Una suave brisa sopla desde la cercana jungla, haciendo cabrillear la limpia espuma sobre las olas que rompen alegres contra la playa. La blanquísima arena refleja y multiplica la cegadora luz de esta tierra abrasada, expandiendo el calor atroz con cruel eficacia. A trescientos metros de la orilla, fondeada en la azul inmensidad como un amenazador presagio, se adivina la negra silueta de un navío. Esta enorme y desgarbada cáscara de nuez, arrostrando peligros inimaginables, ha traído a su agotada tripulación hasta estos parajes, siguiendo la visión, aparentemente descabellada, de un hombre único, de un iluminado.
Hendiendo la apacible superficie, que destella en purísimos azules, un esquife desportillado avanza hacia la playa. Ojos de dura expresión a bordo, reflejos acerados que el sol arranca de morriones y de petos, de espadas y arcabuces. Un par de frailes sufre los tormentos del Tártaro, aprisionados en sus hábitos de grueso paño, junto a los ceñudos hombres de armas. Y en la proa de la frágil embarcación, con la entrecana melena al viento, el hombre que más tarde será nombrado Almirante de la Mar Océana por los soberanos a quienes sirve, sujeta firmemente un pendón de Castilla, bajo la mirada reverencial de un notario del reino, un funcionario ratonil y poco aficionado a la aventura, que a duras penas mantiene el tipo bajo el embate continuo e inmisericorde de la sal y de las olas.
Salta al agua nuestro hombre antes de que la embarcación entierre la proa en la cálida arena, impaciente por pisar la bendita ribera de un Nuevo Mundo. Ante él, se despliega en un fugaz momento un esbozo, apenas adivinado, de la formidable epopeya que acaba de abrirse ante la Humanidad, de la aventura maravillosa que aguarda al hombre oculta tras el lujurioso dosel verde de la cercana selva: ya nada volverá a ser nunca lo mismo; el mundo ya no podrá ser explicado ni entendido, en adelante, sin recordar la cruda luz de la mañana de este 12 de octubre de 1492, mientras el enigmático genovés reclama esta nueva inmensidad para la corona de España. Unos ojos recelosos contemplan la escena, ocultos en la húmeda espesura…
…Siento en los riñones la titánica aceleración que consigue lanzar al magnífico pájaro de plata y gules más allá del temido punto sin retorno. Envueltos en el atronador estruendo de los grandes motores gemelos, despegamos con una suavidad que he echado francamente de menos en mis últimas peripecias aéreas. Qué magnífica es la soberbia humana, qué divinamente insultante resulta su eficacia. A ningun lugar hubiera llegado el hombre sin el concurso de este elegante pecado. En ocasiones como esta, no deja de asombrarme el control que el hombre ejerce sobre las leyes físicas que rigen la parte del Universo que él conoce. Por muchas ecuaciones que lo expliquen, por clara que sea, con arreglo a la física más elemental, el vuelo de una aeronave, jamás dejará de hechizarme la contemplación de su elegante silueta contra el bellísimo dosel azul que acuna al mundo.
Claro está que yo no soy el ilustre genovés, ni ninguno de los gigantes que, poco a poco, desvelarían los fabulosos misterios del recién descubierto continente. Muy a pesar de mis deseos de juventud, he llegado muy tarde a esta vida como para poder participar de la edad dorada de la exploración, de los grandes descubrimientos. Me limito, como un modesto e irreverente Jonás aéreo, a viajar en el vientre de la bestia, con el triste convencimiento de que no quedan ya fronteras que superar, misterios que desvelar o héroes a los que emular. Pero me dirijo, intrigado y contento en la medida de mis posibilidades, al encuentro con un nuevo destino. Gracias al cariño de mi querido hermano Luis, en poco más de cuatro horas, estaré pisando de nuevo las míticas arenas del Caribe español. Conservo muy buenos recuerdos de mi viaje a Cuba, y quiero pensar que La Española me acogerá con el mismo cariño con que lo hizo El Caimán.
Y aún sin ser Colón, Cortés o Pizarro, mis entrañas me dicen que la emoción que siento al pisar estas tierras sublimes tiene mucho que ver con la que experimentaban mis aguerridos compatriotas. Al fin y a la postre, y pese a Heráclito, ellos y yo contemplamos, al arribar a destino, el mismo paisaje increíble, la misma llanura azul e inconmensurable, rematada por idénticos horizontes de añil y de fuego, mientras el verde y el blanco se turnan en un voluptuoso ballet, para embellecer esas legendarias latitudes. Carezco yo del temor reverencial ante lo nuevo que proporciona la ignorancia, y que supongo que abrumaría ocasionalmente a los conquistadores, pero sigo sintiendo una genuina alegría al comprobar que muchas de las cosas hermosas de este hermoso planeta existen en la realidad. Puedo olerlas, saborearlas y contemplarlas en vivo y en directo, como si cobrasen vida repentinamente ante mis ojos cansados, como si un milagro primigenio y poderoso arrancase las sugerentes imágenes que todos conocemos de su rígida existencia de papel couché, insuflándolas el soplo divino que las hace presentes y espléndidamente reales, estruendosamente ciertas. Brillan como gemas en la oscuridad aterciopelada de mis días y de mis noches, porque un piadoso demiurgo, cuyo nombre desconozco y cuya existencia niego, las ha puesto en su lugar para permitirme gozar de su veracidad, de su ígnea presencia.
Llegaré al Caribe a las 20,50 hora local, aunque merced a ese divertido birlibirloque de los husos horarios, serán más de las doce de la noche en mi patria, tan querida y lejana ya. Arropado por la presencia imprescindible de los míos, por su salvífico recuerdo y por el abrazo emocionado de mi hermano, me apresto para contemplar el rostro alegre de una nueva noche caribeña, bajo las refulgentes estrellas del trópico.
He vuelto.
[…] años más tarde al llegar a la República Dominicana -me permito sugerir la lectura de mis Cartas Caribes, en este mismo blog- siento una espantosa e instantánea ola de calor que me golpea todo el […]