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Anhelos de otoño

miplumamiespada

Alatriste desenvaina con la rapidez del rayo y echa a correr tras un fugitivo Malatesta como alma que lleva el diablo. Asoman por las callejas solitarias de un Madrid viejo y encenagado, que ya no existe, rostros temerosos de mujer, que adivinan la persecución entre las sombras, presas del miedo. Mientras tanto, el señor de la Torre de Juan Abad contempla los muros de su patria, que es la mía, y reparte estocadas y afilados versos a diestro y siniestro, como si de una mortífera lluvia de mayo se tratase, preñada de sangre, rosas y acero. Y yo me digo, en ese mismo instante, que he nacido tarde, muy tarde, demasiado tarde.

Lope salta de dormitorio en dormitorio, con el jubón por la cintura, musitando para sí los últimos versos de su obra más acabada y poderosa, su propio devenir,  al tiempo que se seca sobre sus labios el aroma prohibido de la mujer ajena, que yace cerca de allí con el pelo suelto y ahíta de amor y de húmeda vida. Casi en igual momento se oye el restallar de la blasfemia resentida del cornudo que lo es muy a su pesar, pecado que persigue al rápido mujeriego de tejado en tejado, sin conseguir otra cosa que no sea arrancarle una sonrisa despectiva.  Observo divertido la escena  -al cabo no soy sino mero espectador-  y musito para mi caletre que he nacido tarde, muy tarde, demasiado tarde.

El dulce cisne del Avon, ese inglés al que cabe perdonar la impudicia de serlo a cambio de su genio maravilloso, de su singular talento, procura enamorar a su particular Julieta con el timbre de su voz y con el suave veneno susurrado de sus versos, con la fuerza imposible de sus personajes. Enardece a su hembra y al teatro entero que le escucha embelesado, mientras se obra, a la vista de todo el mundo, el milagro que consigue comunicar a un ser humano con otro, levantándole del suelo y liberándole de lo anodino de su existencia. Tiembla la corrala toda ante el empuje de los aplausos y yo pienso, con cierta tristeza, que he nacido tarde, muy tarde, demasiado tarde.

Brilla con fuerza la luz de la hoguera en Samoa, muy junto al mar, en la playa que adorna la isla con sus arenas blancas y limpias. Mientras el viento que sopla desde el océano hace danzar al fuego inquieto, vistiendo de ágiles sombras los contornos, Tusitala desgrana sus historias y desnuda con ímpetu el tesoro que su mente alberga, al tiempo que su voz soñadora embruja a los nativos que le rodean en respetuoso silencio, pendientes de sus palabras, dadoras de efímera vida. Desde un pequeño pantalán cercano, tras la borda de una antigua embarcación que espera impaciente levar anclas, mi silueta insomne presencia la escena, y no puedo por menos de preguntarme por qué he nacido tan tarde, tan rematadamente tarde, tan al final de los días.

Bah, debe tratarse de un ataque de temprana melancolía otoñal. Sin duda, un ansia inoportuna de sueño y de grandeza, un tremendo afán por desterrar lo cotidiano de lo cotidiano. Añora uno los quince minutos de gloria que a cada cual concedía aquel gran estafador de gafas de pasta; echa de menos la grandeza de hacer algo grande, digo bien, y el placer que proporciona el trabajo hecho a conciencia y legado a la posteridad. Quisiera ese uno vivir siquiera fuera un instante bajo esa famosa espada de Damocles, sentir el pulso alocado de la vida en las sienes, ese rojizo avatar que transporta el placer de vivir peligrosamente.

No es este mi siglo, me creo que no lo es. No son de estos tiempos mis héroes ni mis fantasmas, mis grandes villanos, mis damas míticas. Qué pena inmensa no haber nacido antes, mucho antes. Qué gran pesar supone no haber podido saborear de cerca, sin tapujos, las leyendas vivas que poblaron mi infancia y mi juventud, para iluminar después mi madurez. Lejos de estos tiempos estúpidamente crueles, bárbaros e inanes, sin malicia, elegancia ni humor, así me encuentro hoy: buscando siempre una fragancia de eternidad cuya pista ni siquiera he alcanzado a rastrear entre la maleza, al abrigo de los árboles que continuamente me acompañan, al son de los sordos tambores que marcan mi rumbo.

Y sigo sin saber, por supuesto, a qué viene de vez en cuando semejante anhelo de eternidad, tal deseo irrefrenable de ser poeta y guerrero a la vez, de luchar y de escribir jugándote la vida en el empeño, sin tasa, sin cuento, sin medida.

Bah, debe tratarse, sin duda, de un ataque de temprana melancolía otoñal. Cederá con los años, claro. Como todo lo que alguna vez mereció la pena.

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