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El dragón negro (Propofol, X)

«!No estoy loco¡ Simplemente, mi realidad es diferente a la tuya.»

Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas.

Lewis Carroll, 1865

Dentro del tapiz japonés en el que me encuentro, apenas sopla el viento. Estoy de pie al borde de un acantilado, vestido con ese deleznable pijama propio de todos los hospitales del mundo y tapado con una ligera bata, más que nada por aquello del pudor. Pese a mi ya larga estancia en el hospital, todavía conservo un poco de este. Me han subido hasta esta cumbre en una silla de ruedas, pero me he incorporado por mis propios medios nada más llegar aquí.

Frente a mi, hay una consola negra y plateada, llena de botones y de palancas. Con ella, puedo manejar a mi antojo a un hermoso dragón oriental que está posado en el fondo de un barranco, inmóvil, a la espera de mis órdenes. Claro que, para hacérselas llegar, ha sido necesario colocarme un delicado implante cerebral que no todas las meninges  -ni todos los bolsillos-  son capaces de soportar, implante que me permitirá conectarme de manera inalámbrica con la consola.

Lo llamativo del asunto es que el dragón no es una máquina. Es un bellísimo ser vivo, todo él plumas, garras y escamas de un brillante color negro, con ojos que despiden un fuego azulado y una enorme boca por la que asoman desmesurados colmillos y una larga lengua bífida. Agita su soberbia cabeza cornuda, me mira y ruge, y siento que quiere que le haga volar, llenar el cielo vegetal del tapiz con elaboradas piruetas de hermosos colores.

Y así lo hago. Con solo invocarle, con solo desear que conquiste el aire, el dragón despega con la velocidad del rayo y comienza a girar, a realizar peligrosos picados, a retorcer su cuerpo de reptil mágico sobre sí mismo mientras se entrega con feroz alegría a vistosas maniobras. Se lanza a toda velocidad por entre los esquemáticos árboles con que los orientales adornan sus tapices, árboles cuyas ramas no se mueven al paso del animal, y hace vuelos rasantes sobre los acantilados y entre las nubes azules. por encima del paisaje que se revela al espectador en suaves tonos pastel. Disfruto del magnífico espectáculo al tiempo que una doctora que no conozco aparece a mi lado y comienza a examinarme, para acabar dictaminando que me encuentro perfectamente y que puedo seguir manejando mi maravillosa mascota sin peligro alguno y con el único y poderoso impulso de mi voluntad.

He llegado hasta esta cumbre por mediación de L, uno de mis médicos, que ha tenido la deferencia de invitarme a gozar de esta experiencia, muy cara y muy arriesgada para el cerebro del sujeto. Además de sus tareas como médico, dirige una empresa dentro del mismo hospital en el que me están tratando, en compañía de otros dos o tres colegas a los que luego me referiré. A base de extraer algo de sangre de quienes demandan sus servicios, son capaces de cocinar, por así decirlo, unos peculiares huevos que contienen extrañas y asombrosas criaturas. Cuando los huevos eclosionan y los seres maduran, cada cliente es el orgulloso dueño de uno de estos formidables animales, siempre distintos entre sí, seres únicos y espectaculares. Es un proceso complejo e inexplicable, un método que hibrida la ingeniería genética con la informática de alto nivel, en escrupuloso seguimiento de la descabellada lógica de mi sueño.

He contemplado cómo me extraían sangre, he visto la gran bandeja donde se depositaban las muestras para su tratamiento, he visto salir del huevo a mi dragón. Ha sido una sensación muy emocionante y he podido vivir momentos alegres, alejados de mi penar cotidiano, tirado en la cama del sanatorio. O eso creo yo.

Pero todo tiene un precio en la vida, incluso cuando tu existencia transcurre entre las etéreas fronteras de un sueño sin principio ni final. Los socios de L quieren algo de mi. Parece ser que mi sangre contiene cierta sustancia muy valiosa, y en cuanto me despisto, me insertan un aparato que la drena, todo ello sin mi consentimiento. Son varios médicos, tíos y tías, que me resultan prepotentes y soberbios, que me ignoran olímpicamente como no sea para hacerme una putada tras otra. Volveremos a ellos en otra ocasión.

 Al darme cuenta, protesto y monto en cólera; me quejo a medio hospital y la dirección me promete que semejante desatino no volverá a repetirse, pero yo ya tengo la mosca detrás de la oreja. A partir de ese momento, y con sospechosa frecuencia, esa banda de desalmados me robará sangre cada vez que se lo proponga; tan es así, que me toca buscar ayuda profesional y pedirle a un familiar mío que es abogado que advierta muy seriamente a esta banda de adictos a mi sangre de las consecuencias legales de sus actos. Pero nada les detiene; en cuanto bajo la guardia, cometen sus tropelías conmigo. Supongo, claro está, que en la realidad estos traficantes de fluidos no son más que mis enfermeros extrayéndome sangre para las analíticas a las que me someten casi a diario, pero en mi delirio no es esa la explicación. En esas estamos cuando L viene a visitarme, ocasión que aprovecho para pedirle explicaciones sobre la conducta de sus amigos. Lo hago lleno de ira, y en determinado momento intento golpearle con todas mis ganas, aunque sin conseguirlo. Nunca sabré, ya despierto, si efectivamente le lancé o no un soberbio puñetazo… aunque me temo que lo hice, por fortuna sin consecuencias.

Y para más inri, un poco más tarde un examen médico detecta un nuevo problema. Parece ser que otro dragón se me ha quedado atascado en el estómago sin que nadie sepa cómo ni por qué ha ido a parar ahí, pero lo cierto es que hay que intervenir para sacarlo de inmediato. Me preparan con rapidez y deciden bajarme a uno de los muchos quirófanos que hay en el hospital. Voy tumbado en una camilla y veo pasar a toda velocidad las luces del techo; siento el aire fresco en la cara y oigo el rumor de la conversación de muchas personas; mis camilleros van pidiendo paso sin dejar de conducirme velozmente hacia mi destino. Tengo un calor tremendo y la sensación de ir arropado en exceso; cuando despierte, no llegaré a saber si este paseo por el hospital fue auténtico; lo cierto es que en el sueño parecía del todo real.

Ya en la sala adecuada veo mi propio interior a través de un tubo especial: pues sí, ahí está el dragón, enroscado sobre sí mismo, asustado y deseoso de escapar a cualquier precio. La boca me sabe a sus plumas, por extraño que pueda parecer. Para solucionar el problema, me conectan a un ordenador que supuestamente reconstruirá, marcha atrás, los últimos días de mi vida pasada hasta localizar el momento en el que el fallo informático provocó que el dragón entrase en mi interior. Hallado ese momento, se reescribe el archivo que contiene esos datos y aquí no ha pasado nada: por supuesto, surrealista al mil por mil, pero así son los sueños. Como si pudiera uno someterse a voluntad a un disparatado key logging para poder reconstruir toda su vida, enmendar errores pasados, aprender cosas nuevas y maravillosas sin apenas esfuerzo… ojalá las cosas fueran así la mayoría de las veces. Bien, el dragón ya va desapareciendo de mis entrañas. Me presentan a más personal de la empresa de L, que también trabaja fabricando diversiones genético-informáticas para los niños que están ingresados en el hospital: auténticos payasos vestidos con escandalosos trajes de colores, caramelos y globos gigantescos que estallan, rellenos de chuches; grandes perritos y gatitos, pájaros de enormes alas que hacen las delicias de los pobres enfermitos, al paso que hacen ganar una fortuna a sus creadores.

Pero para enredar más las cosas, mientras me liberan de mi dragón, proceso lento y trabajoso, aparecen por el mismo quirófano mis tíos carnales J y M, junto con gran parte de sus numerosos hijos, todos varones. Resulta ser que una de sus nueras se ha convertido al Islam, y detrás de ella ha ido mi tía, a pesar de que su marido no aprueba del todo su decisión. He de decir que en la vida real ambos son católicos acendrados, por lo que incluso dentro de mi sueño recuerdo haberme sorprendido mucho viendo aquello. Y para celebrar 50 años de matrimonio, les están rodando una pequeña película de su vida, puesto que así lo exige su nueva fe. El meollo del asunto radica en que hay que filmarla siguiendo un orden estrictísimo de acontecimientos, orden prescrito por su religión, y que si se produce algún fallo en la secuencia temporal de la película, hay que recomenzarla tantas veces como sea necesario. Resulta ser que la intervención a la que me están sometiendo ha interrumpido el delicado proceso, con las consecuencias que acabo de describir. Y cuentan conmigo y con mi potente cerebro para examinar minuciosamente la película y descubrir dónde está el error.

Así que aún tardo eones en volver a mi cama. Repasar escena por escena el filme de mis tíos es una tarea larga, tediosa y aburrida, para la que me están sujetando la cabeza de lado contra la almohada en una postura francamente incómoda, porque además no dejan de pedirme que no mueva ni un músculo. Siento un calor espantoso, y después de lo que se me antojan horas, conseguimos dar con el error en la trama de su relato y corregirlo, así que todo el mundo contento. Uno de mis primos, no recuerdo cual, me presenta a su mujer, la musulmana, que además tira con arco: en fin, el cóctel no puede ser más desquiciante, ciertamente. Y hablando de cócteles, mi primo me invita a un gin tonic helado que acaba de preparar con una curiosa botella de ginebra premium que tiene la forma de un pellejo de vino. Estamos rodeados de sabrosas viandas por todas partes, porque están preparándose para celebrar una gran fiesta en honor de mis tíos, ahora que han conseguido acabar el rodaje de la dichosa película.

El gin tonic me sabe a gloria bendita y acabo por quedarme dormido en el mismo quirófano en el que han acabado con el dragón intruso. Apenas me despierto cuando me llevan de nuevo hacia mi habitación; estoy completamente relajado y me hundo con suavidad en la tiniebla de un sueño sin sueños.

Poco después, intentarán secuestrarme a toda costa…

 

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Publicado en"Propofol"En "El Naviero"General

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