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Cinco de diciembre

navidad

Hoy es el día cinco de diciembre de 2015. Un día más, uno como otro cualquiera de los otros de este año, o del pasado, o del anterior. Desde la ventana de mi despacho, oigo los mismos sonidos cotidianos, el mismo latir de mi ciudad. El chatarrero sigue voceando inmisericorde sus míseros negocios y los dominicanos que viven en la calle Quesada aún no han ajustado el volumen de su portero automático, así que toda la vecindad conoce sus ruidosas andanzas narradas a viva voz, sin pudor alguno, por ellos y por sus frecuentes visitas. La cercana iglesia sigue marcando el paso de las horas con una campana de profundo tañer y los bocinazos del denso tráfico, profundamente antipáticos, continúan importunándonos a todos mientras se oyen a lo lejos los gritos alegres de la chiquillería que alborota la plaza de Olavide. Hasta aquí, nada fuera de lugar.

Pero hoy hace treinta y seis largos años que el día cinco de diciembre dejó de ser un día cualquiera para mí. Súbitamente, un viento negro y atroz se abatió sobre nosotros con toda la fuerza del más ciego de los destinos. Impío, poderoso y ajeno, se llevó bajo sus alas oscuras la vida de mi padre, que estuvo luchando con este pavoroso enemigo durante quince largos días, los más terribles y azarosos que hasta la fecha he vivido. De improviso, sin apenas avisar, su bondadoso corazón se apagó con un último suspiro, regalándome así mi primer y más espantoso cara a cara con la soledad, con ese mazazo en el pecho que te corta el resuello y te llena las entrañas de escarabajos de negro acero.

Prácticamente todos mis amigos han pasado por un trance semejante por razón, simplemente, de la edad que nos cerca, lo sé, como también sé que nunca hay una oportunidad que sea buena para aliviar semejante tango. Pero en mi caso y pasados los primeros instantes de desolación, de brutal tristeza, se abrió paso en mi cansado magín una idea que hoy puede parecerme absurda, aunque en aquella difícil situación la vi con total claridad: estábamos ya prácticamente en plenas Navidades y mi padre jamás volvería a sentarse a cenar con nosotros. Ya no habría lugar nunca más a escuchar sus chistes malos, su risa contagiosa y sus anécdotas; se acabaría pasa siempre compartir un cigarrillo con él previa la discusión sobre quién invitaba a esa ronda, aquella tonta porfía que tanto le agradaba.

Experimenté, en aquel preciso momento, aquella aterradora sensación y la saboreé muy a mi pesar hasta las heces. A la tragedia indescriptible de perder a mi padre a mis diecinueve años se le unía el amargo bonus que supone la muerte de alguien tremendamente importante para ti en semejantes fechas. Sin duda, me acababa de convertir en un hombre hecho y derecho, y mi hombría devino en cierta actitud recelosa ante aquellas fiestas. Hasta entonces habían sido ocasión de disfrute y de ruidosa alegría entre los míos, pero aquel amable panorama comenzó a teñirse de sombras el mismo día del fallecimiento de mi padre. Las Navidades empezarían a adquirir tintes agridulces para mí, colores oscuros cuyo tono iría saturándose al ir clareando los asientos en torno a la gran mesa del comedor de mi casa madre, amplia estancia donde celebrábamos la vida a borbotones a la más mínima excusa.

Se irían después mis abuelos, mis tíos, alguno de mis primos. El abeto ya no sería natural; era más cómodo y barato comprar uno desmontable; yo ya no decoraba la casa junto con mi madre y mi hermano, ni me daba la gran paliza montando el enorme belén que con los años fuimos ensamblando. Las simpáticas figuras con caras de niño que el amor de mi madre fue comprando poco a poco para nosotros ya no me hablaban al oído, y los camellos de los monarcas de Oriente dejaron de acercarse día a día al portal empujados por manos infantiles y llenas de impaciente ilusión.

A partir de aquellos días aciagos dí en advertir que todas aquellas luces, el jolgorio en la calle y la desbordante solidaridad entre los seres humanos no eran más que un sutil trampantojo, una elaborada ilusión óptica que, a la manera de los decorados del cine, ocultaba un estremecedor vacío y una ambición desmesurada. Caí en la cuenta de que las fiestas que tanto nos gustaba celebrar eran ya propiedad de una o dos cadenas de repugnantes grandes almacenes, de los mercachifles de siempre, que amenazan las Navidades con su machacón mensaje consumista, con esa falsa, impostada e hipócrita sensación de hermandad que nos venden a raudales, más que nada porque ahora toca vender semejante bazofia. Las iglesias, supuestos centros de los fastos religiosos propios de esta época del año, se vaciaban a la misma velocidad con que se llenaban tiendas y comercios al primar lo pagano sobre lo divino definitivamente. No pensaba yo en reivindicar algo en lo que no creía, pero por ese mismo hecho me molestaba -y me molesta- sobremanera la descarnada mercantilización de algunos símbolos que son sagrados para muchas personas porque denota una profunda falta de respeto y un repulsivo materialismo.

Comenzó a escucharse por todas partes la risa imbécil del gordo abuelo venido de allende los mares, un invento rubicundo y blandengue de todos sabemos quién. Entre rebuzno y rebuzno del ridículo personaje, las empresas preparaban esas magras cestas con las que anualmente pretenden redimirse ante sus currantes por todo un año de excesos y desafueros y esos mismos curritos se afanaban en organizar una de esas cenas de empresa en las que todo el mundo tiene que divertirse mucho y pasárselo fetén por cojones. Ha llegado la hora de perdonar agravios y de compadrear con todo hijo de vecino, que para eso se celebra el nacimiento del Redentor de la humanidad, qué coño. Es momento ya de cocerse como sapos para abrazar, borrachos perdidos, a personas cuya existencia se nos da una higa intentando de paso meterle mano a esa compañera de oficina que tanto nos gusta y que tan poco caso nos hace. Y si aparece por allí el jefecillo de turno a lo mejor, dada la carga etílica de la ocasión, puede resultar procedente el comentario confianzudo o la gracieta mordaz para que el resto de la etilizada tribu vea lo machotes que somos.

Y los Reyes Magos se fueron olvidando de juguetes y de divertidas golosinas para acabar dejando camisas, jerséis, calzoncillos y calcetines. Todo muy útil, desde luego, y tan carente de espíritu como práctico: la imaginación al poder, salvo contadísimas y honrosas excepciones. Nosotros, los más jóvenes de mi tribu, fuimos postergando también, como sin querer, la costumbre de enviar christmas a familiares y a amigos. El correo electrónico es más rápido, más barato y permite envíos masivos aunque no desprenda la deliciosa fragancia del papel de calidad.

Con el correr de los años tuve la mala fortuna de ponerme a trabajar en la recepción de un hotel en la que pasé trece amargos años, la mayor parte de los cuales en el turno de noche, lo que me supuso permanecer no pocas Nochebuenas y no menos Nocheviejas lejos de los míos y aguantando estoicamente la nauseabunda imbecilidad de la que el género humano hace tan cumplida gala en semejantes ocasiones.

De manera que todas las circunstancias que me rodeaban se han ido conjurando lentamente en contra de las famosas fiestas hasta conseguir que su mera cercanía me ponga los pelos como escarpias, que decía el otro, ante la avalancha de tristes recuerdos que indefectiblemente las acompañan. Me atosiga la estruendosa descarga de amor fraternal con la que todo dios pretende salpicarte, con franqueza, y me cabrea mucho el despilfarro que se produce por doquier. Puesto que no soy precisamente moderado en casi nada, no me molesta tirar dinero por el mero hecho de hacerlo, sino porque nos pulimos nuestros magros haberes sin tino alguno cuando nos lo indican, ni más ni menos.

Quiero entender que no soy el único que piensa así sobre las fechas que se nos acercan. De hecho, coincido con la inmensa mayoría de mis amigos cuando charlamos sobre al asunto y me creo que por motivos muy similares a los míos. Como resulta indiscutible que tanta tontería, tristeza y falsedad como acabo de describir siempre estuvieron ahí, parece evidente que es la propia vida la que nos abre cruelmente los ojos en el momento en que lo considera oportuno. Se desmorona entonces todo el dulce edificio de la infancia con impresionante y doloroso estrépito, y entre los escombros surge el hombre que nos acompañará ya hasta el final de nuestros días y que nunca dejará de escuchar el ruido que hicieron sus ilusiones al convertirse en sueños rotos.

No, no me gustan las navidades. Y aún así, a veces mi mente racional baja la guardia. Me figuro que de vez en cuando necesita algo de esperanza, algo de calor. En semejantes momentos me quedo colgado con tal o cual canción, con una estampa navideña ridículamente clásica y obligada. Me emociona algún anuncio bobalicón y huero al que en otras circunstancias no prestaría mayor atención y me encuentro deseando que la paz y la justicia imperen por siempre entre la doliente humanidad, no solamente durante unos días. El niño que una vez fui alza los ojos alegres al cielo y cree distinguir, asomándose entre las nubes que contemplan mi ciudad, una gran estrella fugaz que lentamente guía a los hombres hacia el mayor acontecimiento de la historia. Oye a camellos galopando bajo el azote de la arena furiosa y sabe que el mejor día del año se acerca al comedor de su casa.

Pero ese espejismo dura más bien poco. Deshace sus delicadas hebras el primer petardo al estallar, el correspondiente anuncio de juguetes o de perfumes o algún tolay con rojo gorrito de elfo y cocido hasta las trancas mientras perpetra un villancico. Cualquiera de esas prosaicas realidades me despierta con la misma eficacia con que lo haría una patada en los dientes, pongo por caso.

Y al final se imponen el distanciamiento y un sano cinismo, ejercido con todo el desamor del que aún soy capaz, que no es poco.

No, no me gustan las navidades.

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