«Curioso; ese montón de hierbajos y ramas resecas no estaba aquí antes de ayer, cuando pastábamos muy cerca. Me pica bastante la curiosidad, todo hay que decirlo, pero, en el fondo, siento más recelo que otra cosa. Bueno, estaremos ojo avizor por si las que vuelan.»
«Da gusto pasear por el bosque en estas madrugadas del septiembre temprano, cuando la niebla lo envuelve todo, peleando con la luz ya cercana por el dominio del espacio, compartido con una brisa de fragancia muy especial. El rocío que cubre la tierra, los pastos todos, se deshace bajo nuestras patas sigilosas, y un algo vibrante que flota en el ambiente comienza a encender nuestra sangre. Es hora ya, ya se acerca, de iniciar nuestros rituales de vida y de perpetuación, nuestros espectaculares combates, nuestro fin último y primario. Muy en breve, se nos olvidará hasta comer, el sueño abandonará nuestras vidas y una sola obsesión se asentará entre nuestros ojos, entre nuestros enfebrecidos ijares, en la garganta barbuda y vocinglera. Desde lo alto de la sierra, desde lo más profundo del bosque, iniciaremos la búsqueda incansable de nuestras compañeras, de ojos suaves y huidizos, de tierno mirar, que soportarán embravecidos embates de la vida misma, de la loca ansia de amar que nos posee durante unos pocos días al año. Alguno, como siempre, se llevará la parte más sabrosa, y no siempre será el mejor ni el más valiente, aunque esos sí, será seguramente el más avispado; otros morirán de pura consunción, de cansancio y de hambre, frustrados por no haber podido cumplir con su papel o con parte del mismo; en fin, así es este asunto.»
«En lo que a mí respecta y sobre este particular, estoy absolutamente tranquilo. Mi sangre corre por las venas de la mayoría de los venados que pueblan este fragoroso lugar; mi semilla ha germinado, fructífera, en el vientre de muchas hembras, de muchas. De cualquier modo, y por lo que a las ganas de pelear se refiere, mi cuerna posee ya doce candiles simétricos, oscuros como el ébano y de un grosor más que respetable, y mi corazón se siente alegre y joven, presto al combate y al amor. Así pues, que venga; bienvenida sea esa fiebre de otoño temprano, ese desafío, ese canto a la vida.»
«Resulta siempre una ocasión peligrosa para nosotros, no obstante; poseídos por ese voraz demonio de faz sudorosa, descuidamos la vigilancia que nos preserva del enemigo, bajamos la guardia hasta extremos insospechados. Basta así con escuchar un cercano entrechocar de cuernas, con aspirar la deseada fragancia de la hembra, para desoír el latido de nuestro propio corazón y emprender veloz carrera en busca del combate, de uno u otro tipo. En esos momentos, somos claramente vulnerables ante el ataque de cualquier enemigo. Y, ciertamente, no nos faltan de estos últimos. Todavía recuerdo, aunque ya entre brumas, las advertencias de mi abuelo, venado viejo y versado en las artes del bosque por demás, sobre lobos, zorros y demás predadores naturales, que nos acechaban por doquier, aprovechando todas las oportunidades posibles para robar nuestras crías, nuestras hembras y a los más jóvenes de entre nosotros, acosando sin piedad a los más mayores. Hoy día, esa amenaza ha desaparecido casi por completo: muy de vez en cuando, algún enjuto y viejo trotador de ojos amarillos traspone la cercana sierra, enloquecido de hambre, y se busca la vida en nuestro valle; de todos modos, dura más bien poco entre nuestros bosques. Ya se preocupa de desalojarle el peor de nuestros enemigos, la pesadilla recurrente que se calma durante muy poco tiempo al año, la bestia feroz y sin entrañas que nos persigue sin tregua: el Hombre, el rey del mundo, la creación más disparatada de la Naturaleza, esa madre cruel.»
«No puedo reprimir un cierto escalofrío al pensar en él; no deja de escocerme la herida de mi lomo, vieja como yo, ya casi cubierta por mi pelaje. A pesar de que mi encuentro con el cazador ocurrió en mi juventud, un tanto lejana a estas alturas, jamás olvidaré el dolor, el miedo, el ansia irreprimible de respirar, mis pezuñas levantando terrones ensangrentados y mi loca carrera hacia lo más profundo de la foresta, sin otro pensamiento que escapar del fogonazo que surgió a mi espalda entre la espesura, del estampido que me hizo respingar, afortunadamente, hiriendo mis tímpanos con el inconfundible sonido del espanto. Al llegar a mi refugio y encontrarme con mis compañeros, me costó trabajo poderles explicar qué había ocurrido; entrecortadamente, y mientras mi hembra lamía amorosamente la fea herida, conseguí transmitirles mi susto, mi miedo, mi experiencia y mi rencor. Han pasado muchas primaveras desde entonces; la luna, carirredonda y suave, se ha asomado en infinidad de ocasiones entre la crestería de los montes que circundan nuestro hogar, apaciguando las noches de invierno con luz limpia y clara, sin engaños, como debe de ser.»
«Con el correr de los días, he dejado de ver a muchos compañeros, a muchos amigos y amigas que ya no marcharán junto a mí, que interrumpieron su tranquilo pastar para siempre, que quedaron suspendidos entre el cielo y la tierra en ese momento terrible, estremecedor, en el que la vida se es capa irremisiblemente. Sí, ya sé, es ley de vida. Está escrito en algún sitio, aunque supongo que no en el lenguaje de los hombres, sino en caracteres más antiguos, más amargos y atroces, que todo ser vivo ha de cumplir de modo inexorable un ciclo de vida, que quien vio un día la luz retornará a la oscuridad más tarde o más temprano, que nada dura eternamente. Si me preguntan a mí, prefiero, desde luego, morir en el combate o a manos del cazador, si es que la disyuntiva consiste en el hambre, en el frío y en la vejez inmisericorde. Suponiendo que haya nacido quien deba darme muerte, sólo le pido nobleza en el lance, que sea de poder a poder, que me dé una oportunidad, que muestre respeto y admiración por una criatura del bosque, libre y salvaje, nacida para ser feliz. Y ya puestos a dejar mi mundo, que sea de manera rápida y discreta, antes de que la edad me agarrote los ijares y deforme mi cuerna, antes de que mi pelo brillante y espeso comience a clarear.»
«Cada vez que mi cuerna cae, para resurgir al poco tiempo más hermosa y mejor armada, me sorprende el chasquido que produce, me desorienta la falta de peso en mi cráneo y me asusta pensar en el futuro; ni la hierba más rica y dulce me devuelve la tranquilidad hasta pasados unos días, cuando los botones que comienzan a aflorar en mi cabeza vuelven a hablarme de renovación, de vuelta a la vida y a la esperanza de ver un año más.»
«Bueno, pues resulta ser que no tengo el día muy católico hoy, vaya. Entre trocha y monte, entre mi caminar por umbría y solana, mis reflexiones me están llevando hacia una melancolía que no está acorde, de momento, con los días de lujuria y alegría que se avecinan. No obstante, sigo sintiendo que algo no marcha bien; me barrunto problemas a la vista, no puedo desprenderme de ese sentimiento, mal que me pese. Lo peor del caso es que no consigo identificar la fuente de esa sensación. En fin, quizá se trate de emociones propias de la edad; ya veremos.»
«Caramba, qué bien huele por aquí; no sé si me gusta más el aroma de hembra o la espesa fragancia de las manzanas ligeramente pasadas, pero tengo claro que ambos olores me apetecen, me atraen. Siendo como somos auténticas máquinas de supervivencia, es muy necesario analizar la situación con ojo crítico y desdeñar, en su caso, la deseada golosina; no vayamos a engrosar el número de bajas de esta temporada.
«Veamos, el monte está en calma; ni un solo trinar en las jaras; no cae piña alguna ni avisa la perdiz de presencias extrañas al bosque, y el viento no trae mensajes de espanto. No veo nada amenazador, así que no encuentro razón alguna por la que no pueda probar ese montoncito de manzanas que tengo enfrente de mí; desde luego, no parece en absoluto sospechoso. Pues, en efecto, están deliciosas; con un poco de suerte, a lo mejor encuentro más por aquí. Es sorprendente este fenómeno; de cuando en cuando, si bien no con la frecuencia que sería de desear, aparecen por la sierra montoncitos de comida apetecible y tierna, que alegran un poco la vida de este venado a base de variar su dieta, un poco aburrida, a fuer de sincero. Todavía no he dado con la explicación, aunque no desespero; no quisiera creer que mi sentimiento de inquietud esté relacionado con estos caprichos culinarios…»
Mientras mastica confiada y ruidosamente, machacando con el placer de un gourmet las manzanas, que llenan la boca glotona, el gran venado deja en suspenso su atención, relaja por un momento sus agudos sentidos, pese a que levanta la orgullosa cabeza cada dos por tres, en busca de signos de peligro. A escasos metros de allí, oculta entre el montón de ramajes que de mañana temprano llamó su atención y despertó su instinto, brilla, letal y fría, una punta de caza. Tras la flecha camuflada, un arco; tras el arco, el Hombre, tenso y en silencio, inmóvil, al acecho. Está cercano el culmen del lance; queda muy poco para cobrar la recompensa que lleva buscando con ahínco tantos días; vienen a su memoria madrugadas de hielo, tardes de frío intenso en pos de la pieza soñada. Ha leído signos, rastros, huellas; ha probado con distintos cebos y en distintas emboscadas; ha aplaudido la huida grácil y veloz del escurridizo venado de gran cuerna que ha burlado su habilidad y sus conocimientos en tantas ocasiones como ésta. Y, justamente ahora, en este mágico momento, le asaltan las dudas propias de todo hombre de bien, de todo cazador que se precie de serlo: hay tanta belleza en los elásticos movimientos del venado, hay tanta majestuosidad contenida en sus andares, tal gracia orgullosa y displicente, casi despreciativa…
Se sorprende a sí mismo el deportista perdonando la vida de su pieza, de un modo prácticamente inconsciente; tiene que hacer un verdadero esfuerzo para volver a centrarse en su idea, en su voluntad; se atasca y se retuerce en esa contradicción íntima que se contiene en el lance de caza, en ese querer y no querer, en ese desear el inexorable final, siempre agridulce.
Así pues, fuerza la postura, busca el ángulo debido y centra su atención en un punto de pelo más oscuro, justo por encima del codillo del venado; es un tiro a pulmón alto, con muy poco riesgo y a una distancia en la que el arquero se sabe letal. Contiene la respiración en la medida necesaria, relaja los dedos y deja partir la flecha, mensajera de muerte sin posible retorno ya. En casi completo silencio, la punta de caza y el astil se entierran, en cuestión de segundos, en la zona escogida por el tirador, mientras el gran venado respinga y cocea a la vez, repentinamente alerta, avisado demasiado tarde, congelado en el tiempo y comenzando a desaparecer como ser vivo, en su propia y personal niebla.
«¿Qué ha sido eso, qué ha ocurrido? He notado un fuerte empujón, algo así como la picadura de un gran tábano o de una abeja furiosa, y un ligero escozor se extiende por mi pecho. Qué extraño, no he oído ruido alguno; está bien, inspeccionemos la zona y sigamos comiendo; esta noche habrá que acercarse al pantano para abrevar; ciertamente, tengo una sed terrible. Bueno, no parece que aceche nada peligroso. Pero… caramba, qué mareo; de repente, todo se ha movido a mi alrededor; siento una debilidad en las patas, en el pecho; me escuecen los costillares, se me inclina la cabeza, no puedo más, me echaré a descansar un rato… ¡Por el ciervo que me dio el ser, el valle se está llenando de sombras rojas y negras, de una neblina gris y espesa que avanza hacia mí! ¿Qué significa esto, qué me pasa? ¡Un venado enorme se acerca! Tal y como me siento solamente me faltaba que viniera buscando pelea. Pero no; sus ojos destilan paz y amor; qué hermosa cuerna, qué prestancia; a su lado, la mía parece un juguete roto…¡Y me hace señas para que le siga! Está bien, amigo mío, mi hermano, te sigo; no sé a dónde me conduces, pero algo me hace presagiar que nada debo temer de ti ni de los tuyos; al contemplar tu noble faz, me vienen a la cabeza verdes prados, arroyos rumorosos de aguas limpias, bosques nemorosos y oscuros, que invitan al reposo, llenos de amorosa compañía femenina. Espera, espera; te sigo; no tan aprisa, por favor; estoy tan cansado ahora…»
A pocos metros del comedero ha caído el venado, ya inmóvil, sin vida ya. Su propia sangre empapa ambos costados, y sigue manando mansamente, en obediente silencio, hasta formar un charco sobre el suelo, ennegreciéndolo. Diríase, al verlo a cierta distancia, que está simplemente sesteando, reponiéndose de los rigores de su existencia montaraz y arriesgada: plegadas en cómoda postura sus cuatro patas, la cabeza sobre el suelo, sin mostrar rictus de dolor, con la boca cerrada y la trufa aún húmeda. No obstante, ya le azulean los ojos, y su musculatura ha perdido el tono; la muerte se ha llevado el color de sus ojos y la tensión divina que animaba su corpachón; para seguir al Gran Venado, es requisito indispensable ser ingrávido como él, etéreo y de color gris, casi transparente.
Se mueven las ramas a la entrada del escondrijo, y una figura camuflada se yergue bajo la luz de la media tarde, que comienza a perder su energía, preparando el tránsito a la noche cercana. Con el arco en la mano, preparado para impartir la misericordia del tiro de remate, el arquero se acerca con cautela a la bestia inerme. Tras comprobar la efectividad de su disparo, la limpieza con la que la punta de caza ha atravesado de parte a parte el poderoso cuerpo que yace ante él, llevándose una vida por delante, el cazador se arrodilla. Busca lentamente una mata de hierba fresca y jugosa, que arranca del suelo y que coloca, con mimo, con delicadeza, en los labios blanquinegros de su presa: muerte limpia, muerte noble, muerte sagrada para un animal salvaje, digno de ella.
«Gracias, amigo mío. Tu recuerdo permanecerá conmigo para siempre, tu cuerna honrará el salón de mi casa y tu hermosa piel dará calidez a mi cama y a mis sueños. Viéndote ya sin vida casi me arrepiento, pero… Como en otras ocasiones, siento que no tengo palabras para describir lo que siento ahora, aunque supongo que tú me entenderías perfectamente; bien está lo que está bien.»
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