No acabo de distinguir con claridad si ayer hice el tolay o no. Lo cierto es que el corazón me dice que no fue así, y mi vieja patata suele acertar a la hora de juzgar a los hombres, pero ya sabemos lo que hay. Hemos sufrido -y sufrimos aún- tantísimo con las martingalas derivadas de la famosa crisis que nos han regalado nuestros queridos próceres, que hasta el más tonto hace relojes. Si la necesidad aguza el ingenio, excuso comentar los poderosos efectos que semejante situación puede ejercer en esa tupa de canallas y de canallitas acostumbrados a ganarse la vida por la puta jeroma.
Bueno, a lo que vamos, que se me va el oremus. Volvía de la calle Santa Isabel, de visitar una de mis librerías favoritas, y volvía en metro porque me deja muy cerca de casa. No es que me agrade demasiado la cosa colectiva; nunca he sido partidario de compartir olismas y miasmas ajenas en un espacio cerrado ahíto de peña poco adicta al jabón, pero mi economía no me permite otro tipo de dispendios. Así que bajo las correspondientes escaleras y pago mi billete, disponiéndome a esperar al ruidoso gusano blanco que me llevará hasta las inmediaciones de mi hogar.
En la penúltima estación, aborda mi vagón una pareja. Treintañeros escasos, con buen aspecto, limpios y atildados. Algo regordeta, la rubia se sienta rápidamente mientras observa a su compañero con expectación; él la hace un gesto y se dirige al centro del vagón, donde, agarrándose a ambas barras laterales, inspira profundamente. Es un tipo alto, fuerte, con menos pelo que yo y con cara de buena gente. Se nos queda mirando y comienza a desgranar la consabida cantinela: «Buenos días, señoras y señores. No quiero molestarles, pero mi mujer y yo llevamos seis meses ya sin paro y nos quieren quitar el piso…»
He de reconocer que el tema temario de la solidaridad lo llevo un poco como a ratos, que no es mi fuerte, y lo digo con ánimo de mejorar este defecto, no de excusarme. Pero no puedo evitar que me atragante en grado sumo la multitud de pedigüeños con la que a diario me tropiezo, simple y llanamente porque distingo entre sus filas un nutrido grupo de jetas cuya mera existencia me resulta cuando menos molesta. Llega un momento en el que es difícil discernir si la llorosa petición, tantísimas veces escuchada, tiene algún viso de realidad o si no pasa de ser un maullido más, mejor o peor disimulado, preludio de la consiguiente gatada. No tengo por costumbre soltar ni un céntimo, aunque sí pago, gustosamente, un bocadillo y una cerveza ajenos, si ese es el caso. Ni es la primera vez, ni será la última.
Así que, a punto de llegar a mi estación y ya hartísimo de falsos músicos callejeros, de los de caja de sonidos y tal y tal, desvié la mirada y la atención, aprestándome para esquivar a un menesteroso más. En ese momento, y por el rabillo del ojo, veo al chaval que suelta las manos de las barras, cruza ambos brazos delante de sí como diciendo basta ya, y se dirige, angustiado, a la rubia: «lo siento, cariño, pero no puedo, no tengo fuerzas para esto…». Ella le abraza y le consuela ante la mirada atenta pero indiferente de todos los pasajeros. Le acerca, cariñosa, hacia el modesto chándal rosa que viste y le mira con cariño, cerrando las heridas abiertas de una dignidad arrancada a golpe de hipoteca: «no pasa nada, tranquilo…»
Y en ese preciso instante, noto un nudo en el estómago que me oprime el corazón, la garganta y los cojones. Me ha parecido percibir, como en medio de un fugaz destello de limpia luz, un espantoso atisbo de auténtica desesperación. He visto a dos seres humanos que se quieren postrados de rodillas, vencidos por el horror de su cotidianeidad, por la dureza de la situación que les ha tocado vivir y, lo que es peor, avergonzados por ello. Todo ello en décimas de segundo, claro está. El hombre, enfrentado al desastre, se despoja de todo lo que no sea instinto, para poder así percibir con toda la claridad posible el meollo del asunto y actuar en consecuencia.
Hace ya algunos años traduje para un conocido instituto de investigación multidisciplinar, un interesantísimo documental. Investigaba, en concreto, las inquietantes y numerosas coincidencias entre el comportamiento instintivo de los grandes simios y el nuestro. Tras realizar una amplia batería de pruebas con bebés simios y con bebés humanos, y con adultos de ambos grupos, concluían los científicos que dirigían el experimento que la única característica que nos separa de nuestros inteligentes primos es, precisamente, la solidaridad. Gracias a ella, al deseo de ayudar al otro por el mero hecho de hacerlo, el ser humano ha llegado a ocupar el lugar en el que se halla dentro del orden natural. Al menos, así lo afirmaba aquel grupo de etólogos.
Sentí ese impulso con una fuerza que me sorprendió. No podía dejar de hacer algo, lo que fuera, para expresar a la triste pareja mi apoyo, por simbólico y escaso que pudiera resultar. Y así lo hice. Aprovechando que el tren ya llegaba a mi destino, me eché la mano al bolsillo y me dirigí hacia los dos pesarosos. Le toqué en el hombro al muchacho, al tiempo que le tendía la mano con el dinero, y le dije: «Ánimo, amigo; no te rindas nunca». Creo que mi diestra ocultaba cinco o seis monedas de un euro, aunque en ese momento no le presté a ese asunto atención alguna; me parecía que lo urgente, lo realmente importante, consistía en hacerme presente ante el dolor ajeno, en plantarle cara como fuera.
Me miraron, sorprendidos; se miraron entre sí y prorrumpieron a darme las gracias con un torrente de frases emocionadas que confieso me turbó un tanto; no estoy acostumbrado a semejantes muestras de agradecimiento, la verdad. Se bajaron en la misma estación que yo pero tomaron otra dirección, lo que me alivió bastante mientras me perdía entre la multitud, los pasillos y el zumbido interminable del metro, porque volvieron a expresar su gratitud al caballero con sombrero Fedora , gafas negras y americana de ante que procuraba a toda costa pasar lo más inadvertido posible entre el gentío. Y al final, la rubia le espeta a su machote: «¡Eres un campeón, cariño¡»
No pongáis esa cara, queridos. No quiero medalla alguna, y menos por semejante hazaña. Todas las que me correspondían, o casi todas, están ya más que herrumbrosas. Me muestran sus faces que un día brillaron como el sol cuando abro el cajón de mi devenir, pero no las echo de menos en absoluto. Tan es así, que he adquirido la sana costumbre de limpiarme el culo con las últimas que me han ofrecido, que alguna que otra había. Hablo aquí, simplemente, del sentimiento de placer y de alegría que proporciona actuar según los dictados de tu conciencia, sin que nada tenga que ver con todo ello el hecho de que te estén tangando o no. Ese es otro problema, y no es tuyo, hermano.
Imperativo categórico, alimento para el espíritu humano, para esa bestezuela dormida que todos llevamos en el pecho pugnando por mostrar la mejor de sus sonrisas, tanto más irresistible cuanto más imperativo. Preludio de un mundo mejor. Algunas veces, hasta yo me lo creo, hay que joderse.
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