«¿Y sabe el peregrino, por ventura, en qué recodo del camino le espera la sepultura?»
Anónimo, España, siglo XVI
La habitación en la que me hallo está decorada con suaves tonos, todos ellos basados en un cálido color crema. Me encuentro acostado en una cama que reposa solo sobre dos grandes patas redondas, colocadas bajo su colchón y centradas a lo largo del mismo. Oigo el lento zumbido de un ventilador que hay sobre mi. Sus blancas aspas giran despacio mientras me refrescan el rostro sudoroso, la frente empapada. A mi izquierda, el ventanal de siempre; hoy, una luz amarillenta y verdosa entra enfermiza a través del cristal. En la otra orilla del cenagoso río que sé que discurre junto a mi prisión, algunos grandes y amenazadores edificios en sombras parecen contemplar la escena que se desarrolla a mi alrededor.
Algunos médicos cuchichean entre sí mientras me observan. Tanta conversación a hurtadillas me da muy mala espina, no puede referirse a nada bueno. Acaban de desconectar un aparato enorme, plagado de lentes y de agujas, con el que han estado examinándome. Y han llegado a una conclusión clarísima: me estoy muriendo. Me muero a chorros, sin remisión alguna.
Llamo a las enfermeras y les digo que avisen rápidamente a mi familia, a mis seres queridos; no me aterra morir, sino la posibilidad de no poder despedirme de ellos. No quiero adentrarme en un territorio que parezco estar empezando a conocer demasiado bien sin abrazarles con las pocas fuerzas que me quedan, sin decirles cuantísimo les amo, lo afortunado que me siento por haber compartido mi vida con ellos.
La enfermera, que es hija de mi amigo PM -a quien hace años que no veo en el mundo real y con quien volveré a soñar en breve- me mira un tanto displicente y no hace gesto alguno que me indique que va a darle curso a mi petición. Le insisto una vez más, le ruego por lo que más quiera que llame a mi pareja, a mi madre, a mis hijos y a mi hermano. Nada de nada; me contesta que todavía es pronto, aunque yo sé que me queda muy poca vida por delante. No sé cómo calcularán el tiempo que reste antes de mi fallecimiento, pero creo que es cuestión de minutos tan solo. Porque en este enloquecido entorno, alguien sabe exactamente en qué momento dejaré de existir, aunque no revela ese dato.
Repentinamente, me encuentro en el interior de un bar típico de cualquier pueblo español. Pintadas sus paredes de color burdeos claro, las sillas y mesas son de formica que imita a madera; sus esquinas están desportilladas por el uso y las supuestas vetas de la falsa madera se han borrado bajo el roce de innumerables generaciones de manos, de vasos y de brazos. Estoy subido a un taburete -no alcanzo a comprender cómo soy capaz de mantenerme en él sin irme de cabeza al suelo- y recuesto la espalda contra el borde de la barra, una madera gruesa y redondeada pintada a brochazo limpio en el mismo tono que las paredes. Miro hacia la entrada del local y percibo que se encuentra lleno de personas a las que conozco: mi familia, mis amigos, compañeros de carrera y de afición, personajes imaginarios con cuyas aventuras alguna vez disfruté, un par de médicos y dos o tres enfermeras. El bar se alza en una casa edificada sobre una cima erguida junto a un alto precipicio; por una de sus ventanas, acierto a ver las paredes inmensas de la gigantesca montaña que tenemos enfrente. Me recuerda mucho al Gran Capitán, la colosal pared de piedra del Parque Nacional del Yosemite, en California, Estados Unidos.
Todos ellos me observan en silencio, porque esperan el desenlace de un momento a otro. A mi lado, la hija de PM, que me mira muy tranquila, aunque angustiada de verdad, como si estuviera segura de que va a producirse alguna novedad en cualquier instante. Y justo frente a mi, mi pareja me mira con infinita tristeza, cogida de la mano de su hermano Javier. Tiene el pelo rubio, como cuando la conocí, y va vestida con un traje de tonos morados que me gustaba mucho. Me horroriza dejarla sola, pero no puedo hacer nada más, no puedo resistirme al frío abrazo que me lleva persiguiendo ya tanto tiempo. Tira de mi con una fuerza tremenda; ha hecho presa, ha clavado los dientes en mi vida y no parece dispuesto a dejarme escapar.
Sobre mi, en el techo del local, que no es demasiado elevado, hay una especie de chivato de alarma, similar a los extintores que pueden verse en multitud de establecimientos. La mujer de PM, que también resulta ser enfermera -por supuesto, no lo será cuando yo despierte-, se acerca a mi y me comenta compungida que si la medicación que tiene en la mano no consigue que yo recupere mi ritmo respiratorio normal, ya no habrá nada que hacer. Me inyecta aquella sustancia y me dice que mire fijamente la alarma del techo: tengo que concentrarme en respirar para poder conseguir que despida pequeñas chispas eléctricas. Si las veo, la cosa va por buen camino, si no… Ahora creo que, en realidad, las chispas no eran más que las burbujas que despedían los aerosoles que me aplicaban para mejorar mi respiración y que chasqueaban malolientes junto a mi boca, pero lo cierto es que esta afirmación es más bien fruto de la reflexión posterior al sueño que de una certidumbre total.
Oigo bullir en el piso de arriba a uno de mis enfermeros, cuyo nombre no acabo de recordar. Solamente se que es bastante joven, que es un imbécil y que me resulta francamente antipático; no es un hombre que trabaje con los enfermos por vocación. No pretende más que ganarse la vida de un modo relativamente cómodo, y eso se nota a la perfección en su trato: no hay ni pizca de cariño en él, es un gañán que vive y trabaja asustado, a la defensiva; se trata de aliviar el tango cuanto antes, de rellenar el expediente y de poner el cazo a fin de mes, poca cosa más. Está vestido con una estrafalaria túnica negra llena de estrellas de plata y se toca con un cucurucho de idéntica factura: es lo más parecido que he visto en mi vida a un lastimoso fantoche de esos a los que la insoportable vulgaridad del Halloween nos tiene acostumbrados de unos años a esta parte.
Pero la cosa carece completamente de gracia. Está esperando mi muerte y rogándole de rodillas a una extraña deidad cuyo nombre es Gatofierobrujobrujo (un espantoso personaje de los cuentos de mi infancia, grotesco y ridículo) que me lleve a los infiernos con él. Está convencido de que voy a morir en breve y hace lo posible porque acabe pasando la eternidad en tan horrenda compañía. Ignoro por qué me desea tanto mal, a no ser que la ojeriza que le tengo sea mutua. Recita una letanía que no recuerdo; su sonido asemeja una plegaria, un ruego a los dioses oscuros del otro lado, a los que veo sonreír con dientes de brillante acero.
Como me siento al borde de la muerte con total claridad, le pido a la hija de mi amigo un último deseo, que estoy convencido de que me va a conceder: quiero beberme un refresco de cola, porque tengo la boca sequísima, tal es el miedo que siento. La enfermera sale disparada para cumplir con mi encargo. En la vida real, llevo tres meses de ayuno absoluto: no he comido ni bebido sustancia alguna. Todos los alimentos que me dan la fuerza para continuar han sido sustituidos por productos médicos y farmacológicos ad hoc, y el líquido que ingiero es suero intravenoso, ni más ni menos. Supongo que de ahí viene una última petición tan poco solemne e incongruente como la que acabo de relatar.
En ese momento, me veo en el tanatorio del hospital donde me encuentro. Es un lugar muy brillante y limpio, con infinidad de salas abarrotadas de personas que vienen a despedirse de sus difuntos, a velarles por última vez. Veo gentes de todas las razas y credos; hay niños que corretean por allí y abuelas que charlan como solamente pueden hacerlo las personas de avanzada edad en semejantes circunstancias, cuando el instinto de defensa se superpone a la pena y a los roles sociales. Vuelvo a llamar a mi enfermera; necesito que se de prisa, mi fin es inminente. Están empezando a preparar mi velatorio, lo veo con meridiana claridad, no me lo pueden negar.
Respiro con toda mi alma, a pleno pulmón. Respiro llenándome completamente de aire y a cada bocanada que exhalo fijo mi atención en la alarma del techo, mientras intento distinguir las chispitas de las que me hablaba la mujer de mi amigo. Al principio, y para mi desesperación, no consigo ver ni una; poco a poco, al tiempo que mi falsa enfermera me da ánimos y me ruega que no me rinda, empiezan a saltar las anheladas chispas, cada vez en mayor número, cada vez más brillantes e intensas.
Aparece por allí L, uno de mis médicos, siempre amable y cariñoso.
-¿Cómo vamos, Mariano? -me pregunta el galeno.
-Pues, hombre, L, te puedes figurar -le contesto, un tanto sorprendido por la estupidez de la pregunta- estoy muriéndome, así que hazte una idea…
Se me queda mirando fijamente, parado en seco. Coge el sobado informe que cuelga de los pies de mi cama -en la realidad no hay informe alguno- y lo repasa con atención durante unos minutos que se me antojan horas, muy concentrado en lo que está leyendo. Al cabo, deja que el informe vuelva a colgar de su cordón y me mira de nuevo.
-¿Se puede saber quién le ha dicho a usted semejante barbaridad? No solo no se está muriendo, sino que está mejorando a toda velocidad. Muy en breve, a casa -me espeta, sonriendo de oreja a oreja.
El alivio que siento no se puede describir con palabras. En ese instante entiendo por qué mi enfermera no quería avisar a mi familia; ella tenía claro que yo no iba a fallecer. Aparece con mi refresco de cola en la mano y se da la vuelta a toda velocidad, muy enfadada; se diría que mi falta de fe la ha molestado, porque no vuelvo a verla más. En el piso de arriba, el enfermero está lleno de ira: su dios no ha conseguido arrastrarme con él; dice algo así como : «!Se ha vuelto a escapar, no me lo puedo creer!», y la enfermera que me inyectó la medicación sonríe y me abraza estrechamente.
-Sigues aquí, Mariano; lo has conseguido, ¡qué fuerte eres, amigo! – grita, y la sonrisa le baña el lindo rostro.
Me relajo por completo. He conseguido pasar la crisis, al menos en esta ocasión. Lo curioso del caso es que tendré este mismo sueño, con muy ligeras variantes, dos o tres veces más… es decir, un número similar al de los momentos en los que mi vida corrió gravísimo peligro, según supe más tarde.
Comienzo a sumirme en un agradable olvido, en una nada blanca y algodonosa que me envuelve por completo. Las luces de mi habitación se apagan muy poco a poco; oigo hablar a mi pareja y a mi madre, pero no entiendo lo que están diciendo. A pesar de estar dormido, o casi, me encuentro alegre y animado: he vuelto a esquivar a la dama oscura, aunque noto en las entrañas que me quedan todavía varios combates atroces que librar.
Un dragón de color naranja me esperará, muy en breve, en el borde de un acantilado. Es un regalo para mi, pero todo tiene un precio en la vida…
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