Para mis amigos José Antonio y Alfonso Sánchez Martínez, con cariño. Y para Manolo, a quien no tuve el honor de conocer.
El lento, insistente ronroneo del aire acondicionado y el parpadeo de las luces fluorescentes, que chasqueaban ocasionalmente en la suave noche de agosto, eran los únicos sonidos audibles en el enorme hospital. Reposaba el gigante en medio de la ciudad a oscuras, mientras grupos de polillas zascandileaban, suicidas, en los haces de luz de las farolas. Una brisa agradable y fresca preludiaba el amanecer, y la aurora, bajando desde las cumbres de la sierra cercana, se disponía a abrir con la ternura de una amante, los ojos de los durmientes. Ocultas en los pasillos interminables pintados de verde, agazapadas en rincones inverosímiles, la alegría y la tristeza aguardaban su oportunidad para visitar a los dolientes humanos que reposaban en las entrañas del edificio. Había pasado ya esa hora crucial, esa zona fantasmagórica entre la vigilia y el sueño de madrugada durante la cual la Parca acostumbra a recoger su amarga cosecha, en directa competencia con la vida, que se manifiesta invencible y hermosa a iguales horas, llenando los amplios espacios vacíos del hospital con los llantos de los recién llegados al mundo de los hombres.
Médicos y enfermeras comienzan a dotar de bulliciosa vida las instalaciones, a veces ajenos al dolor de los demás, a su descanso, a fuerza de costumbre y de la necesaria disciplina, imprescindibles ambas para el buen funcionamiento de semejante titán. Vuelan las batas blancas por los pasillos, como palomas atrapadas por el sufrimiento del hombre, por su espantosa insignificancia; los zuecos de goma sisean sobre el limpio suelo, mientras salen a relucir termómetros, jeringuillas y toda esa variada parafernalia tan propia de los talleres de reparación de la especie humana, tan patética en su fragilidad.
Luis está dormido en una incómoda silla de una de las muchas salas de espera del hospital. Diseminadas por doquier, en los sitios más insospechados, ofrecen un precario reposo de impasible plástico azul a enfermos y a familiares. Súbitamente, empiezan a encenderse las luces de la zona, y el poderoso latir del edificio, la mezcolanza de conversaciones y sonidos que lo habita, se unen para despertarle con cierta premura. No ha querido descabezar un sueño apresurado y febril en la habitación de su amigo; no ha resistido la visión de su cuerpo, que parece deshacerse lentamente, fundiéndose con el aire quieto de la pieza.
Obviamente, no ha descansado Luis en demasía, ni mucho menos. Por si la implacable dureza de la silla fuera poco, el sueño que le ha acabado rindiendo es de ese tipo, desabrido, triste e inquieto, que todo el mundo sufre cuando la vida de un ser querido se está apagando irremisiblemente. Anoche llamó a los otros integrantes de la cuadrilla, de su querida panda del moco; usó el móvil para lanzar su dolor, su pena, a través de las ondas de la cálida noche madrileña, para llegar hasta sus amigos del alma. Limpias a pesar de la distancia, duras y cristalinas, preñadas de amargura. Así llegaron sus palabras a oídos de Carlos y Pepe, de los otros entrañables apéndices de una vida en común, de una juventud ya casi perdida.
– Carlos, Manolo se muere. Sí, ya estoy yo en el hospital. Ya sabes, la poca familia que tiene, ni asomar. He llamado a sus sobrinos, pero no me han cogido el teléfono; les mandaré un guasap ahora mismo. De todos modos, me da que no llegan a tiempo…
-Pepe, querido, se nos va ya mismo, no tiene vuelta de hoja, tío… Corre, que no llegas.
Se le entrecorta la voz, se ahoga con sus propias lágrimas. Hombretón sensiblote y ñoño, no puede evitar que los sollozos agiten toda su gran fisonomía. Manolo se muere, se muere a chorros. Qué horrible frase, en su redondez, en su estremecedora sencillez, en su contundencia. Y de no ser por sus amigos, se muere absolutamente solo en una pequeña habitación de la cuarta planta, tan ajena, tan pulcra, tan vacía.
«Las habitaciones de los hospitales dirigen siempre sus miradas hacia afuera, para no arriesgarse a contemplar las tragedias que tan a menudo albergan», piensa Luis, y lo surrealista de la idea le despista, le confunde.
«¿De dónde habré sacado yo semejante sandez?», se pregunta, cabizbajo.
Por esas cosas que tiene la vida, Manolo está casi perfectamente aislado de lo poco que queda de su familia más cercana; de la más lejana, ni hablamos. Durante los últimos diez años, se ha apoyado constantemente en su reducido grupo de amigos. Ha deambulado por la vida, sencilla y sin complicaciones, de un cincuentón de cierto nivel, compartiéndolo todo con su gente, con las personas que ahora mismo acuden velozmente para verle marchar, para ayudarle, si ello fuera posible, en el tránsito misterioso y terrible que se aproxima aullando hacia él a una velocidad espantosa.
Ensimismado en sus cuitas, no oye el cercano ascensor, que se acaba de parar en la cuarta planta. Carlos y Pepe salen en tropel; no corren porque sienten hacia la situación, hacia el gran edificio en el que han penetrado, ese temor casi religioso que inspiran las construcciones de su clase, pero se lee perfectamente en sus rostros la angustia del momento, la zozobra que produce el enfrentamiento final con lo inevitable, aunque sea en persona ajena a la propia.
-Qué hay, chaval… ¿Hay alguna novedad? Carlos pregunta sin esperanza alguna, claro está.
-Ninguna, de momento, pero anoche a eso de las tres de la mañana estaba gravísimo, me cago en la leche puta…
– Puto cáncer, puta vida… Pobrecillo…
Pepe no suelta prenda. De los tres amigos, ha sido el más cercano a Manolo durante los últimos años, aunque hoy casi llega tarde para siempre. Los dos divorciados, los dos sin hijos, con una buena situación económica, aficionados a la juerga y a las mujeres… Ellos organizaron la última gran escapada, el fiestón postrero, para la cuadrilla; ellos escogieron el lugar y la compañía femenina; ellos, en fin, montaron todo el andamiaje de cariño y de atención que hay que poner en este tipo de saraos para que todo funcione como la seda, para que nada chirríe. Y así fue, vaya que sí. Se agolpan los recuerdos detrás de los párpados cansados de Pepe, y una sonrisa que no cuadra con el momento, aunque es completamente sincera, asoma a los labios de Carlos.
-Hay que joderse, con la que liamos hace seis meses… Parecía que estaba perfectamente, de puta madre. Fumó, bebió, cantó y se lió con las tías aquellas como el que más…
Luis mira al suelo mientras desgrana sus palabras. Se enfrenta al absurdo que porta consigo la muerte, todas las muertes. Sigue sin entender el por qué, sigue sin digerir la respuesta a tanta pregunta inútil, a tanto silencio como emana de los hombres y de los dioses en amargo manantial.
Un médico aparece en la sala de espera, con una expresión en el rostro cansado que no augura nada bueno. Se acerca a los amigos con paso lento, harto de la guardia que le ha tocado hoy, de sentirse portador de trágicas noticias, de la futilidad de su ciencia.
– Buenos días. ¿Son ustedes los familiares de don Manuel Esteban?
– Somos sus amigos; no hay ningún familiar presente y no sabemos si van a aparecer por aquí…
– Ya veo. Lo lamento muchísimo, pero debo comentarles que el señor Esteban ha fallecido hace diez minutos, a consecuencia de una parada cardiorrespiratoria. En breve, bajaremos el cadáver al tanatorio. Comprendo que es un momento muy difícil, pero tendrán ustedes que ir pensando en los trámites legales necesarios, si no hay familiares presentes…
Ya está. Se acabó definitivamente. El médico les da la mano, susurra apenas una frase de pésame y abandona la estancia, adentrándose en las entrañas del hospital, desapareciendo en sus fauces como por ensalmo. El tiempo parece detenerse mientras los tres amigos se miran entre sí, con los ojos cuajados de lágrimas, tapándose el rostro con las manos para no ver el horror que sobrevuela la habitación, que oprime sus corazones con dedos gélidos y crueles. Manolo ya no está.
Sin decir palabra, con los hombros caídos y los rostros en ruinas, toman el ascensor que les conducirá hacia el séptimo círculo, hacia el lugar del que nadie regresa, preñado de un silencio blanco y triste más allá del cuál nada sabemos.
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