Aunque se trata sin duda de una sensación añeja, no por ello deja de ser apremiante e incómoda. Comienza como un cierto picor en los dedos, como una ansiedad que trepa por tu columna para acabar llegando indefectiblemente a tu cerebro, a tu psique toda, convirtiéndose en un remordimiento que no ceja en sus voraces mordiscos hasta que no te pones frente al ordenador, por ejemplo, aunque también es eficaz remedio el que se pone en práctica tirando de lápiz y papel, a pesar de que algunos ignorantes lo tengan por trasnochado. Desconocen, infelices, el placer que proporciona el hecho físico de escribir con un buen instrumento estilográfico sobre un papel de calidad, en resma, folio, cuartilla o cuaderno, que a la postre es lo de menos. Pero no es el deseo de manifestar físicamente la escritura lo que me atormenta desde hace ya muchos años.
Desde luego, tengo muy claro que no soy yo el único aquejado por este vértigo divino, por esta presión que se siente en la base del alma día a día, todos los días con sus noches. El doloroso placer de la escritura, la autoimpuesta obligación de contar algo, de transmitir a los demás ensueños, fantasmas y deseos, ataca a miles de afortunados mortales, que atraviesan con valentía los yermos desesperados donde acecha ese aterrador espectro que es la falta de inspiración: notar que quieres relatar algo y sentir la urgencia de hacerlo, cuadra rematadamente mal con no saber, en concreto, qué es lo que se desea comunicar en ese momento. Además, resulta complejo explicar esta situación a quienes nunca la han padecido: es casi inevitable la mirada compasiva, que intenta en el mejor de los casos comprender al doliente, que cosechará en según qué auditorios el vano intento de compartir nuestra inquietud.
Momentos hay -diríase instantes- en los que uno se siente rebosante de ideas, de asuntos, más o menos enjundiosos, que compartir con el mundo bullicioso y tremendamente ajeno que se convulsiona tras las ventanas de mi despacho. Padeces por dentro un cierta agitación, un hervor interno que se va transformando, poco a poco, en negro sobre blanco, en esa salutífera sangría que supone para todo escritor sacarse de dentro sus cuitas, sus ensoñaciones, para ponerlos a los pies de quien le haga la merced de indagar con interés en su propia y peculiar noche, personal e intransferible: siempre es de noche en mi mente a la hora de escribir, y para mi no hay mejor momento.
Son ocasiones felices, siempre fructíferas, o, al menos, así las siento yo: gloriosas hemorragias de verbo, de la herramienta mágica y poderosa que distingue al hombre del resto de la Creación. Quizá la calidad no siempre acompañe a la vorágine creativa que en tales ocasiones me suele embargar. Muy posiblemente, una gran parte de los escritos que mi caletre produce en semejantes circunstancias, carezcan de la mínima calidad exigible a un sencillo juntaletras como yo; muy posiblemente, no resistan ni el primer asalto contra mi más acerbo crítico, contra mi demonio interior, cayendo como caerían unos desdichados soldaditos de plomo bajo las manos crueles de un niño cuando comienzo la revisión de lo escrito, esa tarea que nunca sé, a ciencia cierta, cuándo debe acabar.
Puede ser así, qué duda cabe. Pero resulta francamente gratificante conseguir emborronar unas cuantas cuartillas al día, por electrónicas que sean. El hecho de que sean prácticamente etéreas no significa que sean más fáciles de hollar: se resisten denodadamente a entregar sus secretos. A veces creo que cuanto escribo ya estaba allí mucho antes de que yo me pusiera a la tarea, oculto entre las aguas procelosas, engañosamente blancas y puras, de la pantalla del ordenador. Pienso, en otras ocasiones, que las mismas palabras con cuya invocación me deleito y pretendo alegrar a los demás, me esperan emboscadas y alerta, más que prestas a saltar sobre mi cuando llega su turno: ya saben que las llamaré por sus nombres infinitos, como si intentase nombrar a Dios, que me esforzaré por servirme de su ígneo fulgor para crear efímeros instantes de sutil belleza. Saben, igualmente, que sin el concurso apasionado de su voluntad, no hay absolutamente nada que hacer, que narrar, que vivir. Volubles y coquetas, consienten en visitarme según los puros designios de su voluntad, prestando oídos sordos a mis requiebros y a mis súplicas y conjuros. Son palabras; son mujeres, y se comportan según los cánones insondables de su divino sexo.
Y como tales, acuso su ausencia de manera dolorosa, con mariposas en el estómago y el pulso acelerado, febril. Es espantoso sentir la sequía, la invasión de lo yermo, de la nada pura que se aloja entre tus aladares cuando vives épocas estériles a la hora de crear, de cometer ese delicioso pecado de soberbia que se traduce en el milagro de la escritura. Lo tremendo del asunto es que, al mismo tiempo que tu yacimiento de ideas se agosta a toda velocidad, si realmente amas lo que haces no dejas de sentir el prurito implacable, la angustiosa necesidad de contar una o mil historias, siquiera sea, en el peor de los casos, para el cuello de tu camisa, según comentaba más arriba. Tal es el dilema que yo vivo; así es el excitante tormento que me asalta cada poco, con una frecuencia atroz, que desearía para otras muchas cosas en mi vida.
Hay también circunstancias externas a mi singladura que precipitan el advenimiento de uno u otro tipo de estados en lo que a la famosa inspiración se refiere. Conocer personas o lugares interesantes suele provocarme un fuerte deseo de escribir, de volcar sensaciones sobre la mesa. Sin embargo, supongo que lo mismo le ocurre a todo el mundo, como es de buena lógica. Dime, ¿no es así, tú que sabes mucho más que yo de todo esto, magnífica presencia femenina?
Por otra parte, lo que más me seca las meninges, no excesivamente fecundas ya, es el aburrimiento. Sentir el lento transcurrir del tiempo sin sentido ni dimensión alguna, sin wa, sin armonía, sin propósito, es puro veneno para mi corazón de viejo esteta. Me cuesta un gran esfuerzo abandonar estas aguas cenagosas, estás arenas movedizas y ciegas. Volver a bahías más amables me calma y me tranquiliza sobremanera, devolviéndome una parte de los sueños perdidos en el blanco horror de la nada.
Se dice, por otra parte, que escribir requiere una constancia y una disciplina que se pueden adquirir con la práctica continuada. Por la parte que me toca, me atrevería a afirmar que hay una buena parte de verdad en dicho aserto; en la escritura, como en tantas otras cosas importantes de la vida, deberemos suponer que la paciencia es la madre de la ciencia, según diría el castizo. Y digo deberemos porque, en el fondo, no acabo de comulgar del todo con la afirmación que antecede. Por mucho tesón que un gorrión, pongo por caso, atesore a la hora de volar, es más que tristemente evidente que jamás hendirá el espacio con la elegancia y poder con que lo hace un halcón. Pueden divertirnos sus piruetas; es posible que su gracia trapacera y canalla encante nuestros sentidos, pero la contemplación de sus habilidades jamás nos sobrecogerá, muy raramente nos dejará sin aliento, cosa que ocurre de continuo al disfrutar del espectáculo increíble que supone un halcón en vuelo.
Y halcón se nace, como se nace gorrión. Esa, y no otra, es la dura realidad, nos guste o no, me parece. Afilar las palabras hasta que corten como escalpelos, aceradas y amenazadoras, negras y ominosas como el vuelo del cuervo; convertirlas en un susurro suave y acariciador, tierno, dulce como el amor de una madre; revestirlas de deseo, de pasión desaforada, embriagadora, febril; esculpirlas en fuego, en ardiente tempestad, para lograr que besen con el mismo poder telúrico del que hace gala una hermosa boca de mujer, lúbrica y magnífica, húmeda y expectante, llena de espantosas promesas…
Y todo ello, sin que nada chirríe, sin que el trabajoso andamiaje que subyace a la engañosa sencillez de las mejores obras de arte se revele en modo alguno, evitando así arruinar la magia del mensaje. Y todo ello sin que la pasión, sin que la falta o el exceso de oficio nublen la claridad de lo que se desea expresar: el corazón de la idea, como el del ángel, debe ser prístino, meridianamente claro, pues que en él viaja todo cuanto el escritor desea compartir con quien le lee, con quien calma su sed de eternidad, de trascendencia, con ese yang desconocido que para siempre perseguimos. Coincidiremos, entiendo, en que no es tarea baladí precisamente, y que no está al alcance de cualquiera: muchos son los llamados.
En ello estamos, huelga decirlo. Es esta una trinchera en la que cabemos muchos, y en la que muchos perecemos, seguramente asfixiados por le enormidad de la batalla, por su escalofriante fragor. El peso tremendo de lo cotidiano resulta a veces insoportable. Pero, para el hombre avezado e intrépido, para quienes ya hemos doblado un sinnúmero de veces el cabo de Hornos, una luz salvífica y blanquísima se yergue en el centro de la tempestad, sobreponiéndose a sus rugidos: patria amable, playa plácida de suave arena que espera al cansado navegante para ofrecerle la parca recompensa de quienes hasta su ribera llegan. Si sobrevivo, si consigo de un modo u otro arrastrarme hacia esa rada tranquila, hacia ese nuevo útero acogedor, espero poder ver a compañeros y amigos por allí, distinguir sus rostros y comprobar que, al igual que yo, han vencido en este durísimo combate de cada día.
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