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Erbani

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Despeinada y feliz me preguntas con voz ronca, anegada aún por el sueño, que  qué quiero desayunar. Me da igual el desayuno porque contigo,  bajo un sol amable y candongo, siempre es fiesta, no existe la prisa. Posiblemente me conformaría con morderte la nariz y ver cómo te vistes tras la ducha,  despacio y con mimos, pero tengo que pensármelo más despacio. Quiero que lleves la voz cantante, amore. Esta aventura en noviembre es para los dos, pero tú la mereces y la necesitas mucho más que yo. Al fin y al cabo, no soy más que un simple corsario en tu costa, alguien que intenta estar ahí para ayudarte a reconstruir tu compleja psicología de soberbia mujer mientras juntos nos restañamos las lágrimas, las pasadas y las futuras.

Fuerteventura renueva conmigo un pacto salado de sol y espuma que tú aún no conoces pero que espera alegre que te unas a él. Le prometí que, tarde o temprano, volvería contigo y aquí estamos. Sus imprescindibles playas y su continua oda a la vida enamoran con africana facilidad al visitante. Una vez que el viajero ha contemplado la desolada belleza de sus tierras y de sus cárdenas nubes invernales, ya no hay vuelta atrás. Inevitablemente dejas retazos de tu historia enganchados en las negras piedras que el corazón de la isla escupió, incandescentes, hace ya eones, y que salpican las arenas limpias, de puro jable. Pueblan el paisaje con sus formas torturadas, con sus miles de oquedades, mientras dormitan bajo la sombra ágil de las palmeras. Geológicamente, nuestra momentánea residencia  es la tierra más antigua de todo el archipiélago, la isla más extensa de su provincia y la de más longitud de todas ellas, de manera que tantos y tan brillantes títulos se hacen notar por fuerza a poco que recorras su torturada superficie. Comenzó a emerger de las aguas hace más de treinta millones de años, a golpe de pavorosas erupciones volcánicas, cuya violencia modeló lentamente su estampa y su carácter, auxiliada por la implacable erosión de los incesantes alisios.

Desde la playa de Verilitos, aledaña a nuestro apartamento,  se divisan a la perfección la Isla de Lobos y el cercano Lanzarote, siempre imponente, extrañamente mágico. Sus modos y sus maneras recuerdan a los de Fuerteventura, aunque la isla que hoy nos acoge es más desértica y salvaje que su hermana, si es que ello fuera posible. En su día, la tierra conejera, áspera y cruelmente quebrada por el poder del sol y por el demonio ardiente que ríe en su interior, me sedujo con su llamada arcana; en esta ocasión, mil quinientos kilómetros de playas festonean de brumoso azul los confines del desierto. Al suroeste, la península de Jandía, exótica y despoblada, nos espera meciéndose en la tranquila soledad de sus  infinitas arenas, y Cotillo, Morro Jable, Costa Calma y La Pared intentan competir con ella en cuanto a la belleza de las suyas, por fortuna para el visitante.

 La Concha, en Cotillo y muy cercana a su faro, es una playa de índole familiar en la que nadie molesta a nadie. Todo el mundo hace lo que le viene en gana en ella, y te encuentras con nudistas de continuo. Un par de construcciones que imitan con cierta gracia el estilo árabe rodean la playa sin empañar lo más mínimo su particular encanto. Multitud de cercos de negra piedra permiten a los bañistas más madrugadores aliviar un tanto el azote interminable del viento, que al principio puede resultar molesto. No tardas, sin embargo, en darte cuenta de que no es posible disfrutar de esta isla sin acabar por acostumbrarte a la fuerza de los poderosos céfiros que la recorren noche y día. La zona de arena es aquí amplísima, y desde el aparcamiento hasta el borde del agua se extienden no menos de trescientos metros. La caleta natural que describen los espigones naturales al hendir el mar consigue un agua más aquietada y tranquila que la que se divisa algunos metros más allá, tras el final de las rocas. Hierve allí el Atlántico y golpea con fuerza brutal las negras rocas que ponen fin a la playa y al refugio que ofrece.

Visitamos esta deliciosa zona con mucha frecuencia. Más hacia el este, y ya junto al pueblo, está Piedra Playa, zona preferida por los surfistas debido a la espectacularidad de sus olas. Yace la playa a unos cincuenta metros por debajo del nivel de Corralejo, y para acceder a ella hay que bajar por resbaladizos vericuetos anegados de arena. Mucho más pedregosa y violenta que La Concha, está rematada por imponentes farallones rocosos en ambos extremos, que se pierden en la brumosa atmósfera, saturada de sal, agua y arena. Y más al este aún, un desierto de piedra marrón y de líquenes verdes, sin caminos, sin falsas esperanzas, en el que debes orientarte utilizando tan sólo la vista.

Desierto, la verdadera naturaleza de la isla. Para llegar a nuestro alojamiento, hemos de atravesar un espectacular parque natural cuyas arenas invaden continuamente la carretera con el peligro que ello supone para el tráfico. Al lado izquierdo de la vía, y hasta donde llega la vista, un inmenso mar de dunas, falsamente inmóvil, permite reposar los ojos cansados en los tonos suaves de sus laderas. El viento las peina, abrasador y risueño, con tesonera insistencia mientras entierra y desentierra curiosas especies vegetales. Siempre siguiendo sus propias veleidades, el compañero inseparable de esta tierra revela a su antojo, en el límite de las cálidas arenas, cordilleras lunares cortadas a pico en duros perfiles, como cinceladas con rudeza contra el limpio cielo. Absorben de éste todos los matices del azul para proyectarlos con cegadora claridad contra un horizonte dibujado con un trazo firme y limpio, sin ambages. Reverbera la luz del sol sobre las arenas de color tostado y algunos camellos indolentes y despreciativos observan desde su soberbia a la turbamulta de guiris que intenta con ilusionada torpeza subirse a sus sillas. A la derecha, interminables playas tan sólo salpicadas por dos o tres grandes hoteles y la extensión azul y poderosa que asedia esta tierra sin descanso, sin dar cuartel ni pedirlo.

Esta isla   -y con ella África- se asoma, salvaje, al más impío de todos los océanos impíos, al verde leviatán que fue capaz de devorar al mito magnífico que le da su nombre y su carácter. Le desafía y le reta, le atrae y le complementa, jugando con él a la bestia de las dos espaldas, dejándose fecundar por la violencia de las olas y el aullido del viento marino para después parir dolorosamente interminables bandadas de gaviotas ruidosas y feroces. Las cometas de kitesurfing, como grandes pájaros cautivos, cabecean sin dejar jamás de pelear por la imposible libertad que sus amos les niegan, ansiando perderse en el azul, romper sus cadenas. La montaña  Tindaya contempla insomne, inmensa, la carretera que lleva hacia las magníficas playas de las cercanías. Hunde sus quebradas en la tierra rojiza requemada por el sol como si de enormes dedos se tratasen, intentando así aferrar el espíritu de la isla, sujetarlo en su puño ciclópeo.

Erbani, nombre indígena de la isla, se hallaba dividida en dos grandes comarcas, Jandía y Maxorata, de donde deriva su gentilicio, hoy majorero, antes majo o maxo. Sus primeros pobladores parecen haber sido libio-bereberes, tesis sustentada por un amplio legado de inscripciones y grabados esparcidos por toda la isla. Aun así, subsisten numerosas dudas sobre este asunto. Juan de Bethencourt, empresario de origen normando, junto a  Gadifer de la Salle, conquistan y colonizan la belleza de Fuerteventura a principios del siglo XV. En 1404 fundan su capital en la zona más protegida del interior de la isla, bautizándola como Betancuria.

Contemplo a placer esta hermosa zona desde las inmediaciones del mirador de Morro Veloso, obra del genial Manrique. La perspectiva es desde luego espléndida: cuando las oscuras nubes dejan pasar algunos rayos de un sol fugitivo y marchito, las durísimas colinas de la zona estallan en reflejos verdes y dorados, matizados por marrones crudos y ominosos. Pueblos blancos,  pequeños y encastrados en los casi yermos roquedales, saludan a noviembre en la quietud de la lejanía y la isla entera parece rendirse a los pies del viajero. Al fondo, muy al fondo, y si el día está claro, puede divisarse el Atlántico, engañosamente inofensivo en la distancia. Me sorprende un cartel que prohíbe dar de comer a las ardillas, y más tarde me entero de que, venidas de Marruecos y del Atlas, han colonizado esta parte de la isla como si de conejos se tratase, vivaces y ubícuas, aunque lo cierto es que no diviso ninguna.

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El viento nos sacude a su antojo mientras nos fotografiamos junto a las enormes efigies de bronce de Guizé y Ayoze, los reyes aborígenes de las dos comarcas primitivas. Tras rendirse en 1405, acabaron sus días como Luis y Alfonso, respectivamente, cristianados a viva fuerza por sus captores, muy respetuosos con las culturas originales en clara concordancia con las costumbres de la época. Y así, desde el siglo XV al XIX, Erbani fue un señorío dependiente de los Reyes Católicos hasta que se integró en la provincia española de Canarias.

Nos hallamos, sin duda, en la  patria de los desharrapados elegantes, del elaborado descuido en el vestir. Cara ropa de surf que se rompe por los costados abunda en las  tiendas y las calles de la isla entera, incluso en los más humildes de sus blancos poblachones, y todo el curioso microcosmos de esta nueva tribu marina inunda con sus colores alegres y chillones las arenas doradas, las caletas azules, los negros acantilados. Rubicundos o simplemente rubiatos, tostados por el sol, barbudos de largas melenas y cuerpos escupidos a golpe de olas, siempre alegres y escoltados las más de las veces por plácidas damiselas que ocultan con picardía sus tempranas patas de gallo bajo divertidas gafas de sol, en absoluto femeninas. Bronceadores de colores cálidos y extraños, trajes de neopreno y collares de cuentas en atractivo y anacrónico contraste a lomos de costosas tablas de surf, primorosamente decoradas: animales amables de las playas, de las costas interminables de esta isla. Aquí todo empieza y todo termina en el agua, al borde del mar.

Comemos opíparamente en uno de los numerosos restaurantes de Fuerteventura, regalándonos el paladar con mis imprescindibles papas con mojo picón  -cuantísimo me gustan, coño- , queso majorero frito acompañado con una deliciosa mermelada de tomate y una fritada de pescado fresquísimo que huele a gloria bendita. El maître me pasa una tablet que contiene la carta de vinos del establecimiento, cuidada y diversa. Como me ve relajado y con cara de guasa me sugiere un vino hecho a base de plátano bajo la firme promesa de no cobrárnoslo si no resulta de nuestro agrado. Quién dijo miedo. Atacamos la botella y resulta ser francamente sabroso, aromático y afrutado, aunque algo agresivo, pero la aventura es la aventura, de manera que bebérnoslo es una forma más de seguir celebrando la vida y el hecho maravilloso de seguir juntos. Gozamos, los dos,  de la belleza del momento y del cotidiano milagro de la existencia, asoleándonos  porque el sol está picón, como dicen estos amables isleños. Hago el gamba a placer con el palito para selfis que hemos comprado, invento definitivamente chorra al que le sacaré mucho partido durante estos días.

 Desde la terraza podemos contemplar un pequeño muelle, cuyo pavimento reventó inmisericorde la violencia del mar durante la última luna llena, arrancando grandes planchas de cemento merced a su furia. Un negrata limpia pescado al borde del mar mientras arroja los despojos a las insaciables gaviotas, que le rodean prestas a caer sobre él al menor signo de debilidad al tiempo que trasiegan las sangrantes entrañas en medio de una monumental algarabía. Olas tranquilas besan la orilla sin demasiado rencor, escoltadas por bandadas numerosas de palomas morunas. La tarde se va cerniendo sobre nosotros y todo invita al relax y al placer de vivir; el sol agonizante brilla aquí y allá entre las espesas nubes, apuñalando de plata a la inquieta bestia azul y verde.

Después del café, Corralejo nos espera bajo las nubes que cubren el norte. Mientras conduzco, una luna llena oronda, inmensamente blanca y pagada de sí, inunda hoy el firmamento. Combate, no sin cierta placidez, para hacer brillar su mensaje, mientras su ojo mágico y preñado de luz, nos contempla en espectral silencio tan sólo quebrado por la blancura vieja y rumorosa de las olas.  Tras la cena, tan casera y tan nuestra, hay que tomar las copas en Murphy’s, un divertido pub irlandés que se halla frente a nuestros alojamientos. Sin lugar a dudas, son los celtas más latinos de todos, si es que semejante cosa existe. Tienen pasión por beber y por cantar y se entregan a ambas actividades con un sentido de la medida tan escaso, con tal carencia de moderación de tipo alguno que me recuerdan inevitablemente a mi propia y querida tribu. Hemos pasado con ellos momentos francamente entretenidos, y se sorprendieron mucho cuando canté con ellos  -fatal y sin karaoke, claro-  «Raglan road» y «The auld triangle«, dos canciones clásicas de su folklore. No acababan de explicarse, para cachondeo lloroso de mi pareja, cómo demonios un español como yo tenía semejante conocimiento de su cultura y se miraban entre ellos un tanto aturdidos. Naturalmente, a la segunda noche ya nos habían aceptado y se complacían en servirnos, con toda la guasa del mundo, unos gin tonics tan cargados que tumbarían a un húsar, encantados con nuestras protestas y nuestras caras de susto. Son así, niños grandes rodeados de duendes verdes, de San Patricios y de barbaridades en gaélico y en inglés que decoran las paredes del local escritas sobre atractivas placas de metal.

La hostelería de esta tierra salvaje y hermosa es excelente, sin duda alguna. Todos y cada uno de los establecimientos que hemos ido visitando son limpios y agradables, bien atendidos por nacionales y extranjeros que conocen de sobra su oficio y lo ejercen con cariño y clase. No hemos tenido discusión alguna durante todo el viaje, al contrario de lo que nos ocurrió en otras islas. Nunca había visto servicios  -masculinos y femeninos-  tan grandes y tan limpios, la verdad. Ignoro cómo están los precios de los alquileres de locales, pero los quiero suponer francamente asequibles, por el tamaño y la decoración de todos ellos. Eso o la economía de la isla nada en dinero, que también podría ocurrir, al menos en lo que a Corralejo se refiere. Me cuentan algunos trabajadores que actualmente esta población es el centro neurálgico de la actividad turística de la isla, por otra parte muy despoblada y ni de lejos tan explotada como otras de sus hermanas, afortunadamente para todo el mundo. Es magnífico poder recorrer playas inmensas, casi vírgenes, sin necesidad de esperar un milagro para poder plantar con tranquilidad la toalla; es estupendo bañarse sin tener que pedir la vez, sin masticar de cerca el olor de los demás.

Vemos pasar los días desde nuestra terraza con sospechosa rapidez pese a lo plácido de la existencia que llevamos. Sabemos cercano el final de nuestra nueva singladura atlántica; se nos viene encima a pasos agigantados con esa mueca amenazadora que lucen las malas noticias. Pero nos llevamos momentos soberbios arrancados a manos llenas a la vida que bulle por doquier en esta isla tan parca en palabras y tan rica en imágenes; atesoramos planes de futuro que dejamos a medio enterrar en sus cálidas arenas y ya, antes de partir hacia la tozuda realidad, estamos deseando volver.

Y así, lo haremos, pero en la siguiente ocasión nos acompañará nuestra cometa de salto, que aún no hemos estrenado. Espero que sus seis metros de envergadura nos acerquen aún más al duro cielo majorero y a las emociones que Erbani reserva para nosotros.

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