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Márketing y gin tonics

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Muy serios, muy formales y muy circunspectos, en el estudio de marketing de la puta ginebra aquella que nunca llegamos a probar. Sí, no me pongas caritas de yo no fui; te acuerdas más que perfectamente. Nos había pasado la bola aquel mamón grande y gordo, que aún tardaría algunos años en demostrarnos palmariamente que nunca fue nuestro amigo. Un tórrido mes de junio tocaba a las puertas y ya andábamos como locos el uno por el otro. Algo desazonados, que diría algún castizo que conozco. Cachondos, vaya.

Se sucedían las preguntas sin solución de continuidad, maquinalmente, una tras otras. El envase, la etiqueta, el tapón y la madre que lo parió todo; la cámara oculta que, silenciosa, rodaba respuestas, actitudes y miradas. Un grupo de gente cuya principal característica era -debía ser- que no se conocían entre ellos. Falso, falsísimo de toda falsedad; lo sabían ellos y lo sabíamos todos nosotros. El amigo convoca al amigo con la promesa de una ganancia fácil, y el resto es siempre historia.

No recuerdo qué destino le di al cheque regalo con el que nos iban a pagar. Supongo que lo canjearía -lo redimiría, como se dice ahora en pútrida emulación del castellano, en pésima traducción del inglés- por alguna fruslería que me agradase para ti o para mi madre, o para quien fuera, lo mismo da. Desde luego, provenía de esos grandes almacenes, excesivamente grandes hace muchos años ya, que todos conocemos más o menos de cerca. Resulta inevitable, claro, porque inundan la realidad española con su repulsiva publicidad, pero te puedes poner como te pongas. Es lo que hay.

Jamás entendí por qué aquellos jetas nos pagaban con semejante milonga cuando lo que todos queríamos era tocar belule del bueno para pulírnoslo en una noche loca y acabar aullando a la limpísima luna de Madrid a lomos del Viaducto. Por cierto, y ya que estamos, todavía no afeaban ese hito madrileño las vallas anti suicidio que hoy apuñalan su estética; aún podías poner fin a tus días con cierta dignidad, sin estropear la postrera despedida teniendo que ejecutar una sesión de saltos de obstáculos previa. A aquellas alturas de mi vida, cuando me faltaban mundos para ponerme por montera, una madrugada que no destilase finalmente alguna anécdota inolvidable, un beso más que prohibido o un pasote de alcohol y de porros, no merecía ni la más mínima reseña entre las carcajadas resacosas del día siguiente. Bah, cualquier excusa era buena en aquellos días magníficos y repletos de sol. Bueno, un poco como lo sigue siendo ahora, pero entonces era mucho más mejor. Bocú de bien, que dicen los francos. O algo.

Mientras aquel capullo de la vela se devanaba los sesos para poder completar su estudio con nuestras inteligentísimas respuestas, yo me columpiaba, con todo el descaro del mundo, entre tus ojos verdes y tu generoso escote, y tú, mucho más descarada que yo, por supuesto, pero siempre más sutil, me seguías el juego por todo el morro. Y encantada de la vida, creo. Qué coño creo, lo afirmo categóricamente.

Llevabas un vestido azul con escote recto, muy recto; tu pelo rubio y cortado a lo garçon -qué viejo debo de ser, caramba- no ocultaba tus mohines, que iban toditos destinados a mi, no al pelma de la encuesta. Una cierta mirada, como en Cannes; una sonrisa mucho más cierta, un aleteo de las manos, largas y expresivas, que jugueteaban con el bolígrafo como sin proponérselo. Y este cura, más colgado que un chumbo, bebiéndote entera a grandes sorbos, sin necesidad ni punto de comparación con la dichosa ginebra de marras.

Me mirabas sin mirarme, y yo te devolvía la mirada que no me dedicabas  contra la hembra que tenía más cercana, una simpática y vulgar Puri que sonreía divertida porque el cheque tiñoso que nos esperaba a la salida le iba a solucionar el regalillo para su Francisco Fernando, que la quería un huevo y se la llevaba de aperitivo, domingo sí domingo no, a la Cruz Blanca de la mismísima calle Goya. Aquello era como darle patadas a Rajoy, pongo por caso, en el culo del gobierno, no sé si me explico, pero sé que tú me entiendes, mi querida gata nocherniega y vagabunda. Y me basta con eso.

Jamás olvidaré cómo salimos todos los participantes de aquella soberbia muestra sociológica, cabal y rigurosa, de la oficina donde se desarrolló la pantomima. Nuevamente serios, formales y circunspectos, en ridícula fila india, saludando con nuestra mejor sonrisa, estrechándole la mano al pobre pelele que se comió el fenomenal marrón -hubo quien le dio un besito y todo, acuérdate- y trincando la magra recompensa a nuestra paciencia a toda velocidad, no fueran a arrepentirse aquellos pedorros.

Ya el botín en el bolsillo, y ya toda aquella variopinta tribu en la puta calle, aquel grupo imposible empezó a disolverse con la velocidad que la situación demandaba. Por descontado, se mandaron al carajo todas las exigencias sociológicas, y juntos pero no revueltos, los amigos nos despedimos como se hace en este curioso país: abrazos para ellos, besos para ellas. Había pasado la tormenta, y la triste engañifa ya no tenía razón de ser, si es que alguna vez la tuvo.

Nos faltó tiempo, querida. Nos faltaba siempre. Apenas el último bergante se había esfumado en dirección al metro, o a coger un taxi, o a donde sus pasos le llevasen, tú y yo ya habíamos retomado la esgrima deliciosa y elegante que tanto nos gustaba. Unas tapas, ni recuerdo dónde; un café, bien negro y cargado, y toda una maravillosa noche de viernes por delante para los dos. Exclusivamente para los dos. No había nadie más a nuestro alrededor; no hacía falta. Madrid se desdibujaba, se perdía como las lágrimas en la lluvia, porque estábamos juntos, y solos, y felices, y nos queríamos con toda la fuerza imparable de la treintena. Acabamos la noche, un poco altos de copas ya, en aquella cafetería espantosa que había en la esquina de la calle Santa Feliciana con Santa Engracia. Ahora, veinte años después, ya no existe. Creo recordar que es un puto banco, claro; no podía ser otra cosa. Pero en la noche de autos -por mejor decir, en aquella ya luminosa madrugada- nos acogió, nos dio de beber el último gin tonic e hizo la vista gorda mientras nos metíamos mano de forma desaforada, absolutamente rendidos ya el uno al otro. Aquello no pasó a mayores porque no teníamos dónde acabar de liarla del todo, de manera que hubo que posponer, muy a pesar nuestro, el inevitable evento que veíamos venir con tanta codicia.

Ya decía yo que todo tiene su explicación. Ahora acabo de entender por qué coño me gusta tanto a mí la cosa esa del márketing, el merchandising, la mercadotecnia y sus respectivas progenitoras. Porque descubrí las innegables bondades del estudio del mercado a la americana y tal dejándome la vista, el olfato y el alma entera, estampados contra toda tu persona y contra un traje azul que algo después aprendería a quitarte poco a poco, acordándonos entre risas y besos de una tórrida tarde de viernes en el junio de Madrid. Por eso mismo.

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Publicado enEn "El Naviero"General

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