Me he topado hace un rato con tu foto en Facebook, como no podía ser de otra manera. En esa nueva corte de los milagros cibernética, recorrida día y noche por el latido de una sociedad muy enferma, no es extraño encontrar noticias tan estremecedoras, tan terribles como las que acompañan a dicha foto. Pero no es la noticia lo que me atrae, lo que llama poderosamente mi atención, para disgusto de algunos, que siguen confundiendo la falta de interés con la ausencia de sentimientos. Peor para ellos. No es una noticia nueva, ni original, nada de eso. Sois, en este caso, cristianos perseguidos por la intolerancia yihadista en Irak, esa cuna de la humanidad bañada ahora en sangre y miseria, pero no nos engañemos: en este macabro baile, en esta espeluznante danza que ha convertido el exterminio en palaciega maniobra, como un espantoso minué, tanto monta. Me da exactamente igual: el horror tiene muchos rostros, tan infinitos como los nombres de esos dioses que dicen estar preocupados por nuestra salvación, esos hipócritas a los que nadie les ha pedido atención alguna. El dolor no reconoce más existencia que la suya propia, no tolera imperium distinto al que sus perros ululantes propalan con atroces dentelladas, no consiente la misericordia ni la compasión, y extirpa de raíz, con manos crueles, cuanto de bueno anida en nosotros.
Figuras en primer plano, caminando con uno de tus pequeños en brazos, y un rictus de férrea determinación se cierne sobre tu rostro curtido. Quién sabe, quizá María, siempre kecharitomene, tuviera unos rasgos similares a los tuyos, un cabello negro y brillante y unos ojos hastiados de sufrir; desde luego, no creo que fuera la doncella rubia y morbosamente voluptuosa a la que nos tienen acostumbrados los corifeos de esa fe marchita que ya huele un tanto a puchero enfermo. Sus manos y sus pies hablarían alto y claro sobre su trabajo, manual, duro y humilde, y su espalda maltratada contaría la historia de sus partos, de su sufrimiento para traer al mundo a sus vástagos. Como tú, tuvo que huir para salvar la vida de los suyos, el cálido latir de su más preciado tesoro, mujer morena, dama triste de arenas tintas en sangre, imagen tremenda, impactante.
Humildemente atildada, de aspecto limpio pese al entorno brutal que te rodea, te cubres con un modesto vestido estampado, mientras que un pañuelo blanco sujeta tu melena, que adivino entrecana ya. La criatura que cansada y amorosamente sujetas en tus brazos está descalza, y sus piececillos cuelgan inermes contra tu vientre; luce, con un aire que se me antoja terriblemente patético y que me llena el pecho de inexplicable tristeza, un pantalón de chándal y un jersey rojo, cubriéndose la cabeza para defenderse del sol inclemente con un pañuelo azul, haciendo gala de la obligada modestia que muestran los desheredados de la tierra en su indumenta, y parece tan, tan desamparado…. Habrás tenido que pelear duro, qué duda cabe, para lograr vestir a tu osezno, para cubrir su cuerpecillo con las mejores galas que has podido conseguir, para protegerle, siquiera sea simbólicamente, de todos los peligros que esperan, con sonrisa de acero, al borde del camino, de los alfanjes relucientes que aguardan ansiosos para beberse vuestras vidas en medio de la nada que os rodea.
A tu izquierda, tu hija, que ya apunta maneras, que ya se parece sospechosa, tristemente, a su madre. Quisiera fervientemente equivocarme, gentil cristiana, desearía de todo corazón marrar el tiro, confundir la escena que contemplo apenado, pero mucho me temo que las cartas están echadas, repartidas ya hace muchos años y por gentes que no son humanas porque no reparan en el inmenso sufrimiento de los demás. Tu hija seguirá, de no mediar un milagro poco probable, la senda que tú dibujas con tanto dolor, con tanta ira, con tan terrible desesperación; deberá heredar de ti, para no naufragar en las coléricas mareas de la vida que le ha tocado recorrer, la misma determinación, el incansable impulso ascensional que se lee en el rostro ajado de su madre. Su pelo, recogido a duras penas, revuelto, como corresponde a una niña, su triste camiseta estampada, que seguramente tanto la hizo sonreír cuando se la regalaste, con esa tonta e inocente palabra inglesa, que intenta sin conseguirlo adornar la alegría de la niñez; ese pantalón deslucido, ese aspecto profundamente abatido en alguien tan joven, me provocan un desasosiego en el estómago y me humedecen los ojos.
Deambulando a tu derecha, tu otra hija, más joven que la primera, más pequeña y frágil, con un aire de abandono mucho más acusado. El abrasador simoun la despeina, y ella ni siquiera hace el gesto de apartar los mechones de pelo de su dulce carita. Mientras te sigue, es la viva imagen del cansancio de un niño, de una criatura de luz que nada entiende del horror que la rodea, que nada ha hecho para ser acreedora a tan bruñido espanto, a una tragedia que durará toda su vida, que la sepultará en llanto, en plañideros lamentos, en puro dolor, en desprecio por su sexo, único, maravilloso, bendecido una y mil veces con el estremecedor poder de dar la vida, ante el que ningún humano que se precie de serlo puede permanecer en pie, inalterable. Qué gran montón de estiércol, qué repulsiva injusticia, qué magnífico panorama. El diablo en la tierra, sentado en un trono de inmundicias, de negro odio, de esperanzas muertas que se agitan como hojas secas al viento, se relame y sonríe. Sabe que su misión se realiza todos los días con una inquietante brillantez, con una macabra cosecha de excelentes resultados, gracias a los hijos del hombre y a su inveterada costumbre de asesinarse entre ellos, espoleados por los mensajeros del miedo, del instinto tribal y primigenio que fortalece el egoísmo y suprime la más mínima posibilidad de trascendencia.
Muy por detrás de ti y de tus hijas, camina un hombre, cargado con algo que parece ser un bidón, que adivino lleno de agua, de esperanza de vida, de líquida redención. No sé si es tu marido, tu hombre, aunque cabe esa posibilidad. Camina detrás de tu figura porque los hombres siempre vamos a vuestra zaga en casi todo, luz del desierto, cuánto más en los azarosos vericuetos de la supervivencia, en la durísima pelea por sobrevivir. No pongo en duda su valía, ni el amor inmenso que seguramente siente por su esposa y por sus hijas, por su pequeña familia, por esos queridos pedazos de sí mismo, por el estrecho reducto de su escasa felicidad; es posible que camine detrás retrasado por el peso del agua, no asustado ante la enormidad de vuestro empeño, no vencido por las dificultades ni humillado por el ciego peso de la vida. Quién sabe, quizá sigue caminando porque tiene la secreta convicción de que todo va a cambiar para mejor, de que la larga marcha que ha iniciado junto a vosotras tendrá un final feliz, tarde o temprano, un reposo espléndido bajo la sombra amable de un mundo mejor para todos. Pero mientras repite para su cansado caletre una y mil veces esta idea, mientras se aferra a ella con auténtica desesperación, con un miedo atroz que le taladra por entero, intentando convencerse de su realidad, no puede evitar mirar a hurtadillas hacia el cielo del desierto, profundamente azul y profundamente ajeno a todo, en busca de una señal de su dios, siempre en vano. El iracundo anciano no rompe jamás su cruel silencio, ni él ni sus compadres, sus distintas versiones, sus distintos espejos, esos espectros atroces que ennegrecen el aire; no está en sus planes. De desvelarlos ya se encarga una repulsiva multitud de ministros, que vociferan – en muchas lenguas, pues son infinitos los idiomas del mal-, el desprecio por el infiel, la persecución implacable del no creyente, la imperiosa necesidad de masacrar a quien no se arrodille ante el altar de dioses que tienen los pies de barro y las manos empapadas en sangre inocente, el odio por la diferencia, por el color, por la alegría, por la vida, disputándose en repugnante pelea la adoración de tanto desdichado como holla la tierra para mayor gloria de sus silenciosos caudillos.
Y perdiéndose en los últimos planos de esta magistral fotografía, borrosa ya, fuera de foco en la foto y en la vida, irremisiblemente desnortada, una legión de almas descamisadas, casi zombis, pavorosos clones vuestros, camina tras las huellas de sus hermanos en la desdicha, con los mismos gestos, con el mismo miedo, con idéntica resignación, flotando en medio de un archipiélago de tristeza y con el único y doloroso anhelo de sobrevivir, reducidos casi a la mera condición de famélicos animales.
Al fondo, sobre los cálidos colores de la arena, una enorme cortina que no sé si es de polvo o de humo, henchida de odio, como si os persiguiera para aplastaros, para borraros del mapa, aullando su ira, su furia contra los hijos del hombre, avanza dispuesta a devorarlo todo con sus ásperas fauces como si de un perverso heraldo de la destrucción se tratase. Quizá sea el humo que vuestras casas calcinadas dejan escapar, exhalando así su último aliento y enviando al cielo todos los recuerdos que atesoraban en forma de sucias volutas, dejando escapar todas las vidas que protegían.
No sé qué habrá sido de vosotros, porque eso de la aldea global es una pamema del opulento occidente, que jamás centra su interés en lo que realmente merece la pena. Es una boutade para niños ricos que deja miserablemente de funcionar en cuanto la pobreza, la marginación y el miedo entran en escena. Pero es espantosamente posible que, poco después de tomar esa foto, muchos de vosotros, o todos a la vez, hayáis regado con vuestra sangre las áridas arenas por las que huiais; es casi seguro que el ciego ejército de la intolerancia, los espeluznantes voceros del delirio, os hayan diezmado, sin respetar a nada ni a nadie; podría creer que vuestros cadáveres yacen, contorsionados en un último intento de escapar a su suerte, bajo un sol inclemente que muy pronto secará vuestros huesos, o lo que de ellos quede tras el implacable asalto de las bestias del desierto.
Y yo, mientras, estoy sentado en la penumbra de mi despacho, con la vista fija en la brillante pantalla del ordenador. A veces echo de menos tener una fe que no profeso, ser capaz de un acto de amor y de humilde entrega hacia uno cualquiera de los muchísimos dioses a los que diariamente denigro, de los que todos los días reniego. Podría así, quizá, encontrar algo de consuelo, algo parecido a una explicación, algo que diera sentido a esta interminable vorágine de muerte y de desolación. Pero no es ese el caso. En mi universo no caben según qué cosas, no tienen sitio ciertas presencias que no contribuyen en absoluto a enriquecerlo, antes al contrario.
¿Qué me queda, pues, ante la contemplación aterrada de la matanza de los inocentes, de todos los inocentes? Sólo mis pobres palabras, que son mi espada y mi escudo, mis únicas armas, embotada la una y ya muy mellado el otro, palabras inútiles como la lluvia sobre el mar, palabras hueras de contenido y pálidas de espanto ante la magnitud del desastre, palabras que jamás conseguirán pintar con exactitud la pena que siento, porque son instrumentos para la vida y la felicidad, y no cuadran bien con las cosas tristes.
Te deseo, tierna rosa de Jericó, toda la felicidad que seas capaz de aguantar; hago votos por que tú y tu pequeña familia, esa humilde y frágil llama de esperanza, esa descarnada y pobre embajada del ser humano en esta tierra de fieras, lleguéis a buen puerto y podáis descansar de todos los trabajos y fatigas con que vuestros semejantes os han azotado.
Mientras, afuera, las alas de la tormenta se tornan cada vez más ominosas, y se pueblan de negras criaturas aladas, con sus picos chorreando sangre.
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