Se oye el sonido de la verja que se abre. Ella deja la labor que está tejiendo y, encogida, escucha atentamente; no capta más sonidos. Los pájaros que, hasta hace un momento, escandalizaban pugnando por su lugar en el árbol cercano, han callado de golpe. El goteo del canalón también ha cesado.
Conteniendo la respiración, se acerca a la ventana para comprobar temerosa lo que ya intuía. Nadie ha traspasado la verja, el portón permanece cerrado con cerrojo. La farola de la calleja empieza a alumbrar y su luz, mortecina y anaranjada aún, baña el patio solitario. Ni siquiera el gato que acostumbra a agazaparse en las escaleras, a la espera de cazar algún lirón, acude hoy.
Echa las cortinas y temblorosa enciende una vela; en la penumbra tantea y busca su rosario. Se sienta en el sillón y espera.
No trascurre mucho tiempo hasta que vuelve a oír el sonido de la verja que se abre, pero en esta ocasión también suena un portazo al cerrarse.
Se santigua y comienza a rezar.
Una y otra vez se repite el sonido; tantas veces, tantas que los dedos se trastabillan al pasar las cuentas que guían sus rezos.
Su angustia y congoja aumenta de tal forma que, alterada y al borde de una crisis, se cubre con el mantón, besa el rosario y baja apresuradamente las escaleras; cruza el patio hasta la valla, traspasa la verja y sale a la calle.
Quiere avisar a todos, quiere darse prisa y corre cuesta abajo lo más rápido que puede. Cuando llega a la plazuela hace sonar desesperadamente la pequeña campana de alarma, la que usan para alertar de incendios o para convocar urgentemente a los vecinos.
-¡Una desgracia! ¡Va a ocurrir una gran desgracia! –chilla fuera de sí a los primeros en llegar.
Han asomado los hombres que al anochecer juegan una partida en el único barucho del pueblo. Entre ellos está el cura.
-¿Qué dices Manuela? ¿qué ocurre? ¡Habla!
-La verja, he oído la verja. No deja de sonar ¡Una desgracia! ¡Serán muchos esta vez!
-¡Cugüen! –maldice uno de los ancianos pateando el suelo. –Perdone padre, pero con el susto que nos ha dado, mejor me la quitan de delante o no respondo de mí.
Entre todo el revuelo el párroco pide calma y orden poniéndose delante de Manuela en ademán protector.
-Dejen, dejen que se explique la mujer.
-Si no hay nada que explicar, don Isidro, son cosas de la Manuela. Desde pequeña tiene la obsesión de que la verja le anuncia una muerte. La oyó cuando falleció su padre, siendo niña, y desde entonces asegura que la escucha cada vez que muere alguien. ¡Pájaro de mal agüero, es lo que es!
Tranquiliza el sacerdote a la desgraciada y la convence de que retorne tranquila a su casa, por su bien.
No quiere regresar al hogar, no desea escuchar más el lúgubre anuncio; opta por ir a la ermita, a menos de un kilómetro sobre la loma. Ya ha oscurecido, pero hay luna y conoce el camino.
Pasa la noche en vela, orando sin consuelo hasta que las fuerzas le flaquean.
Antes de amanecer, un gran estruendo la saca de su sopor.
La presa ha cedido y una enorme masa de agua se precipita hacia el pueblo arrasando todo lo que encuentra a su paso; deja una profunda cicatriz en el monte llevándose por delante arboleda, reses y cercas que llegan en tromba barriendo la aldea. Las casas se desmoronan como terrones de azúcar. Se oyen gritos y lamentos entre el ensordecedor caos. Ha sorprendido a todos durmiendo; si alguno despertó, no tuvo tiempo de ponerse a salvo.
La mitad de una de las mejores construcciones del pueblo se mantiene en pie; como si una enorme guillotina la hubiera cercenado por medio desde el tejado a los cimientos. Destaca el orden en ese interior, violentamente expuesto, contrastando con toda la devastación de alrededor; parece una casa de muñecas con la que jugara una caprichosa niña gigante.
La altura de la loma mantiene a Manuela fuera de peligro; desde ese otero contempla desesperada la situación, no puede acercarse a prestar ayuda, la siniestra riada deja de avanzar para iniciar su retroceso impidiéndole el paso.
Al cabo de unas horas los equipos de salvamento están trabajando a destajo.
Desde la orilla opuesta de la lengua destructora, le indican que si está bien permanezca allí; despejaran una vía lo antes posible.
El cura viene a buscarla y le informa de que su casa está intacta pero evacuaran a todos los supervivientes; no hay electricidad y los servicios se concentrarán en desescombrar y buscar víctimas.
Se ofrece a acompañarla para que recoja lo imprescindible y vaya al punto de encuentro.
-¡Yo quise avisar, no me escucharon! ¡No me escucharon!
-No te atormentes, nada se podía hacer –sosiega el sacerdote.
Al llegar a la cerca, Manuela, demudada se para.
-Padre, acabo de oír la verja. ¡Falta uno! ¡Uno más!
-Vamos, hija; hay que apresurarse, piensa en los heridos, no podemos entorpecer a los demás.
El portón está atorado, no pueden abrir.
Decide el clérigo saltar al patio para intentarlo desde dentro. Si no consigue desatrancar la puerta, tendrá que ayudar a Manuela a superar la cerca.
Ya encaramado, un golpe de viento arremolina la sotana cubriéndole la cabeza, le resbala la mano, pierde el equilibrio, cae y queda ensartado en una de las puntas de lanza que rematan la verja.
El sufrimiento transforma su semblante en una máscara doliente y agónica, con la lividez de la muerte.
Manuela se aproxima para escuchar algo que él balbucea, pero no llega a entenderle.
Con un último esfuerzo, el religioso eleva una mano trémula y esboza en el aire una bendición.
Expira y, lentamente, la verja se abre meciendo su trofeo.
Mariví Amírola.
Manuela
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