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Lo justo y lo legal.

La justiciaA pesar del calor, que resulta algo impropio para las alturas de año a las que nos encontramos, parece que la otoñada se va animando por todo el país. La lluvia comienza a asomar su adusto rostro por calles y bulevares, llenando el suelo de charcos y los corazones de nostalgia por el verano perdido, ya tan lejano. Quedan atrás las tardes indolentes del estío, claras y eternas, y el cambio de estación cierne sobre nosotros negras nubes de tormenta.

Y con la misma fuerza que esa otoñada, y con los mismos tintes oscuros, llama con prisa desbocada a nuestras puertas, recorre nuestra geografía una llamarada atroz, cargada de odios, intereses creados e ignorancia, todo ello en el mejor de los casos, por no hablar del peor. Me refiero al huracán sin precedentes que ha levantado la ya famosa sentencia del TEDH de Estrasburgo, sobre la tan traída y llevada doctrina Parot.

Sepan vuesas mercedes, que me hacen el honor de leerme, que he sido profesional del Derecho durante muchos años; fíjense si aún me inspira respeto y cariño que sigo escribiéndolo con D mayúscula. Por ello, todos cuantos intentos se realicen desde el gobierno de turno, o desde cualquiera de los tres poderes, por pulir y mejorar nuestro ordenamiento jurídico, bienvenidos sean: una sociedad no puede existir sin su propio y particular sistema legal, me parece claro y evidente. Pelear buscando la justicia legislativa y social es una obligación irrenunciable para todo gobierno que se precie, tan tácita y tan propia de su concepto que ni siquiera merecería enunciarse en un programa electoral, es decir, en una declaración de intenciones políticas. Intentar que nuestra legislación penal alcance la perfección teórica de la alemana, por ejemplo, y su supuesta eficacia a la hora de impartir justicia «justamente», valga la redundancia, me parece una meta decorosa y loable, tanto más cuanto que soy, o fui, profesional de este complejo mundo.

Precisamente por todo ello, no voy a desarrollar aquí la argumentación que a favor y en contra de la doctrina de marras se ha venido aireando durante estos días, pese a que ya es antigua; precisamente por ello, no pienso dar la razón, en la medida de mi calidad de españolito de a pie, ni a tirios ni a troyanos, aunque solamente sea porque les desprecio profundamente, cada día que pasa más. Ambas facciones  -no son más que eso, en el fondo-  no dejan de aprovechar todas y cada una de las oportunidades que cotidianamente se les ofrecen para dejar patente constancia de su ineptitud, su avaricia y su total carencia del sentido del estado, tan caro a cualquier gobernante. Han conseguido, entre todos ellos, llevarnos a una situación tan desesperada y triste que está levantando ecos por el mundo entero, por mucho que deseen consolarnos con los dramas de Grecia y Portugal, sin ir más lejos.

Prescindo, por tanto, de doctas opiniones, que para eso hay plumas mucho más brillantes e ilustradas que la mía, y me centro en lo que realmente me preocupa: la salud de nuestro ordenamiento jurídico, tan importante para todos nosotros, queramos o no, comienza a darme que pensar en el momento en que su desconexión con el sentir ciudadano se hace más que evidente; si el derecho no sirve al gobernado para ayudarle a vivir más felizmente, ni tal institución ni quienes supuestamente la administran tienen razón de ser. Y para que el gobernado se sienta un poco más feliz, hay muchas ocasiones en las que la brillantez teórica de una determinada ley, o su perfección técnica, son asuntos claramente baladíes.

Y esto es gravísimo, claro está, porque socava insidiosamente nuestro ideal de convivencia, haciéndonos desconfiar de la clase política y de nuestro sistema legal. Hay que hacer gala de una cabeza muy fría para tragar, sin mosquearse, una historia tan tremenda como la de la etarra del Río; hay que llevar muchos años en el mundo del Derecho para pararse, tan siquiera, a considerar la justicia de la decisión judicial que la pone en libertad, o el hecho  -no sé si justo, pero sin lugar a dudas insultante-  de que pueda tener derecho a cobrar, tan ricamente, su pensioncita de 462 euros, que pagamos ustedes y yo con nuestro trabajo. Eso es mucho pedir al español medio; era mucho hace veinte años y lo seguirá siendo en otros cuarenta, sin lugar a dudas. Y el ejemplo que citamos se multiplica docenas de veces, mientras el pueblo español asiste, atónito, ojiplático y cabreadísimo, al espectáculo de los presos desfilando de las cárceles y al de nuestro querido gobierno confundiendo, una vez más, lo legal con lo justo, como siempre.

Así que, ahora más que nunca,  hay que sentarse y explicar a todos los españoles  estos razonamientos jurídicos, que conducen al panorama que tan bien conocemos, agravado por la nefasta situación que estamos atravesando: qué oportunos son ustedes, señores gobernantes. Sentimiento, casi automático,  del hombre de la calle: joder, lo que nos faltaba; criminales y asesinos a la calle, y cobrando de mis impuestos, mientras yo no puedo hacer frente a mi hipoteca y vivo con el miedo en el cuerpo. Esta, y no otra, es la cruda realidad que vivimos, y no se me negará que Juanito Español, como John Doe, tiene una buena parte de razón. Nuestro gobierno ha aceptado sin pestañear una sentencia procedente de una instancia judicial que no tiene atribuida competencia alguna en nuestro sistema jurídico, por lo que sus decisiones nunca pueden ser vinculantes; que no se me diga que mediante tratados internacionales hemos aceptado la cesión de soberanía en ese sentido, porque ahí están potencias como Inglaterra e Israel pasándose por el arco del triunfo sesudas decisiones de la ONU o Estrasburgo a diario, dimanantes de tratados previamente firmados por ellos,  y aquí no pasa nada de nada, ¿o sí?

No pretendo que nuestro sistema penal sea un instrumento de venganza, ni mucho menos. Por mi formación intelectual, conozco sobradamente la teoría de la retribución en el ámbito de lo penitenciario, es decir, las penas han de ser proporcionales y ajustadas a la gravedad del delito y favorecedoras de la reinserción social del reo, idea en la que creo a pies juntillas, aunque conozco a la perfección las estadísticas sobre el asunto, desde luego lamentables en cuanto a eficacia. Mi querido profesor Carlos García Valdés defendió en los años setenta esta construcción teórica a sangre y fuego  -emanada directamente del derecho penal alemán-  y obtuvo un éxito tan sonoro que, hasta hoy, la única ley que se ha aprobado en democracia por aclamación es la que él nos regaló, la actual Ley General Penitenciaria, que sigue siendo hoy día ejemplo legislativo en todo el mundo. Aquello le valió la admiración de sus alumnos y las amenazas de las coordinadoras anarquistas de presos, además de ir a trabajar con escolta cuando le nombraron Director General de Prisiones, pero esa es otra historia.

¿Cómo cojones hay que explicarles a esta panda de tarado, entonces,  que el hombre de la calle no entiende, ni entenderá jamás, de cuestiones teóricas, que son abstractas por naturaleza? ¿Cómo hacerles comprender que lo que todos deseamos es sentirnos seguros, arropados por nuestros gobernantes y por nuestras leyes? ¿O es que se la trae francamente al pairo un asunto tan grave como este? ¿No merece el sufrido y digno pueblo español una mayor atención por parte de sus líderes, que resultan ser más papistas que el Papa?

Desde luego, conmigo que no cuenten para comulgar con ruedas de molino. Juegan a tirar la piedra y a esconder la mano, a un sucio y degradante laissez fair, laissez passer ; todo se olvida con el tiempo y lo mejor es pasar de puntillas por tan enojosos asuntos. No sé si será demagogia por mi parte, pero hace ya muchos años que esta casta, esta gentuza, ha dejado de escuchar el clamor de la calle. Y eso se paga carísimo, tarde o temprano, y a veces en una moneda que siempre da miedo citar.

 

 

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