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Hijos del vacío

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Vuelvo algunas noches caminando hasta mi hogar desde la calle Princesa. En sus inmediaciones regenta un entrañable bar de copas un querido amigo mío, de manera que me escapo a verle con una frecuencia más o menos digna. Menudean las cervezas y la conversación puede muy bien hollar la madrugada, alegremente ajenos a las horas que se nos van, como se nos va la vida. El asunto mejora sensiblemente si hay parroquianos nuevos o desconocidos, si bien es cierto que eso no suele ocurrir con asiduidad. La noche de Madrid es así, y así es el sino de mi amigo.

Cerrado ya el metro y esquilmado mi birrioso peculio, no me queda más remedio que ir colocando un pie detrás del otro, pisando aceras grises y húmedas de sueño. No es que me importe en realidad; cambio la penumbra, relativamente cómoda, de un taxi quizá maloliente por una caminata en compañía de mi peor juez. Si la noche está bien metida en agua, me acomete además una fuerte sensación de soledad inquietante y atractiva a la vez, mientras la lluvia chorrea por el ala de mi sombrero: efectivamente, Madrid es una ciudad de más de un millón y medio de cadáveres. Parece como si el silencio se hubiese apoderado definitivamente de esta urbe para eliminar de una vez por todas todos los sonidos que su latir poderoso produce hora tras hora, acabando de paso con su torrente de vida. Al mismo tiempo, te sientes observado por cientos de ventanas, de ojos muertos y vacíos que siguen tu devenir.

Mientras resuenan los tacones de mis botas por encima de las sombras de la ciudad dormida mi imaginación, siempre inquieta, campa de nuevo por sus respetos. Me asalta toda una multitud de ideas que se me antojan brillantes y acertadas. Veo bailar las frases, encajar los verbos; me deslumbran las metáforas, los localismos y el aire canalla que tanto me agrada. Me pararía cada dos metros para apuntar semejante torrente de felices ocurrencias, a riesgo de no llegar nunca a casa. Declamo frente a mí mismo y frente al mundo y lo hago completamente ausente, alejado de la realidad. A veces ya acostado amontono aún palabras, enhebrándolas en la aventura de mi vida con mimo y emoción, con placer,  hasta que el sueño me vence. No sé si se trata de los efectos del alcohol, pero lo cierto es que soy presa de una especial crisis creativa que no me abandona durante horas. Y al día siguiente conservo todavía en los labios resecos el recuerdo de las palabras que de ellos brotaron con tanta facilidad, como si del sabor de mi amante se tratase, sólo para darme cuenta de que casi todas ellas se han desvanecido entre mis sábanas mucho antes del alba. Inservibles ya, mueren antes de posarse en el blanco de la página, como mariposas abortadas por el frío de la mañana, sin gallardía ni coraje, sin un adiós. Carecen de redención posible; será necesario invocarlas de nuevo para poder utilizar su indudable poder y volver a aspirar su fragancia.

 La vida  -acabo por concluir para mí-  es tan hermosa y está tan llena de atronadores matices, que las palabras nunca pueden llegar a expresar con suficiente poder la continua maravilla  que la existencia nos regala. Oímos la sinfonía magnífica de nuestra propia existencia dentro de nosotros mismos, pero es imposible del todo conseguir una comunicación absolutamente fluida entre el corazón y el cerebro, al menos para la mayoría de los seres humanos que ponen  -ponemos-   por escrito sus ideas. Faltan infinitos colores en nuestras pobres paletas;  no conseguimos reflejar con la necesaria riqueza el brutal panorama que divisamos desde nuestras ventanas.

Y al mismo tiempo que me embarco en este excitante ejercicio, su propia dinámica desquiciada me lleva a recordar perfectamente ciertas calles de mi patria chica, señaladas en mi vida por acontecimientos que he llegado a olvidar por completo y llenas de palabras hermosas. Cuando camino a deshoras Princesa arriba el panorama que distingo es algo más triste y ramplón a falta de un sol piadoso que oculte las miserias del mundo bajo su luz impertérrita e indiferente. Pero sigue sin tener nada en común con la calle por la que yo paseaba con mi abuelo hace eones ya.

La gente deambulaba por allí sin prisa excesiva, creo recordar; los hombres, con gabardina, estrecha corbata negra y fumando placenteramente; las mujeres, con pañuelo en la cabeza y bolso colgando de la mano o del hombro. Escasos automóviles de modelos repetidos hasta la náusea arrojaban al cielo limpio de la capital las primeras emanaciones ponzoñosas, las nietas de las espantosas masas de contaminación que hoy nos impiden respirar. Comercios de esos que llamamos «de toda la vida» menudeaban en tan importante arteria ofreciendo, bajo el cielo amable de los bulevares, sus mercancías. Me acuerdo de escaparates elegantes, llenos de luz; se me vienen a la cabeza pésimos eslóganes comerciales, divertidos por su falta de calidad. Veo  brotar la vida con mis ojos de adolescente en aquella ciudad distinta.

Emanaba de aquel Madrid un aire distinto, a pesar de que no alcanzo a distinguir si era mejor o  peor, aunque sí creo que resultaba  mucho más sincero y auténtico. Se miraba al horizonte con una esperanza que hoy en día ha desaparecido bajo el peso espantoso de todos los errores que hemos cometido, se vivía con una alegría actualmente evaporada, cuyo grosero remedo sólo asoma cuando lo deciden los mercachifles de siempre. Hoy, el Madrid que yo conocí no es ya más que una ciudad de papel, que vive encerrada en fotografías en blanco y negro y en sombrías hemerotecas.

Esta noche de lluvia un enorme camión reposa frente a la puerta de unos grandes  -enormes, inhumanos y omnipresentes, más bien-  almacenes. Espera sumido en el pesado letargo del leviatán el momento de vomitar su carga en el vientre de la bestia insaciable que dormita junto a él. En la acera contraria, no hago más que pasar frente a comercios nuevos, inanes, profundamente estúpidos. Sus fachadas rebuscadas, cargadas de colores pastel y de elaborados logotipos, no hacen sino enaltecer la imbecilidad humana. Son negocios aburridos y sin alma que buscan la ganancia rápida y fácil, meros exponentes del triunfo del dinero, de la vaciedad del mundo que nos rodea. Sus nombres comerciales maltratan con crudeza al castellano y reducen al cliente a un lastimoso amasijo de cifras y datos que se pueden comprar y vender, siempre en pos del beneficio.

Y súbitamente me detengo bajo la espesa cortina de agua que rebota a mi alrededor. Acabo de ver con dolorosa claridad que son ellos quienes al final triunfarán, y no nosotros. Vencerán los heraldos de la nada, los hijos del vacío, y no las criaturas de la luz. Desfilarán como zombis conquistadores bajo un cielo plomizo e indiferente mientras la gente normal se va diluyendo sin remedio en vagos surtidores de niebla.

Ese será el precio terrible que pagaremos por nuestra desidia.

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