«El que no sabe por qué camino llegará al mar, debe buscar al río por compañero»
John Ray
La vida me ha quitado mucho últimamente. Desde un ya algo lejano diciembre del 2012, me he visto envuelto en un pavoroso torbellino de acontecimientos impactantes, que a pique ha estado de acabar con mi salud y con mi existencia.
He contemplado cómo mi oído, el más aguzado de mi sentidos, quedaba muy dañado para siempre, creo. Padezco la tortura imparable de los acúfenos y mi equlibrio es francamente precario. Me cuesta un congo tragar ciertos alimentos con la natural facilidad que sería de esperar en cualquier ser humano, y mi cuello me obsequia constantes tirones musculares. Tengo las manos dormidas de continuo, escribo mal a máquina y espantosamente a mano, y mis pies parecen estar siempre embutidos en un par de zapatos rellenos con arena de playa, esa es la sensación. Mis rodillas se doblan con mucho esfuerzo y me duelen horrores, dificultándome el desplazamiento.
Todo este catálogo de incomodidades, que ya entiendo convertidas en secuelas, se ha producido por el duro tratamiento al que me sometí, de manera que no hay rehabilitación posible de las mismas, puesto que su naturaleza es farmacorradiológica y no neurológica. Mis médicos, encantadores todos ellos, me dicen que hay quien se recupera del todo y hay quien no; que hay quien vuelve casi por completo a ser quien era y que hay quien parece, como el clásico, una sombra de lo que era.
En mi caso, creo que me encuentro a mitad de camino de esa supuesta recuperación casi total que, insisto, no creo que llegue jamás; ya hace mucho que mi diabólico huésped remitió por completo, y no experimento, o no creo experimentar, mejoría alguna en los síntomas arriba descritos. Lógicamente, a semejante panorama hay que añadir la implacable actuación de la edad, que me castiga a diario con su cruel mensaje como a todo hijo de vecino. Llega un momento, no exento de amarga ironía, en el que no sé a quién adjudicar la infame autoría de mis goteras, si a mi tratamiento o a mis años. A mis canas imposible, porque estoy calvorota perdido, que esa es otra.
Pero estoy vivo. Perfecta, lujuriosa, alegre, desesperada, malhumorada y completamente vivo, mal que me pese en ocasiones. Me hallo en el proceso de aceptar todo cuanto me ocurre, aunque con franqueza no sé si al final tendré el coraje de asumir mi nueva y definitiva transformación en la persona que ahora soy. Me he dejado muchos pelos en la gatera, y el individuo que salió por el extremo opuesto del túnel,deslumbrado y muy asustado, me mira inquisitivo cuando le saludo frente al espejo, intentando recuperar la confianza en sí mismo. Parece decirme: ¿»Qué hacemos ahora, amigo mío? ,¿qué nos queda que esperar?,¿qué nos va a ofrecer la vida de ahora en adelante?». Todavía hay días muy duros, aún hay momentos en que la conciencia de la propia situación física me hace polvo.
No obstante, no me quiero resignar. Me parece una actitud digna del esclavo que nunca he sido, y esa certeza me fuerza a buscar en mi interior la motivación necesaria para seguir avanzando en esta loca aventura de existir. Antes de enfermar, yo era la alegría de la huerta; incansable en la charla amable con los amigos, la diversión ruidosa, el escarceo excitante y lúbrico, el alcohol, el tabaco, las drogas. En una sola frase, estaba perdidamente enamorado de la vida, de la mía -aunque perfectible, claro- y de la de los demás. De modo y manera que en algún lugar de mi viejo armario ropero debe hallarse una caja que contenga el secreto de mi vida anterior, de mis pasos perdidos y añorados bajo la luz del sol.
Y para hallar esa caja, acuden en mi auxilio los valiosos regalos que Fortuna, en una típica demostración de justicia cósmica aunque ciega, me ha hecho llegar poco a poco. Ecuaciones de sangre, ecuaciones vitales, incógnitas aún por despejar. Mi afición por la escritura está reportándome una enorme cantidad de minúsculas satisfacciones, una pléyade de anónimos triunfos cotidianos que me ayudan a sobrellevar mi actual historia, que alejan la depresión y la tristeza, exorcizando viejos espectros. Disfruto de la bendición de un maravilloso entorno personal, porque estoy rodeado de personas a las que adoro y que me corresponden, que se preocupan por mí, que están siempre donde tienen que estar. Pareja, hijos, familia, amigos: mis actuales devociones, las anclas que pugnan por devolverme al lugar del que nunca debí salir. Y mis secuelas no me impiden practicar unos cuantos deportes con la mínima soltura requerida para poder disfrutarlos. Así pues, alguna playa remota me espera, con seguridad, para acogerme de nuevo con la alegría del reencuentro.
La vida me ha quitado mucho últimamente. Pienso en todo ello cuando sopla un viento negro a mi alrededor, cuando oigo la risa estremecedora de antiguos dioses que me reclaman cruelmente.
Pero estoy vivo. La vida me ha dado mucho últimamente.
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