Me dices, con una tristeza profunda y azulada, que sientes como si todo se derrumbase a tu alrededor, mientras una lágrima cautiva asoma a tus hermosos ojos.
Me lo dices porque tienes que decírmelo, porque yo soy quien soy, y me encuentro, de repente, con un nudo en la garganta y sin palabras… Incómodo, aterrador trance, a fe mía. Alguien como yo, acostumbrado a la tertulia y a la discusión, a poner por escrito mis más estrambóticas ideas, se queda seco como un hueso, mudo como un amor que se ha ido, sin palabras, sin poder defenderse o atacar, sin poder ayudarte a mitigar tu dolor, que también es el mío.
Ante la enormidad de tu pena, y presa de un tremendo sentimiento de impotencia, lo único que puedo hacer es acariciar tu mano con toda la ternura que soy capaz de poner en ese gesto callado, con el imposible afán de devolverte esa sonrisa tan tuya, esa que me hace parecer más viejo de lo que soy, esa que tanto me divierte. A ratos, siento estirarse dolorosamente el cordón umbilical que me une a ti, el caudal inmenso de experiencias vitales que hemos compartido durante tantos años, cariñete. A ratos, me ahoga pensar que se trata de un nexo fino, delicado y frágil, que muy bien podría romperse ante la torpeza de mis maneras masculinas, deshilachadas, desmanotadas e incoherentes, tan funestamente mías. A ratos también, tengo que parar la máquina, sujetarme la cabeza y examinar detenidamente cuál es el camino a seguir para complacerte, para hacer más llevadero tu discurrir por el mundo, para que el hueco que con tanto trabajo conquisté en tu corazón de gata bandolera me siga albergando, insuflándome calor y vida. He de confesarte que, cada vez con más frecuencia, me cuesta mucho trabajo entenderte, y que renuncio a intentarlo en reiteradas ocasiones porque no quiero discutir con mi espada y mi escudo, con mi más querida posesión, con mi más fiel compañera. No sé sí peco por exceso o por defecto, no sé si me paso o si no llego; desconozco, a priori, el resultado de mis acciones con respecto a ti, y, con franqueza, me preocupa no saber cómo ayudarte en estos tiempos bárbaros, impíos y crueles que nos ha tocado vivir.
Jamás lees nada de lo que escribo; nunca visitas mis blogs, mi web, ninguna de las manifestaciones electrónicas que mi mente inquieta ha generado. Tampoco tienes FB, porque el tratamiento que de la privacidad se hace en ese magnífico marasmo de insensateces que es la red social por excelencia, sigue sin convencerte. En resumidas cuentas, es más que posible que estas palabras jamás lleguen a tus oídos, al igual que los otros reflejos de mi historia que de vez en cuando tengo el mal gusto y la petulancia de desparramar por el ciberespacio. Pero, de cualquier manera, me gustaría que supieras, que tuvieras presente que estoy a tu lado, y que te apoyo con toda la fuerza que aún late en mis cansadas entrañas, porque te quiero, simple y llanamente, con lo que no queda otra. Me encuentro un tanto falto de recursos en los asuntos que nublan tus actuales días, y entiendo que debo callar ante toda una serie de circunstancias que son casi exclusivamente tuyas, porque tienen sus raíces en la familia que te vio nacer, arenas movedizas, terrenos indefinidos y peligrosos en los que procuro no poner los pies. Así pues, creo que poco más puedo hacer para ayudarte en esta lastimosa situación, creencia que me descompone y me irrita sobremanera. No sé si soy el hombre de tu vida, como tampoco sé sí seguiremos envejeciendo juntos, aunque he de confesarte que la idea me atrae cada vez más.
Últimamente, me encuentro más descreído y montaraz, con un punto cínico que me preocupa y me divierte a la vez; más canalla y más cruel; acuérdate de aquella compañera mía que me definió en cierta ocasión y para tu enfado, como un «adorable encantador de serpientes». Creo que la moza en cuestión marraba muy poco o nada, la verdad sea dicha, y no lo digo tanto por el adjetivo como por el sustantivo. De modo y manera que he abandonado hoy algunas creencias por las que hace unos años hubiera discutido hasta la saciedad: soy desdichadamente consciente de que nada es para siempre, y que basta en ocasiones con que un viento negro sople de través para sumir en la tragedia al más avezado de los navegantes, para dar al traste con los muros del más inexpugnable de los castillos que la ilusión humana sea capaz de erigir. Nunca has abrigado proyectos tan estúpidos como intentar domarme, restarme amplitud en el vuelo o capar mis ambiciones, mis aficiones, mis manías, mis vueltas y revueltas, por mucho que algunas de ellas te parezcan absurdas, nocivas o de pésimo gusto. Mujer inteligente y sensible, huyes por naturaleza de semejantes prácticas, tan poco femeninas y tan denigrantes para ambos sexos; tu idea de la libertad es clarísima, y sabes a ciencia cierta que es una de las piedras angulares de una relación duradera. Y como colofón, te consta que semejante despropósito por parte de alguna de mis partenaires en anteriores aventuras acabó con quien esto escribe poniéndose por montera absolutamente todo cuanto tuvo que ponerse, así que el asunto es para ti meridianamente claro.
Por otra parte, yo no tengo los dedos afilados porque no me los chupo, claro está. Soy perfectamente consciente -lo que no quiere decir que sea muy avispado- créeme, de que la doma postrera del varón inteligente se perfecciona con el reconocimiento que hace el domado de su propia situación, ya tú sabes, mi amol. Es algo así como ser un cornudo consentido, pero en guay, sin que te despeine la molesta madera de aire, tan incómoda. Me da la risa cuando contemplo cómo despliegas tus arteras, indiscutibles habilidades, casi militares, a la hora de maniobrar para lograr tus objetivos; me divierte y me encanta ver cómo manejas tus magníficas armas de mujer, con cuánta habilidad intentas imponer tu opinión, con qué felina sutileza avanzas hacia lo que deseas, lo que opinas como cierto. Se te da una higa, descarada y alegre, que yo sepa con todo lujo de detalles lo que pretendes, porque jugar la partida dándola por ganada de antemano es una muy femenina especialidad que equivale a recorrer con éxito la mitad de ese juego. Y no me importa gran cosa darme cuenta del estado de sitio permanente en el que vivo, porque aprecio de veras el ingenio y el mimo que pones en el ejercicio de tu tiranía, querida compañera.
Eres capaz de combinar el eterno femenino, que adoro, con una saludabilísima falta de afecto por todas las gilipolleces que los hombres os hemos vendido, durante siglos, para que os adornáseis con ellas, prostituyendo el indudable encanto, la hechicera fragancia con que la naturaleza os dotó al salir, frescas y alegres, de su espléndido tablero de diseño.
Y por todo ello, por tantas otras cosas hermosas, porque te conozco y te quiero, cuando lloras se me caen los palos del sombrajo, se me disuelven los huesos de puro miedo, porque sé que algo malo, muy malo, está a punto de ocurrir: debe de ser algo terrible para hacer llorar a una de las personas más bravas y animosas que yo nunca haya conocido. Sea, pues; que ocurra lo que tenga que ocurrir, y tras nosotros, el diluvio. Pero espero ahogarme en sus espantosas aguas, en su negro maelstrom, sin dejar de ver tus ojos y sin soltar, ni por asomo, tus manos queridas, tu cálida cintura.
Sé el primero en comentar