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Muñeco roto (Fantasmas del Paraíso, V)

Eres, sin discusión alguna, corazón,  la mujer que más daño me ha hecho en mi vida. Poco sospechaban mis veinte años, nada más conocerte, que lo nuestro  -sería mucho más ajustado a la realidad decir «lo mío» a secas, o  «lo mío contigo»-  iba a acabar en tragedia. Al menos, así lo vivió mi pecho, henchido de vida y de juventud, poco acostumbrado al sufrimiento y al pesar de cualquier clase.

Muy posiblemente, a estas alturas de mi travesía,  la cosa no hubiera pasado de un disgusto de fin de semana, quizá ni eso, pero en aquellos entonces, rodeado por un mundo bastante más joven, amable  y sencillo, experimenté un dolor que aún hoy, más de treinta años después, recuerdo con cruel claridad.

No he dejado de pensar en ti con el correr de los años. Apareces de vez en cuando en mi despacho, con tus limpios ojos azules y tu cara de niña ausente, envuelta en las imágenes y los sonidos que en aquel luminoso ayer nos acunaron. Pero, al igual que en la vida real, tu querida visión se desvanece con vertiginosa rapidez, dejando tras de sí un suave rastro de perfume, y un amargo sabor a ceniza en mi boca.

Tuve que dar clases particulares para poder recorrer la enorme distancia que me separaba de ti tras aquellos magníficos días del verano; tuve que pelear duro para volver a ver aquel reflejo en tu rostro, aquella forma de mirar que me enloqueció durante una noche de julio, absurdamente lejana ya. Discutí en mi casa y fuera de ella, rompí con casi todo lo que me convertía en un ser civilizado, descuidando los consejos de tu hermana que, encantadora como era, veía venir el desastre, y pretendía ahorrarme la triste experiencia.

Nada pudo pararme. El amor es un dios cruel; exige siempre un sacrificio de sangre para bien o para mal, y como el resto de los Inmortales, ciega a quien quiere perder. Y conmigo no iba a hacer excepción alguna. Me bajé del tren una fría mañana de octubre, peleando con el sueño por llegar a verte cuanto antes. La sucia estación estaba envuelta en niebla, y una suave brisa marina me revolvía los cabellos, remedando la promesa de una felicidad que no llegó a ser. No percibí, en el aire quieto de la mañana, señal alguna de peligro; tirando de mi maleta, me alojé en casa de unos familiares, que sonreían divertidos ante mi desfachatez, ante el desafiante orgullo que me había traído hasta tan lejos, contemplándome feliz, rebosando amor.

Cuando te vi, horas más tarde, toda aquella pantomima se vino abajo con un doloroso estruendo, con el ruido que hacen los amores rotos, tan similar al de la cerámica fina cuando estalla en pedazos, sin posibilidad alguna de redención. Recuerdo vagamente una cafetería muy antigua, con un friso en relieve representando a un rebeco en un pico de montaña; recuerdo mi sorpresa y tu reticencia a la hora de acabar de romperme el corazón. Pero, pese a ella, me informaste cumplidamente del asunto, con todo lujo de detalles. Salí de allí desnortado, hecho astillas, temblando como un azogado.

Volví a verte aquella noche, pero ante la noticia de que mi rival iba a aparecer por aquel bareto, opté por marcharme, por aquello de evitar males mayores. Nunca he sido excesivamente violento, aunque si la ocasión lo requiere tampoco soy manco. De manera que el martillear de la sangre en mis sienes me indicó, prudentemente, el camino a seguir. Y me senté en un portal cercano al tugurio en cuestión, esperando no sé qué, pensando quizá en arreglar a última hora lo que, a todas luces, no tenía remedio.

Vi pasar a tu galán y lo cierto es que no te puedo aplaudir el gusto, querida. Tu hermana lo motejaba con el apellido de un célebre actor cómico de cine mudo, y no marraba el tiro.  Pero claro está, un marrajo como aquél, de veintinco años o más, muy intelectual y cinéfilo él, no tenía ni para descalzarse ni contigo ni conmigo. Yo no fui obstáculo a tener en cuenta de ninguna de las maneras, pese a que le doblaba la estatura, y para hacerse contigo le bastó hablarte de un maravillosísimo corto de cine que quería que protagonizases, eso sí, con las tetas al aire y debidamente asesorada en esa y otras materias por él. Y todo aquello, mira tú por dónde, siendo feo si Dios tiene un qué. Qué envidia, ¿no? Eso se llama gestión eficaz de los recursos. Bueno, también tiene otro nombre, pero es un poco más crudo, aunque más cierto.

Aquello tenía toda la lógica del mundo, según recapacité años más tarde, cuando el dolor no era más que un eco sordo y lejano. Tu temperamento rebelde, que me enamoró, la impía distancia y la brutal inconstancia de tus dieciséis abriles, no hicieron más que combinarse en una mezcla volátil y peligrosa, que rindió sus venenosos frutos a la primera de cambio. Mi ansia de ti y la certeza de quererte, el deseo de pasar por encima de todas las dificultades con tal de que fueras mía, no hicieron más que enriquecer el poder explosivo de aquel cóctel. No podía ser de otra manera; yo tenía que darme de bruces con todo aquello para que se me abrieran los ojos de una vez por todas.

No recuerdo ningún otro viaje tan largo, tan eternamente largo y tan triste, tan vacío de esperanza. Me sentía como un muñeco roto, estampado contra la pared por el  pronto aburrimiento de un niño en busca de un juguete nuevo, más brillante y prometedor, que en breve habría de sufrir el mismo destino que el primero. Me era imposible dejar de repasar una y otra vez aquellos crueles acontecimientos, a tal punto que no pegué ojo en las diez horas largas que duraba el viaje. Llegué a mi tierra con la desagradable impresión de tener entumecidos el cuerpo y el alma. Mi madre, sabia mujer, se dio cuenta de todo nada más verme, pero guardó un piadoso silencio durante muchos años, cosa que siempre le agradeceré. Si mi orgullo juvenil se hubiera tenido que enfrentar con el reconocimiento del desastre en boca de mis familiares, con el más mínimo atisbo de burla por su parte, supongo que el mazazo habría sido infinitamente peor. Anduve trastornado una larga temporada, hasta que el dolor y la amargura fueron cediendo y ocupando lentamente su lugar en el borroso anaquel de los malos recuerdos.

Cinco o seis años después, yo ya era un hombre con canas en la barba y en el corazón: me brotaron en los dos sitios con cierta prontitud, supongo que como resultado de mi vida, azarosa, intensa  y un tanto anárquica.  Así que cuando nuevamente te vi en el pueblo, me limité a saludarte con un par de besos y a seguir con mi copa. Por aquel entonces bebía yo whisky con coca cola, muy lejos aún de la sobriedad del gin-tonic, y debo confesarte que el aroma y las irisaciones de mi vaso me distrajeron mucho más que tu charla, que se me antojó francamente insulsa pese a que el tiempo también te había regalado una cierta distancia de las cosas, o al menos eso suponía yo. Te acompañaba también una amiga del alma, irremediablemente sinsorga, que contribuyó en gran medida a que me apartase de ti, visto el tinglado casi lésbico y estúpidamente posesivo que se traía contigo.

Porque no era más que tinglado, claro. Aquella misma semana me enteré de que las dos os acostábais con uno de mis mejores amigos de siempre, lo que me produjo un cierto resquemor, algo de sana envidia y una acuciante sensación, harto conocida, en la bragueta. Bah, ya eras más que inalcanzable para mi, de cualquier manera, y tu amiga me sobraba por todos los lados. Ni siquiera pensé en futuras oportunidades; el asunto había dejado de interesarme, entre otras cosas porque, incansable como siempre, ya ponía mis miras en otro cuerpo de mujer, más maduro y hermoso que el tuyo. Otro par de suaves caderas requería mi atención, y no era cuestión de desperdiciar esfuerzos en vanos empeños.

Y como era de esperar, vista mi falta de interés, la oportunidad llegó un par de años más tarde, como cuando recuerdas una palabra súbitamente por el mero expediente de dejar de intentarlo. Estabas algo triste, no recuerdo bien por qué; con sinceridad, tampoco me importaba en demasía. Me sorprendió percibir que sí tenía interés, desde el primer momento en que te divisé, en saldar aquella vieja deuda, en hacerte mía de una vez por todas, aunque no fuera más que durante un par de noches. Primeramente me lo planteé lleno de rabia, pensando en ello como si de una venganza se tratase; al poco, el viejo amor me acariciaba las mejillas del alma y me ablandaba por completo: aún sin tú proponértelo, reina, me vencías por segunda vez. Si aquella noche te amaba, sería de corazón, buscando en la tibieza de tu seno el rastro improbable del fuego que en un tiempo lejano quise que anidara allí.

Entonces, el insulto definitivo, el ridículo sublime, quizá en justa correspondencia a mis iniciales intenciones. Nos sentamos en mi coche, viejo y zarrapastroso, pero suficiente para llevarnos al Camelot que tan bien conocíamos. Arranqué, y a los escasos doscientos metros, me quedé sin gasolina. No llevaba encima ni un duro, porque aún era estudiante y pobre; las tarjetas de crédito eran cosa de alienígenas, y tú no tenías más que la ropa que te cubría, para variar. Allí acabó definitivamente aquella aventura; tú a tu casa  -era tarde para ti, repentinamente formal-  y yo a mi bar favorito, a tomar copas de prestado, más corrido que una mona, todavía caliente y rumiando el espantoso patinazo, la monumental payasada. Estaba claro que contigo nada llegaba a funcionar como es debido, por tu culpa o por la mía: éramos ontológicamente incompatibles, sin duda alguna.

Hace ya muchos años que nada sé de ti. Te perdí la pista sin darme cuenta, sin que me incomodara lo más mínimo, porque no podía ser de otra manera.  Cada edad en la vida del hombre trae sus hitos, sus sucesos de referencia, y tú lo fuiste para mi. Superada esa edad, sus mitos y sus leyendas deben desaparecer con ella; es un sano ejercicio de salud mental que no siempre practicamos con la frecuencia adecuada, o que, aún practicándolo, no alcanza el éxito en todas las ocasiones… como suele ser mi caso. No te guardo rencor alguno, pequeña ninfa; como ves, si bien algo oscuro y ominoso, sigues siendo un fantasma de mi paraíso. Debo aclarar que es todo cuanto estoy dispuesto a concederte, no obstante. Como punto de inflexión, la verdad es que no tuviste rival, pero jamás intentaré localizarte, no sé si por despecho, por miedo a otro sonado fracaso o porque me dolería mucho ver cómo has abdicado de todos tus postulados rebeldes para abrazar la más común y corriente de las vidas comunes y corrientes, con su generosa dosis de aburguesamiento, aquello que tanto miedo te daba.

Te deseo todo tipo de dichas y parabienes, aunque te confieso que me cuesta un tanto poner el empeño que sería políticamente correcto en ese deseo. Bien es verdad que me hiciste muy feliz durante un breve plazo de tiempo, y me enseñaste una lección inolvidable a un precio altísimo, lección que no olvidaré jamas.

Distinta cuestión es que yo haya puesto en práctica o no, después de todos aquellos días de amargos malabares, el corolario contenido en ella. He seguido amando y me he seguido equivocando, en consecuencia,  aunque la digestión de mis otros errores no ha sido tan problemática ni tan larga como en tu caso. Además, cuando he vuelto a meter el remo, lo he hecho sabiendo lo que iba a ocurrir, aceptándolo y asumiéndolo como inevitable, disfrutando de la pelea aún sabiéndola perdida de antemano: esa es la gran diferencia que separa el resto de mis tropelías amorosas de las que viví contigo, amiga mía, y esa es, en definitiva,  la lección a la que me refiero, no otra.

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Publicado en"Fantasmas del paraíso"

2 comentarios

  1. João Boavida João Boavida

    Não é bom…
    É excelente o que acabo de ler. Forte abraço do JB

    • Grande abraço, irmao, e muito obrigado, de coraçao.

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