Hace ya muchos años, quizá demasiados, que escribí estos pequeños relatos sobre la vida en el monte y la caza con arco, una de mis pasiones favoritas. Creo que se nota el paso del tiempo por ellos, pero, aún así, no puedo ni quiero renegar de mi creación. Lo cierto es que los escribí durante una de las épocas más dulces y apasionantes de mi vida; quizá por ello les tengo un indudable cariño. Aunque están colgados en mi web, no me resisto al impulso de subirlos a este blog, dudando, no obstante, de si es este su lugar o si tendrían mejor acomodo en mi blog de caza. En fin, seguiremos el primer impulso, que seguramente será el más acertado, y que venga el diluvio después…
Crepitaba el fuego en su apogeo, dibujando extrañas cenefas en las paredes del refugio. Volutas de humo ascendían hacia el cielo, llevándose enredados recuerdos y visiones fugaces del monte, de la naturaleza infinita y multiforme que lo envolvía todo. Distraídamente repartidos por el interior de la habitación, colocados como por un engañoso azar, se encontraban todos los instrumentos propios de la afición del habitante de la cabaña, uno más entre los muchos que la habían frecuentado en pos de la aventura de la caza, del misterio de la vida.
Prudentemente alejado de la gran chimenea de piedra, un arco de caza reposa en silencio y piensa, observando calladamente a su dueño, que se encuentra a pocos metros de él, fumando un cigarrillo, con la ropa de caza ya aflojada y descalzo, lejos de la tensión vivida en las últimas horas, en lo más denso del monte extremeño, en medio de este octubre frío y luminoso como solamente puede serlo en el sur de España. Fuera de la cabaña, rústica pero confortable, el viento ulula despiadadamente, empujando los últimos vestigios de luz, abriendo paso a la noche, certera siempre, siempre cercana. «Vaya, vaya» -piensa el arma, satisfecha. «Cuando salimos de casa, hace ya tres días, nada hacía suponer que este hombre fuera un maestro en su afición. Bien es verdad que le han salido canas en el monte, viviendo y respirando la caza siempre que sus ocupaciones le permitían un momento de libertad; bien es verdad que nunca se ha rendido ante los avatares de la caza, sin perder jamás la afición ni la esperanza, pero lo de hoy quizás haya sido demasiado, incluso para él.» «Mírale» -sonríe el arco, no sin cierto sarcasmo- «ni siquiera ahora está completamente seguro de lo que le acaba de ocurrir, o, por mejor decir, de los que nos acaba de ocurrir.»
«Desde luego, el viaje empezó muy bien, con el coche devorando kilómetros alegremente, cargado como siempre con todos los trastos y mi dueño silbando distraídamente sus melodías preferidas, para variar. Lucía un sol espléndido y contábamos nada menos que con seis días, seis largos días de holganza, de libertad total, solos él y yo, también como de costumbre. Parecía una muy buena oportunidad para visitar la finca de marras, para seguir buscando ese gran venado que le quita el sueño a este mindundi desde hace ya un par de años. Caramba, a Genaro, el guarda de la finca, parece que le faltó tiempo para colgarse del teléfono y avisar al «señorito» de que había vuelto a encontrar la pista del «jodío bicho», como llama al pobre animal. Este Genaro no aprenderá nunca; ni trata a mi amo como a éste le gusta, que le sobra por todos lados lo de señorito, ni califica con justeza al famoso venado. Menos mal que siempre que habla de él se le enciende en los ojillos, pitañosos, una luz traviesa y vivaracha que delata sus auténticos sentimientos; en realidad, es un buenazo que se ha ganado la vida pateando esas sierras de Dios con más redaños que nadie, por lo que sabe distinguir lo bueno en cuanto lo ve. También es cierto que al ver a mi dueño conmigo en la mano y conocer sus intenciones, se le escapó una media sonrisa, muy de esta tierra, que casi consigue que se me atragantase desde el primer momento la finca, el guarda, esta parte de España y todos sus habitantes…»
«¿Cuándo se dará cuenta toda esta patulea de que mis hermanos llevan más de veinticinco mil años evolucionando sobre la superficie del planeta y dando de comer a sus dueños fiel y lealmente? ¿Es que mi poder letal resulta despreciable porque es limitado en el espacio, en la distancia, porque es nobilísimo y no abate de lejos, de forma alevosa e indignante para los oídos y para la vista? En fin, creo que lo suyo es contestar a esa media sonrisa, que ya he visto en tantas ocasiones, con sonrisa y media y con una demostración clara y explícita de lo que mi dueño y yo podemos hacer a las primeras de cambio, en cuanto se presente la oportunidad, que siempre llega.» «Por eso, al bueno de Genaro se le cambió el color el día en que abatimos nuestro primer venado a veinticinco metros, con un tiro certero a pulmón alto que lo atravesó limpiamente, doblándole la pata en menos de un minuto escaso… me reí mucho al acabar el lance, que ofrendó a mi amo un estupendo animal, casi plata; el individuo en cuestión no acababa de dar crédito a sus ojos; nos miraba a mí y al venado alternativamente y se rascaba el cogote, al tiempo que murmuraba un largo y sentido «jooodeeeer…» muy por lo bajinis. Tras ese y otros muchos lances, Genarito es un incondicional de la arquería de caza y farda de continuo, con absoluto descaro entre sus compañeros de profesión y amiguetes de taberna, de lo que mata su señorito conmigo, de cómo vuelan mis flechas, de que si las puntas de caza, de que si el visor… vamos, ni que fuera Howard Hill reencarnado, regalando conocimientos a diestra y siniestra… otro converso más, vaya.»
«Claro está, al otro le faltó igualmente tiempo para hacer la mochila y salir echando chispas hacia la finca, faltaría más; a mí me entró también el gusanillo de la caza, así que todo el mundo contento y nosotros a lo nuestro. Hacía muy poco tiempo que habíamos llegado al refugio que hay en mitad del cazadero cuando ya aparecía Genaro, con esa motillo suya que hace un ruido de mil demonios, apestando a gasolina y a escape fundido; creo que este pollo sigue sin entender la importancia y la belleza del Silencio, pero qué le vamos a hacer. Tras los saludos de rigor, y con un par de pitos encendidos, que Genarín se priva por el humo americano, entran en materia. Resulta ser que la semana anterior, y en el Barranco de la Sierpe, pues tan atractivo nombre tiene el rincón en particular, Genaro había descubierto rascadas muy grandes en uno de los árboles que festonean el fondo del terraplén, junto con excrementos y con abundantes huellas que, de tomarle juramento al buen guarda, hubiera afirmado con toda rotundidad que pertenecían al gachó del arpa, se lo juro por mis hijos, señorito, que son inconfundibles por el tamaño y por la profundidad, que joder qué pedazo de patas tiene el bicho, coño, que ya es nuestro esta vez, etc., etc.»
«Por todo lo cual, y a despecho de la astucia y experiencia que presumimos en el venado en cuestión, Genaro se entregó en cuerpo y alma a montar un cebadero y su correspondiente puesto de los de antología, tapando las ramas cortadas con barro, esparciendo en los lugares adecuados orina de pepa en celo, borrando sus huellas perfectamente, manejando todo con guantes de cirugía y, en fin, echando mano de todo su saber y finura en el monte, por no hablar del cuidado especialísimo que puso en controlar los vientos dominantes del lugar, complejos y caprichosos tratándose de un barranco no demasiado profundo. Además, y según él, el venado venía acompañado por alguna pepa que otra, lo que dotaba al futuro lance de mayor dificultad y atractivo, si ello fuera posible.» «A estas alturas de la charla, a mi amo le hacían los ojos chiribitas; casi se le acaba el tabaco, que se han cepillado ambos contertulios en nervioso contubernio y con la celeridad del rayo. Nada, nada; de aquí a una hora estaré sentado en el puesto, y ya te contaré, Genaro; muy bien, señorito, verá Vd como esta vez lo trincamos al bicho ese, hombre».
«Dicho y hecho; mientras mi amo se aprestaba a vestirse y a recoger su equipo, a revisar las puntas y a preparar el maquillaje, Genaro revisaba el todo terreno aparcado en las inmediaciones del refugio, silbando para sí una cancioncilla de lo más tonta. Quince minutos después, nos bajábamos del vehículo en el mismísimo barranco. Todo acto de creación es también un acto de orgullo, y Genaro no podía disimular el que le embargaba tras la contemplación del puesto de marras que, desde luego, era una obra de arte. Incluso había calculado el hombrecillo las líneas de tiro más correctas para que mis flechas pudieran alcanzar el tan deseado objetivo. Se quedó mirando a mi dueño, con ojitos de querer, esperando una palabra amable, el reconocimiento de lo bien hecho; cierto agradecimiento, en suma. Mi amo miró el puesto, lo examinó minuciosamente, detalle por detalle, como a él le gusta. Acto seguido, dirigió la vista hacia Genaro durante un instante que me pareció eterno, y le guiñó un ojo, sonriendo ampliamente. Ambos rieron bajito, por no alterar demasiado el silencio, y se estrecharon las manos con fuerza. Poco después, el coche que se va y yo que subo al puesto izado por mi dueño con una ligera cuerda; un par de movimientos más, la mochila colgada de una rama providencial y una flecha encocada en mi cuerda… comienza la espera.»
«A mí, desde luego, no me pilla por sorpresa pasar una noche en el monte, haga frío o calor, con luna o sin ella y colgado de un árbol. No obstante, puedo entender a la perfección los nervios, sudores y sobresaltos que padece un novato en estas lides. El bosque entero parece cobrar vida a medida que la luz se va extinguiendo; cada matorral se convierte en un amasijo de sombras móviles, que susurran palabras oscuras dirigidas al cazador; los movimientos repentinos de las aves nocturnas, de pequeños predadores del aire y de sus víctimas, confunden los sentidos del hombre que se encuentra solo, inmerso en toda esta sinfonía vital. Poco a poco, se va imponiendo una calma tensa, que el deportista espera ver quebrada por la súbita aparición de su presa, de su rival, de su contrincante que, la mayoría de las veces, es más astuto que él. ¿A quién, sino a un hombre, se le ocurriría internarse en el terreno propio de su presunta víctima, dándole así la mayor parte de las oportunidades a la hora de la defensa o de la huída? Supongo que alguien puede llamarme cínico, pero, con franqueza, me parece un tanto descabellado el intento; en fin…» «Total, que como a las dos horas de estar subido en el puesto, en silencio y en completa inmovilidad, como mandan los cánones, ahogando algún carraspeo en la axila y reprimiendo unas tremendas ganas de fumar, nada ni nadie había perturbado la quietud del atardecer, ya casi convertido en noche cerrada.»
«De cualquier manera, mi amo no desespera ni languidece; es más paciente que yo, que ardo en deseos de enviar una flecha hacia el corazón de la pieza. Por algo soy un arco de caza de alta gama, cuyo diseño vio la luz en los laboratorios de una reputada compañía americana; no he atravesado el Atlántico para estar cruzado de brazos, antes al contrario. Así, él aprovecha estos momentos de espera para encerrarse en sí mismo, para disfrutar de los recuerdos de lances anteriores y, sobre todo, para prepararse mentalmente ante la posibilidad de un enfrentamiento cercano, que puede ser único. Por eso, intenta alcanzar un cierto estado de armonía interior, o un mínimo reflejo del mismo -no sé por qué me da que esa situación es francamente difícil de alcanzar para casi todos los humanos, por mucho tiempo que vivan- que le permita serenarse a la hora de la verdad, antes, durante y después de ese instante místico en el que la flecha parte desde mi cuerda, rápida y letal». «Pasan horas y más horas, densas, espesas, largas, muy largas. Ni rastro de movimiento, al menos no del que nos interesa. Bien es verdad que algunos conejetes despistados han pasado muy cerca de nosotros; también es cierto que un zorro les ha seguido taimadamente al poco rato, pero nada más; ni cuernos ni navajas han roto el monte. Supongo que a mi amo no le importaría en absoluto flechear un buen marrano, ya que estamos puestos; no es para nada un hombre que le haga ascos a un buen lance y, en honor a la verdad, el jabalí es una pieza que parece hecha a la medida del arquero que gusta de practicar la espera, capaz de colmar los deseos de todo buen aficionado. Todo ello, además, con independencia de su tamaño o del largo de sus colmillos, que esa es materia en la que la mayoría de los compañeros de correrías de mi amo resultan más bien poco exigentes, los pobres».
«Aún así, no quiere hoy el bosque dejarnos ver ninguno de los tesoros que guarda, y en cuya busca hemos llegado hasta aquí; qué se le va a hacer; por eso se llama caza y no tiro al blanco. Mi amo se despereza lenta y dolorosamente, sacándose el entumecimiento de los huesos tras de una larga espera; baja su equipo, me baja a mí, y a esperar, esta vez a Genaro, que llega muy pocos minutos después, nervioso e ilusionado. Sonríe el cazador y le enseña, a la luz de los faros del todo terreno, las manos vacías. Genaro parece que encoje de tamaño, el cuitado, y se le caen al suelo las comisuras de los labios, de puros achares que le entran. Nada, hombre, vamos al refugio y ya hablaremos. Llegados allí, un par de cigarrillos, unas copas de coñac al amor de la lumbre, y a cenar, que mañana será otro día, digo yo. Que si el viento ha revocado; que si mucho ruido en el monte; que si no hay luna… ¡Qué más da, caramba¡ No acabo de entender esta manía de buscarle explicación a todo, de intentar encorsetar en pautas humanas el comportamiento de los animales salvajes. Quizás sea porque yo no tengo ningún problema en permanecer quieto y en silencio, siempre expectante, durante todos los días de mi vida; quizás sea porque yo envejezco mucho más despacio que cualquier humano; tal vez, porque mi corazón de metal juzga con mucha más dureza mis errores y los de los demás que uno de estos patéticos muñecos de carne y huesos, que se dicen hombres. Si no se caza, no se cazó, y punto; qué barbaridad, qué ansia de recuerdos embarga al ser humano…»
«Un nuevo día golpea con suavidad los cristales de las ventanas de nuestro refugio, esperemos que cargado de buenas intenciones. No es mi dueño un hombre madrugador, precisamente, pero en el campo se sacude la pereza con un afán digno de mejores empeños, desde luego.»
«Con las primeras luces estamos él y yo explorando el monte con detenimiento, saboreando con deleite estos momentos, que no hacen sino enriquecer la experiencia suprema de la caza, de la comunión con la naturaleza que lo envuelve todo. Mi amo se inclina, revuelve el suelo, levanta hojas, se pone a cuatro patas, otea desde los riscos con los prismáticos, deshace alguna bolita de excremento entre sus dedos enguantados y, por fin, encuentra algo de lo que está buscando con tanta intensidad. Efectivamente, a pocos metros de donde hemos instalado el puesto, profundas huellas denotan el paso de una pequeña punta de venados, comandados, obviamente, por el fantasma de grandes cuernos cuyo recuerdo nos ha arrastrado hasta estas soledades. Se desplaza en compañía de tres hembras y de un cervatillo, con cautela, atravesando el monte por ese paso de vuelta a su encame, supone mi amo. Algo más notamos, un tanto extraño: tras las huellas del venado y de su séquito, encontramos las de otro ciervo más pequeño que el primero, y que parece seguir al grupo principal a una cierta distancia, como con reparos, como si intentase que su presencia pasase desapercibida para los otros animales. Me gustaría hallar la explicación a este comportamiento, así que espero impaciente la caída de la tarde para volver a ocupar nuestro lugar en el barranco.» «Hemos comido solos en el refugio, degustando plácidamente los fuertes sabores de los alimentos de esta tierra, abastecidos con largueza por la amabilidad de Genaro y de su esposa. El guarda no hace acto de presencia durante este rato; algo le habrá entretenido en el cortijo o en el pueblo; algún «enredo», como se dice por aquí, le habrá ocupado esta tarde. No importa; café, cigarrillos, mochila al hombro y caminito hacia el puesto, que para luego es tarde. No sopla ni gota de viento, y la hora, aunque fresca, transmite una placidez agradable y candonga, como invitando a la siesta; ya dormirás cuando mueras, amigo mío; ahora hay mucho que hacer. Ya encaramados en la plataforma, comenzamos el ritual tantas veces ensayado, tantas veces vivido, pero siempre preñado de esperanza. Se acabó el fumar; comienza el silencio…»
«Mientras, por unos momentos, reposo sobre las rodillas de mi dueño, ya bastantes horas después de iniciada la espera: parece que se está cansando un poco. Divaga su mente, ya relajado, por los bulevares cercanos al sueño, festoneados de recuerdos de aquí y de allá, que llaman con voz de sirena, que precipitan al incauto en brazos de esa necesidad tan curiosa e inoportuna, de ese cerrar los ojos y ser feliz, tan humano…».
«De pronto, suaves crujidos a la derecha del puesto ahuyentan el ensueño que se estaba apoderando del cazador tan alevosamente. Bajo la luz que comienza a ser incierta, una linda pepa rompe el monte con toda la prudencia de la que es capaz, que no es poca. Tras ella, otras dos comparecen, seguidas por el cervatillo cuyas huellas distinguió mi amo esta mañana. Sin duda, las golosinas que Genaro depositó en el comedero han sido detectadas por su fino olfato y, por una vez, la curiosidad y la gula han vencido al recato y a la cautela naturales.»
«El corazón de mi dueño comienza a galopar, frenético; pese a haber visto infinidad de piezas de caza, siempre se siente como si fuera la primera vez. Supongo que por eso sigue cazando, claro. La vista resulta espléndida, pero el monarca no acaba de aparecer; quizá está esperando, oculto entre las altas jaras, en espera de los acontecimientos. Por si acaso, el arquero no mueve ni un músculo; nada hace adivinar la vida que se oculta tras la cara maquillada e inmóvil, cuyos ojos se desplazan con toda la lentitud y suavidad posibles, evitando siempre mirar de frente a las ciervas. Algo terrible debe de contener la mirada del hombre cuando ningún animal es capaz de aguantarla de frente, según se dice; a mí, en todo caso, me deja completamente frío. Cuando ya las ciervas se están alimentando golosamente, de súbito, unos pasos sobre la tierra seca, una gran cuerna que comienza a adivinarse por entre la muralla de arbustos que nos rodea, catorce puntas que cortan el aire quieto y dulce de la última hora de la tarde… llegó el noble animal, que es ciertamente impresionante en su apostura. Dejándose ver poco a poco, adelantando el robusto cuello para fisgar cómodamente, acaba por acercarse al comedero, que se halla a unos veinte metros de nosotros. Mi amo, completamente imbuido en su papel, le deja cumplir, le permite una falsa tranquilidad, acorde con sus fines, con suavidad, sin prisas.»
» El soberbio espectáculo tiene enganchado completamente al arquero, que lo está disfrutando a fondo, según veo. Lentamente, el clímax se acerca; el cazador está ya tomando una posición más cómoda para el disparo; la punta de caza brilla en la penumbra, preñada de amenaza y de dolor; comienza la apertura, mis palas se están doblando ya, aprestándose a cumplir su misión…» «Algo no marcha; algo está fallando. La pepa más vieja, la primera que se asomó al puesto, rebufa y ladra, nerviosa. Mi amo respinga y deja la cuerda nuevamente en reposo. El venado, colocado en tres cuartos con respecto a nosotros, gira su cuello hacia la derecha, en dirección a la espesura, donde otra cuerna surge de improviso. Es el segundo ciervo que rastreamos esta mañana, no hay duda. Joven, más que el primero, mueve la cabeza en señal de claro desafío al monarca. Este le contesta con un bufido y recoge el guante, mientras toma posición, henchido de poder y de gracia, en el centro del pequeño claro que se abre junto al comedero, cerca del fondo del barranco, como esperando la acometida del rival, que no cesa de patear el suelo y de menear su noble testa «.
«Mi dueño no puede creer lo que estamos viendo; no estamos en berrea; ya pasó y, sin embargo… parece algo personal entre ambos machos, idea absurda, desde luego, pero no se le ocurre otra explicación.» «Entonces, en ese momento, mi amo advierte, con asombro, que las dos luchaderas de la cuerna del intruso son dos auténticas dagas: por un capricho de la vida, del bosque, este sujeto ha desarrollado dos armas letales en su arboladura, dos instrumentos que pueden convertir en encuentros mortales las luchas intra específicas de estos hermosos animales, que normalmente no tienen mayores consecuencias. No ceja el rebelde en su actitud agresiva, ni se echa atrás el gallardo monarca; la tensión crece en el aire, mientras las pepas se arremolinan tras su dueño y señor, sin saber qué hacer, sin apenas moverse. Sin previo aviso, se produce la embestida brutal, repentina; suenan las cuernas, como madera viva, en la umbría del bosque; saltan pedazos de tierra en todas direcciones y el polvo envuelve a los combatientes, que se acometen una y otra vez, sin piedad. El arquero no es capaz ni de pestañear y yo contemplo la feroz escena con todo el interés que soy capaz de sentir, mi espíritu junto al del venado más viejo, seguramente porque siento que la lucha de quien pelea sabiendo que va a perder me resulta la más noble de todas, en un arranque de humanidad que no me corresponde en absoluto, que me sorprende y que achaco, desde luego, a la perniciosa compañía de mi dueño, digo yo».
Porque, efectivamente, las fuerzas del paladín se están agotando con rapidez; se detiene, resuella trabajosamente, elevando los costados sucios de polvo, y parece que le cuesta ya mucho trabajo responder a la fogosidad del intruso, incansable y violento. Así las cosas, y cuando el gran venado se encuentra parado a mitad de camino, el joven le embiste con fiereza redoblada, pero apuntando esta vez a un costado, donde le hunde las afiladas luchadoras, hiriéndole de gravedad. Es terrible, pero sin duda conoce el poder de su letal deformidad. Brama el herido, insiste el asesino; la sangre, roja y cálida, salpica las jaras, hiende el aire quieto que presencia la escena, salvaje y tremenda. «El arquero ya no duda más; ha salido de su trance a los pocos instantes de que acabase la tragedia, que ha durado escasos minutos. Aprovechando que los dos animales están completamente concentrados en sus propios ritos de vida y de muerte, se incorpora en el puesto, se deja colgar de su arnés, y en un movimiento fluido y rápido, me hace enviar una flecha, una sola, hacia el pulmón del asesino, que respinga, cocea y emprende una huída que acaba, treinta metros más allá, bajo una alta mata de jaras que suelta una nube de polvo al recibir el impacto de su cuerpo sin vida. Las pepas, más astutas que los machos, ya nos han divisado, por lo que se pierden, raudas, en la espesura, ladrando y acompañadas por el cervatillo, que huye despavorido.»
«Acaba aquí el drama, fugaz y violento, tan cierto como la propia luz de esta tierra. A pocos metros de nosotros, envuelto en polvo y sangre, se halla el monarca, cubierto de heridas por las que su vida ha salido en busca de pastos mejores, arrastrada por un error de la naturaleza, por una injusticia cósmica a la que mi amo, con buen criterio, ha puesto punto final. El asesino reposa cerca de allí, junto a la jara. Hará, desde luego, un hermoso trofeo, feroz y trágico, en casa del arquero. En cuanto al otro ciervo, posiblemente ocupe otro lugar, muy cercano al de su matador, en nuestro hogar.» «De lo que no cabe duda es de que ambos habitarán por siempre en los recuerdos que compartimos, en callada amistad, mi amo y yo. Jamás olvidaremos, ninguno de los dos, el espectáculo salvaje y maravilloso que hemos tenido el raro privilegio de presenciar hace muy poco tiempo, aunque suspendido ya, tan pronto, en la niebla de la vida que pasa.» «Bajamos del puesto, caminando hacia las luces del coche de Genaro, que se acerca con rapidez. Esta noche, en el refugio, habrá mucho que contar, muchos recuerdos que compartir, mucha carne que preparar. Creo que estoy contento de pertenecer a quien pertenezco; alabo su decisión, porque me parece justa y acertada, y solamente siento la muerte del gran venado, que posiblemente hubiera merecido un final más noble, menos violento».
«Pero, al fin y a la postre, el drama que contemplamos no hizo sino demostrar, una vez más, el humilde papel que le toca jugar al hombre en el concierto de la naturaleza, de la vida del bosque, por muy distinto que sea el concepto que de sí mismos tienen, en general, estos curiosos forjadores de sueños, estos divertidos ilusos que tratan el mundo como si fuese suyo. Mi amo, por supuesto, ha aprendido bien la lección, suponiendo que fuese acreedor de ella, pobre hombre.»
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