus respectivos ayudantes, pulula por el local. Enloquecidos como blancas polillas tras la luz, intentan dar lo mejor de sí mismos, conscientes de que entre los invitados se halla la plana mayor de sus jefes. Relucen los cubiertos, los vasos y las copas, sobre la impecable blancura de los manteles, que esperan a los comensales desde hace ya muchas horas. A mi mesa se sientan un par de bellezas, madre e hija, y otra mujer menos interesante que ambas, al menos físicamente.
Pero en estos momentos no es el indudable atractivo de mis compañeras de ágape lo que me atrae; mi mente está en otros asuntos. Se juega a mi alrededor una de las esgrimas más fascinantes que conozco, la del lenguaje mundano y despreocupado, la de las poses elegantes y estudiadas, la que consiste en ver y en dejarse ver. Ocultan semejantes maniobras, cuando se ejecutan entre gentes similares a las que me rodean, intereses mucho más prosáicos que los propios de la mera vida social, pero igualmente apasionantes a la hora de perseguirlos: dinero, prestigio, fama, poder. Es este un juego cuyas reglas conozco a la perfección, que he jugado en infinidad de ocasiones, si bien es cierto que con resultados meramente dignos, pero es la partida lo que me embelesa, no su desenlace. No me resisto a pensar que mi estrella podría alzarse, rutilante, bajo este sol de fuego, entre estas arenas blancas y crueles. Ascendería hacia su cenit, brillando poderosa, inundándolo todo con su calor y su fuerza… aunque, conociéndome como me conozco, su esplendor se apagaría pronto, poco a poco, consumida su vida por la energía desbordante que derrocharía, dejando a su paso un ligero aroma de leyenda, fragantes recuerdos de su magnífico viaje, y muy poco más.
Una bella mulata, con un sencillo y sensual traje de noche blanco y flanqueada por tres músicos, rompe el creciente rumor de las conversaciones atacando Summertime con voz de negra seda. Las notas de esta hermosa canción, que resulta ser una de mis favoritas, me sacan de mis ensoñaciones y me centran en la mesa a las que nos sentamos y en la conversación que en ella se desarrolla, agradable, civilizada, inofensiva. Para después de los postres, procuraré visitar los corrillos que se irán formando ineludiblemente, centrándome en los de aquellas personas que acabo de conocer, intentando así percibir mejor el latido de la vida económica de la isla, las oportunidades profesionales y laborales que pueda ofrecer esta tierra a un nómada como yo. Tampoco será cuestión de desdeñar la conversación que pueda entablar con alguna de las beldades que mariposean por las cercanías, exhibiendo todos y cada uno de sus colores, de sus encantos. Despliegan, indolentes, toda la panoplia voluptuosa de sus armas de mujer, y sonrío para mis adentros mientras me doy cuenta de que la danza de las aves del paraíso es idéntica sea cual fuere el color del cielo bajo el que se celebra, la latitud de la tierra que la acoge. No parece que pinte mal la noche, vive Dios.
Pero repentinamente, y al tiempo que la mulata sonríe con dulzura y acaba su actuación, al menos de momento, estalla una alegre barahúnda a mi alrededor. Por el rabillo del ojo, y hace algunos minutos, me ha parecido distinguir entre las sombras del pasillo que lleva a la cocina, a tres morenas ataviadas con grandes adornos de plumas y de lentejuelas. Esperan para ofrecer al amigo que celebra su fiesta lo que aquí se llama el Feliz Cumpleaños Dominicano, que, según podré comprobar en pocos minutos, es una versión del clásico Happy Birthday llena de grandes dentaduras blancas, rítmicas danzas a la manera de esta gente, y algún que otro jipío más o menos acertado. Y, en efecto, súbitamente, las mulatonas se acercan a nuestro anfitrión y comienza el espectáculo. Pero lo más divertido, lo absolutamente caribeño, llega a continuación. Camareros, camareras y algún que otro cocinero, olvidando sus exquisitos modales y su excelente trato al cliente, saltan, bailan y cantan arrobados alrededor del protagonista de la velada, con el mismo entusiasmo que si les fuera la vida en ello, dándole palmadas en la espalda y abrazándole. Mientras actúan así, comienzan a hacer el trenecito por todo el salón al ritmo de la misma canción que van cantando durante sus buenos cinco minutos, hasta que parecen ir recobrando la calma, el aplomo y la profesionalidad perdidas tan de repente. Sirven entonces cafés y copas como si aquí no hubiera pasado nada, tan serios y serviciales como cuando comenzó la cena. Tremendos, estos caribeños, doy fe.
Y acabada la copa, mi gozo en un pozo. Cuando estoy dispuesto a indagar en las opiniones de mis nuevos conocidos, son algo más de las doce de la noche. Mi hermano, que ha venido conduciendo hasta aquí porque yo no tengo licencia, obviamente, se levanta a diario a las seis de la mañana, y aunque algunos amigos amagan con tomar unas copas en el cercano Bávaro, el asunto no pasa de un tímido approach, que desde luego apoyo con todas mis ganas. Vano intento. Hay que rendirse a las razones prácticas que esgrime mi querido chófer, de manera que abandonamos el sarao en el mejor momento, con todos los invitados calentando motores y sin prisa alguna por retirarse, dispuestos ya para la charla y el copeteo, entre el humo amable y espeso de los vegueros, para seguir después la velada en otros locales de las inmediaciones. Tendré que esperar a otra visita a la isla para saber si me hubiera acogido entre sus gentes como ha hecho con mi hermano. En otro viaje, quizá, que ignoro si llegará a cuajar ni cuándo lo hará, si es ese el caso, intentaré escuchar el rítmico latir de las finanzas que surcan la geografía de la República Dominicana, dotándola de su peculiar vida y de una dosis de esperanza en el futuro que espero y deseo que se corresponda con la realidad, por el bien de esta nación y de sus buenas gentes. Trataré de averiguar, aunque no sé si me quedará esperanza alguna cuando ese día llegue, si La Española oculta, enterrada en verde, blanco y azul, una lozana promesa de prosperidad, de paz y de tranquilidad, para el viejo corazón que se niega, tozudo, a dejar de latir en mi pecho.
El viento del norte castiga, bárbaramente, la costa de la que nos alejamos, y las nubes que comienzan a ocultar la luna llena avanzan junto a nosotros, como etéreos custodios.
Mi viaje se aproxima a su fin.
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