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El mapa y la brújula

Me guste o no, me pete o deje de petarme, la verdad es que soy una mezcla un tanto anárquica entre lo que se conoce como escritor de brújula y escritor de mapa. Y ello se debe, creo, a que no entiendo la utilidad de la una sin el otro, no veo la razón de ser de un instrumento magnífico y misterioso sin la silenciosa presencia del hermoso paisaje cartográfico sobre el que se proyecta su magia. Semejante manera de pensar encierra no pocos peligros, entre los que destaca el de desequilibrar la balanza que los contiene con desastrosas consecuencias. Pero no adelantemos acontecimientos. Veamos.

Un escritor de mapa es aquel que, previo al momento de atacar la página en blanco, imagina un mapa del derrotero que seguirá la trama de su obra. Sin semejante artilugio, nuestro hombre se perderá irremisiblemente: nadie quiere condenarse en los vericuetos de una historia por la que puede estar deambulando una larga temporada antes de ver el final de la misma.

El mapa habrá de contener un punto de partida y otro de llegada, el inicio de su historia y su desenlace, al tiempo que detalla las incidencias que los hechos relatados imprimirán en el cuerpo de su obra, los giros que el destino impondrá a sus personajes y los capítulos durante los que se desenvolverá la trama.

Como es lógico, el nivel de detalle que luzca el mapa dependerá del propio escritor. Los más inseguros -o los más detallistas- diseñarán mapas repletos de instrucciones y especificaciones para evitar cualquier tipo de riesgo, mientras que otros autores se conformarán con planos mucho más sobrios y esquemáticos, puesto que confían en sus habilidades y experiencia para resolver las dificultades con las que sin duda se toparán.

Por otro lado, el escritor de brújula es quien no necesita tanta seguridad a la hora de ponerse a redactar una novela. Armado tan solo con una idea clara, se lanza a la tarea a pecho descubierto y va desarrollando la peculiar escenografía de su obra a medida que avanza en la creación de esta. Estos últimos suelen ser profesionales ya un tanto curtidos, con una veteranía que les ayuda para moverse con soltura y elegancia por las vicisitudes de la trama evitando al mismo tiempo caer en lagunas o meterse, siguiendo con el símil acuático, en peligrosos charcos argumentales.

Y a pesar de ello, hay muchos escritores noveles que se declaran abiertamente escritores de brújula. Temen, sentados en su mesa de trabajo, que la laboriosa tarea de confeccionar un mapa detallado le quitará frescura a su talento, privará de espontaneidad a su idea principal y, en suma, eliminará de su obra la chispa del genio que todos cuantos nos dedicamos al oficio de escribir perseguimos con denuedo. Olvidan, sin embargo, que las restricciones pueden fomentar la creatividad y acabar por potenciarla, según señala acertadamente la paradoja de la creatividad. El cerebro humano está de sobra capacitado para aceptar riesgos, aceptación que es, por otra parte, la mejor manera de violar amablemente las fronteras de nuestra zona de confort.

Aunque, al fin y a la postre, lo cierto es que la pertenencia a una u otra clase de escritor no tiene, a la hora de la verdad, mayor importancia. Me explico. Hay un ingente volumen de trabajo previo a la labor de escritura pura y dura, sin ningún género de dudas. Y esos escritores noveles que se declaran como apasionados de la brújula lo hacen, en una gran mayoría de casos, porque piensan que así se pueden ahorrar esa labor de preparación, que en ocasiones puede ser algo tediosa. Ni más ni menos, seamos sinceros. Creen ahorrar tiempo cuando en realidad no hacen más que perderlo, hecho que percibirán disgustados cuando ya se hayan puesto en marcha hacia la culminación de la historia que pretenden contar.

Toda esta pomada pertenece a lo que podríamos denominar mística del escritor, a esa cierta imagen mental estereotipada que todos tenemos sobre lo que uno de estos peculiares individuos ha de ser. Sus propios libros, las películas escritas o protagonizadas por ellos mismos, las convenciones sociales: todo ello se conjuga a favor de mantener esa idea preconcebida, que suele ser tan falsa como cualquier otro espejismo similar. De ahí el irresistible magnetismo que tildarse a sí mismos como escritores brújula posee para los recién llegados a este arte.

Tan engañosa como todas las místicas que en el mundo han sido, esta concepción del escritor como sufrido héroe que hace frente a los bloqueos, a las musas esquivas, a sus propios miedos y fantasmas interiores está cargada de impostado dramatismo, necesario, eso sí, para la épica del asunto, tan querida para muchos. Sí, también hay algo de combate contra tales enemigos, a veces desesperado, en la vida de un escritor, pero lo cierto es que la mejor manera de pelear contra semejantes circunstancias consiste en trabajar continuamente, organizarse, planificar y formarse: la escritura es, sin lugar a dudas, un oficio como otro cualquiera, con sus reglas y sus leyes casi inmutables. Harina de otro costal será dominar tales principios hasta elevar la escritura a la categoría de arte, de una delicia para los sentidos o de una imborrable y maravillosa experiencia.

Pero no nos engañemos. Principio y final de la historia deben ser hitos claros en el camino que vamos a emprender, querámoslo o no, como han de serlo la elección de las palabras, el tono y la forma adecuadas, los personajes en liza o el ambiente en el que sus aventuras y desventuras se verifican. Tampoco podremos perder de vista la manera de llegar hasta ese deseado final, siquiera sea contando con unas cuantas indicaciones básicas e imprescindibles. Porque, de no ser así, el ritmo de nuestra producción escrita bajará, y con él la ilusión de la escritura y las ganas de avanzar en la obra; muchos magníficos relatos se quedarán en la cuneta, dormidos para siempre junto con sus autores; otras tantas buenas historias se enfangarán en la turbiedad de sus tramas, desnortadas por la falta de previsión de sus creadores.

De cualquier manera, aún así, a pesar de poner en juego todos los conocimientos que sobre el asunto vamos acumulando con los años, la práctica y el consejo de quienes saben de esto más que nosotros, hay ciertos momentos en nuestro devenir como escritores en los que cuanto nos rodea parece estar en contra de nuestro empeño. No tiene nada de particular, ya lo sé. Es evidente que le ocurre a todas aquellas personas que se ponen frente a la pantalla de un ordenador, o delante de un bloc de notas con un bolígrafo en la mano, o que acarician, con un deleite no exento de temor, una resma de cuartillas de excelente calidad, prestos a hollar la inmaculada y amenazadora blancura del papel con las criaturas de su imaginación.

Y lo cierto es que, en mi caso, semejante situación debería estar más o menos olvidada, por aquello de la relativa facilidad que otorga la también relativa práctica, pero es lo que hay: estoy perfectamente encallado en mi segunda novela y soy incapaz de ver el final con la claridad necesaria como para ponerme a redactarlo. La situación se agrava más, si cabe, por el hecho de que estoy tocando ese instante inolvidable con la punta de los dedos; me falta poquísimo para echarme hacia atrás en mi silla, cruzar las manos detrás de la cabeza y decir aquello de «esto no ha hecho más que empezar; ahora me toca corregir…» De paso, es muy posible que semejante atasco se deba, entre otras cosas, a una falta de datos claros en ese mapa imaginario del que venimos hablando, a un exceso de confianza en la brújula y a ciertas circunstancias personales en mi vida que han desenfocado un tanto el camino a recorrer. Qué le vamos a hacer.

Creo que tengo que abordar temas menos ambiciosos que la redacción de una novela para volver a coger el ritmo de las letras, de las palabras que se agitan en mi interior y que me impulsan a seguir escribiendo. Habrá que insuflar nueva vida en las páginas de mis blogs, me creo; habrá que investigar, sin prisa pero sin pausa, la trama de una nueva novela, cuyo tema distinguiré de entre los muchos que bullen en mi cerebro mientras pelean por hacerse con mi atención. Quizá mi segunda novela, casi acabada, tenga que dormir durante cierto tiempo el sueño inquieto de los nasciturus antes de poder ver la luz del día. Puede que me convenga decirle hasta luego a Carlos Zúñiga, al inspector Barrientos, al Bellota y al Negro Olivares, interrumpiendo de alguna manera la progresión de sus vidas hasta el momento en el que ellos mismos, mis musas, algo de suerte y otra buena ración de trabajo me vuelvan a poner sobre la pista de lo que les vaya a ocurrir en el mundo que para ellos he creado. Que así sea.


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