
La primavera abofetea a Madrid con el descaro y la alegría de una criatura joven. La voz telúrica, maravillosamente sensual de Roberta Flack, me mata suavemente con su canción, mientras la estación que se nos viene encima no es consciente de que tiene los días contados. Quizá por eso se apresura a juguetear con los ritmos vitales de los habitantes de mi ciudad, tan enorme, tan ajena. Ella pasa con la melena al viento por entre calles y callejas, tráfico y gentío, dejando tras de sí bulevares cuajados de suaves fragancias. Engaña a mis vecinos con el dulce calor del sol, que no es más que una máscara burlona del frío que aún acecha de noche, agazapado y presto a utilizar sus garras.
No sé aún qué auguran los días de Pascua que acabamos de vivir, los más cálidos de los últimos ocho años. Agonizando ya el florido mayo surgen al sol los pechos, que buscan la vida que la luz otorga. Las faldas de las mujeres se arremolinan sensuales, mientras los hombres las miramos como el gato de la canción, con ojos golosones, aunque el frío, como era de esperar, campa de nuevo por sus respetos. Henchidas de la dulce melancolía de mis ayeres, las noches aún se pueblan con un vientecillo irrespetuoso, molesto en ocasiones, que estorba a los clientes de las muchas terrazas de mi barrio. Lanza lejos las cuentas de las mesas y llena los ojos con el polvo sempiterno de todas las grandes ciudades, interrumpiendo conversaciones y arrumacos.
Espero con cierta impaciencia la llegada definitiva del verano, como siempre. Añoro su rostro amable y tostado, sus rubias cejas y su maravillosa placidez, tan lejos de los excesos de su alocada hermana. Llegará, es cierto, a cansarme con su calor, pero a cambio me habrá regalado las noches más sensuales y fragantes de todo el año, los encuentros más deseados, los momentos más felices.
Siempre he sido un hombre del estío, pese a que mi edad comienza a separarme cruelmente de sus galas. Los eventos más brillantes de mi vida, y mis más sonoros fracasos, se han cobijado con sospechosa frecuencia bajo las luces de esta estación que no es más que el dorado término medio que soñara Horacio, pero referido a las épocas del año. Claro que eso es tanto como decir a las edades del hombre, ahora que reparo en ello. Y mucho me temo que es verdad.
Siento su mensaje en los chillidos de las golondrinas que lentamente van invadiendo el cielo de Madrid. Huelo su aroma inconfundible, que se eleva por encima de los tejados de mi ciudad, sobre las miserias de sus gentes, para llegar hasta mi ventana. Y recuerdo entonces largas noches en vela, en compañía de seres muy queridos que ya no están, esperando insomne la llegada del alba para comenzar a celebrar, en otras tierras, las entrañables ceremonias de la vida, de aquella vida dorada y plácida que parecía no tener fin.
Siempre he sido un hombre del estío.
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