Son las ocho de la tarde y llueve como si no hubiera un mañana. Cae agua con una furia ciega; parece que el cielo tiene prisa por volcar todo el líquido que le sobra encima de nuestras cabezas. El gran voladizo bajo el que me hallo tiene alguna que otra sutil gotera, y de vez en cuando alguna gota traviesa me golpea, haciéndome respingar con su agradable frescor. Frente a mi, unos cuantos currantes del complejo en el que me alojo recogen apresuradamente unos instrumentos musicales y tapan con fundas los amplificadores y micrófonos. De momento, nada de conciertos; el agua no quiere oír más ruido que el de sus gruesas y cálidas gotas al golpetear alegres contra el suelo.
Pero ninguno de los numerosos clientes que abarrotan las sillas y mesas de la galería cubierta se inmuta lo más mínimo. Tienen claro que la actuación tendrá lugar en breve, en cuanto escampe: esto es el Caribe, señores, y aquí los aguaceros copiosos y pasajeros son cosa de todos los días durante todo el año. Efectivamente, a los diez minutos escasos, ni una sola nube enturbia el azul Prusia del cielo. Una luna redonda y limpia se deja ver con plateada claridad; su luz recorta nítidamente las siluetas de las palmeras, que agitan sus largas melenas verdes con un ritmo tranquilo y sincopado. Estamos a veintiocho grados, y la escala higrométrica marca un setenta y cinco por ciento de humedad, de manera que el calor está presente por todas partes, acompañado por una sensación de densidad que es común a estos tipos de clima. En lo que a mi respecta, sin problemas. Cada vez me atrae más el buen tiempo, sentir el sol sobre la piel y disfrutar de la alegría que proporciona la justa cantidad de calor. Adoro enterrar los pies en la arena de la playa y tostarme concienzudamente bajo la alegre luz del sol como un lagarto viejo y rancio, pero lagarto al fin. Pese a mis viajes de caza y a la pasión que siento por el monte, la edad no perdona. Supongo que mi afición a los climas cálidos viene también dictada por los años que voy cumpliendo, qué le vamos a hacer.
Pero lo que en realidad importa, por supuesto, es que he vuelto al Caribe. Llegué ayer a la República Dominicana, después de un largo y aburrido viaje en avión. Gracias al cariño y a la generosidad de mi hermano Luis, ando de nuevo por estos pagos. Me he acostado tardísimo, a la una de la tarde hora española, porque tenía trabajo que entregar sin demora alguna. Dado que el día anterior en España tampoco había dormido nada, en cuanto he cerrado los ojos me han dado las uvas descansando. Hoy no he disfrutado del día porque lo he empleado en reparar el viejo andamio que sujeta mi devenir. Me he levantado sin prisa, me he dado una buena ducha y he bajado a comer con mi hermano sobre las cinco y media de la tarde hora local. Bueno, yo he comido y él ha mirado, porque como es lógico Luis ha seguido su horario de todos los días.
Comemos en un estupendo restaurante italiano y saboreo con placer los platos que he encargado. El chef, atento a la jugada, ha salido a saludarnos y a preguntar qué había pedido, por aquello del lucimiento personal con el hermano del director. Y se nota su esmero y su buena intención, sin duda alguna. Entran tres músicos de la tierra con la sana intención de ganarse un dinerito y amenizarnos la velada. Perfectamente entrenado su instinto de supervivencia, se dirigen casi sin dudarlo a una mesa a la que se sientan cuatro parejas de americanos maduros, que cenan entre risas y brindis con copas rebosantes de vino. Uno de los morenos ataca, con buena voz, La Vie en Rose, perfectamente traducida al español, mientras dedica la canción con simpático descaro a una de las comensales que, muy ruborosa, atiende al cantante cruzando las manos tímidamente sobre su regazo. De súbito, oigo al Ruiseñor de Montmartre con toda claridad, y distingo tu rostro querido muy, muy lejos, en algún punto de la inmensidad azulada que ahora nos separa. Por extraño que parezca, te siento cerca de mi.
Después de la cena, Luis se va a la fiesta de empleados del hotel, porque aunque parezca mentira bajo estas palmeras y con este calor, estamos en Navidades aquí también. Para mi serán venturosas hasta mi vuelta a España; aquí me ahorro los continuos anuncios de perfumes, ropa y juguetes, los inanes mensajes de paz en la tierra y demás soplapolleces que nadie se cree y las continuas carcajadas demenciales del pederasta barbudo vestido de rojo, viejo y gordo, epítome de lo que es un rubicundo tonto del ciruelo. Sí, adoro la puta Navidad, su parafernalia y su insufrible mercantilismo de tercera.
Y no es que en esta tierra extraña y soleada no la celebren. En realidad, cualquier excusa es buena para que estos amables isleños se líen a festejar, cantar, bailar y, sobre todo, beber y aparearse, cosa que adoran y que hacen a las mil maravillas. Además, como los clientes americanos son mayoría en este hotel y en todos los de la isla, hay que hacerles el rendibú y celebrar estas fiestas con la cursilería que estos niños grandes adoran. De cualquier manera, el cambio de paisaje y de paisanaje priva de algunas de sus mejores armas a esta fiesta lamentable, esa es la verdad: no logro creerme el mes en el que estoy cuando veo muy cerca de mi una bella playa, una orgía de azul, verde y blanco que acaricia los sentidos. La Navidad la dejo aparcada hasta dentro de quince días, algo es algo.
Sorbo despacio un sabroso té helado -a la fuerza ahorcan- mientras contemplo las evoluciones del grupo de músicos que, pasado el chaparrón, atacan de nuevo su tarea. Limpian el escenario con una cantidad inverosímil de papel de cocina en grandes rollos; me da la impresión de que van a desgastar en poco tiempo la gran tarima elevada, porque siguen enjuagando un agua ya evaporada durante cinco minutos largos. En fin, cosas del Caribe. Más que seco ya el asunto, destapan sus instrumentos y se enredan con agradables versiones de temas rockeros y latinos. Claro, no puede faltar el insufrible Despacito, pero es lo que hay. Dos o tres parejas de yanquis mamados hasta las trancas intentan unos torpes pasos de baile, iniciativa que al poco abandonan entre carcajadas, vista su imposibilidad. Tan solo dos abueletes siguen entregados al asunto, con el torpe fervor que los ancianos le ponen a estas cosas. El abuelo gira y gira, la camisa abierta hasta la cintura, los pantalones flojos, mientras la suave brisa le despeina los cuatro pelos que le quedan. Parece un sabio loco feliz y desinhibido, y sonríe sin mirar a nadie en particular a través de sus sucias gafas, siguiendo el ritmo de la música con la cabeza. Se siente poderoso y joven, arropado por el alcohol que circula por sus viejas tuberías. Viéndole moverse, da la impresión de que está bailando otra canción distinta a la que ahora suena, pero eso da igual. Brindo por él y por sus ancianas pelotas, por su épica carencia de sentido del ridículo. Su compañera, algo más comedida -mujer al fin-, baila también sin parar, aunque para ella está claro que el asunto consiste en una prueba de fondo: administra cuidadosamente su fuelle porque sabe que la noche es larga,, mucho más en el Caribe.
Después de otro té, emprendo la vuelta a mi hotel. Carricoches de ocho o diez plazas circulan continuamente por las entrañas de este enorme complejo hotelero. Llevan a los clientes de una parte a otra, de una a otra atracción, saltando con rapidez entre los puntos de interés del resort. Pero prefiero ir dando un tranquilo paseo por la gran avenida que, festoneada de grandes palmeras y cuidado césped, me llevará hasta mi habitación. Todas estas palmeras están forradas, hasta casi la mitad de la altura de sus troncos, de pequeñas luces blancas, azules y malvas. El efecto es muy agradable, casi relajante: luces que brillan con intensidad en el húmedo ambiente de la noche del trópico, en una atmósfera densa que huele a selva y a sal, indicando al viajero el camino a casa. Si las pierde de vista, el cercano manglar, que abre sus oscuras fauces a pocos metros de distancia, espera paciente al descarriado para coronarle de algas y de nenúfares en su seno oscuro.
Mañana, cuando el sol golpee frenético mi ventanal, será un día distinto y nuevo. Me esperan la piscina, el mar susurrante, la playa resplandeciente de puro blanco, y quién sabe cuántas cosas hermosas más. Vivir es un magnífico deporte, aunque a veces resulte un poco agotador.
[…] la crónica de mi segundo viaje a la República Dominicana. Se compone finalmente de tres escritos (La Vie en Rose, Caribbean Blue y Caribbean Black) y ya está colgada en “La Salamandra”. No me […]