A la tierna edad de trece añitos, más o menos, el famoso Sátiro de Extremadura era un tío mierda, un piernas comparado con quien esto escribe. Yo ya era un pajillero ilustre, de leyenda, un hombre de respeto entre mis compañeros de afición, casi mítico. Me la pelaba con fruición, con un empeño digno de mejores causas, poniendo en aquellas divertidas maniobras tanto afán como me era posible. También hay que decir que yo, cuando me pongo a algo, me pongo muy en serio, y como tengo cierta facilidad para según qué cosas, acabo triunfando en multitud de tareas humanas de entre las que son realmente importantes. Además, en tan sana costumbre, practicada a lo largo de toda la historia de la Humanidad por personas inteligentes, muy limpias y de probada imaginación, tenía yo nobilísimos antecedentes, sobre todo en la persona de mi abuelo Luis, a quien mi tío bisabuelo de idéntico nombre llamaba, por incomprensibles motivos, «Dulce Meneo».
Así pues, y descendiendo de quien yo lo hacía, no resultaba extraño en absoluto mi dominio del funesto vicio de Onán. Bueno, funesto les parecía a curas, monjas, y a su jefe, que como todo el mundo sabe, es un triángulo con un ojo dentro, que camina siempre por las nubes y tiene la puta costumbre de aparecer de repente, sin que nadie le haya dado vela en entierro alguno, para echar la bronca a todo hijo de vecino y dando unos sustos morrocotudos a tirios y troyanos. Al loro con él, que es uno de los dramatis personae fundamentales aquí; no le perdamos de vista. Tengo entendido que provoca un miedo de cojones con las barbaridades que se le ocurren para meter en cintura a la banda, que se descarría con facilidad, total por un quítame allá esas pajas, con perdón. Sin ir más lejos, al pobre Onán, que tenía un nombre feo de pelotas, el pobre, no sé qué putadón le hizo el tío pellejo, acusando al pobre desgraciado de desperdiciar su semilla sobre la tierra, o una gilipollez por el estilo. Si el hombre se ponía cachondo con facilidad, pues qué bien, coño, si era un adulto gastando de lo suyo sin hacer daño a nadie, caramba. Pues el ojo, erre que erre. Aunque nunca se le veía el rostro, debía ser un tío muy mal encarado, seguro, y andaba siempre de muy mal café, con la voz muy grave, así como para dar mucho miedo, vamos.
Otra cosa francamente rara era que al dueño del ojo no se le podía llamar por su nombre, a pesar de que por lo visto tenía un huevo de ellos, porque se agarraba unos mosqueos de no te menees, disculpando la licencia poética y tal. De todos modos, como a mi ese asunto me la pelaba desde mi más temprana juventud -nunca mejor dicho- yo seguía entregado a mis tareas con singular eficacia, y con el interés que pongo yo en las cosas del querer, aunque sea a solas, que uno siempre ha pecado de cierta timidez. O sea, que en mi modesta opinión, de funesto nasti de plasti; si acaso y todo lo más, algo incómodo por el asunto de los fluidos corporales, fáciles de detectar por el ojo avizor de madres y tías abuelas, las muy zorras, que en menos que se santigua un cura loco, te asaltaban en plan comando salvífico, augurándote todo tipo de lindezas si te tocabas «la pitita», que era el nombre cariñosón y cursi como un guante que usaban para referirse a una buena polla, como ya era mi caso, que yo siempre apunté buenas maneras en ese terreno gracias a mi padre. Desplegaban ante tus ojos todo un espeluznante catálogo virtual, encuadernado en tapa dura con guaflex judeo-cristiano, que contenía, lujosamente editada y con profusión de ilustraciones, una enorme variedad de cabronadas, algunas realmente escatológicas -o sea, muy guarras, con mierda y eso- que esperaban arteramente para castigar, de parte del dichoso ojo, a quien como yo se la cascase con cierta soltura, fruto terrible de la frecuencia, de la pecaminosa insistencia en darle al mundo lo que es del mundo, es decir, un buen manguerazo. Hoy día, tengo la piel hecha un asquito, aunque no sé si por culpa de mi frenético vicio, por herencia gitana, por genética, por la quimio o por todo a la vez, pero no han conseguido convencerme con el cuento del ojo, qué coño.
De cualquier manera, los secuaces del ojo -de todos los ojos, porque resulta que hay mogollón de ellos- hicieron una estupenda labor de zapa entre nosotros, dedicándose en cuerpo y alma, con una encomiable saña, a joderle concienzudamente el pasodoble a la generación de mis padres, a hacerles sentirse culpables por experimentar alegría y ganas de joder, que, según se vio más tarde a poco que nos pusimos a ello, es una cosa muy sana que acerca a los pueblos y tal. Nosotros salimos algo más revoleras, pero igualmente alicortados al final, hasta que aparecieron unos tíos muy cachondos que se llaman sexólogos y que son algo así como los fontaneros del sexo, porque se dedican, en plan mental, a arreglar tuberías en mal estado y eso. La putada es que a muchos de nosotros ya no les podía salvar ni la paz, ni la caridad, ni los bienintencionados sexólogos, ni un batallón de valquirias tetonas buscando tema temario un sábado por la noche.
Coño, sin ir más lejos, yo mismo estuve a punto de caer para siempre bajo el tenebroso influjo de aquella panda de cabrones, los del ojo, y me salvé por los pelos, gracias a una novieta que tuve que no se creía ni un pijo de las milongas aquellas… Lo voy a contar porque luego viene mi amiga Cris, que además de ser sexóloga y una tía cañón, escribe muy bien, y cuando lee lo que me sale del magín dice eso de que me explico debuten y que soy un tío valiente porque me muestro al desnudo y tal y tal. Hombre, lo cierto del caso es que yo desnudo gano bastante, y si además estoy callado ya te pedes Nicomedes, pero aunque así no fuera, como me lo dice Cris, que me tiene loco, pues la cosa me pone mucho, de manera que procedo, sin más dilación, a la cosa del despelote psicológico.
En fin, lamentó la digresión, pero en lo tocante a mujeres hermosas, me voy por las ramas, detrás de ellas, echando hostias como el rápido de Guadalajara, a ver qué pillo. Bueno, al turrón. Comencé yo el asunto esté de los tocamientos deshonestos – con lo de deshonesto me pasa un poco lo que con lo de nefasto, más que nada porque yo me la meneo con total sinceridad y aplomo, y con las manos limpitas- sobre los siete años o así, en escrupuloso seguimiento de la noble tradición familiar que ya he mencionado. Aquello era muy cómodo, claro, porque no se verificaba la expulsión de líquido alguno, y el calambrecillo final debía ser muy similar al que sentía más tarde, pero en plan inocente, digo yo. Creo recordar que me la cascaba de oído, porque yo siempre he sido un tío con la imaginación muy húmeda. Lo cierto y verdad es que era yo muy feliz con mis mini pajas, hasta que en el cole empezaron a prepararnos para lo de la Primera Comunión, que es algo así como apuntarse definitivamente y per secula a darle la razón en todo al del ojo. Tan es así, que para que sus secuaces te dejen en paz cuando eres mayor, tienes que cometer una cosa que se llama apostasía, que consiste en pedir que te borren del asunto y que a los curas les sienta como una patada en los huevos, tengo entendido. Claro, con un nombre tan extraño no puede ser nada bueno, por lo menos para los que no somos de la tribu.
En aquél momento empecé a darme cuenta de que lo de las pajas no le molaba a aquella perniciosa banda, y encima sospeché que yo era el único guarreras bajo la capa del cielo, y que no había nadie tan depravadete como yo, sospecha gordísima de la que nadie me sacó. Te ofrecían, magnánimos y generosos, una solución ideal, aunque a mí no me ponía mucho, que consistía en ir a contarle a un tío gordo y casi siempre calvo y viejo, metido en un infecto zaquizamí de madera y con un olor muy raro, todas tus intimidades. Tú lo decías todo muy rápido, porque daba mucho corte y tal, y entonces él bisbiseaba no sé qué letanías, y te decía que volvías a ser un tío cojonudo y que al dueño del ojo volvías a molarle, que te ajuntaba otra vez. Eso sí, por pecador y por canallita, tenías que rezar un montón de cosas muy aburridas, para que se te pasasen las ganas de repetir las putadas que habías hecho, lo que no funcionaba nunca, claro está. Aunque yo lo intentaba con todo mi fervor y mi mejor voluntad, no acababa de distinguir nítidamente las bondades del sistema. ¿Por qué tenía yo que contarle a un tío pedorro, al que no conocía de nada, mis secretos más vergonzantes? Y además, si volvía a hacerlo, ¿tendría que contárselo otra vez? Tenía claro que el pollo aquel iba a acabar hasta las pelotas de mí, porque aquello de la pelación, como más tarde lo de la follación, me seguía encendiendo las pajarillas, qué coño. Y si el mismo vejete no estaba en posteriores ocasiones, ¿había qué contárselo a otro colega? Y una mierda como el sombrero de un picador, o, por mejor cuadrar con el presente contexto, una polla como la manga de un abrigo de pelo de camello. A aquel paso, todo dios se iba a enterar de que yo era un guarro de tomo y lomo, y las chicas no me querrían, ni me harían morisquetas, ni me tirarían besitos, ni nada de nada, condenándome al más cruel de los ostracismos sexuales por pajillero impenitente y, desde luego, multirreincidente
y sin el menor propósito de la enmienda. No te jode, a ver quién me garantizaba a mí que los tíos de la casetita achantaran la muy, por mucho que me lo jurasen. El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras, y yo no pensaba ni por asomo darle cuartillos al pregonero. Visto lo visto, les hablaba a aquellos pajarracos de cosas ligeritas, mariconaditas tipo “pego a mi hermano” y “miento en casa”; auténticos vodeviles, nada para tirar cohetes, vaya, pero suficiente para desviar su atención enfermiza de mi incipiente y solitaria vida sexual. El caso es que los pecados gordos, los mollares, los que tenían que ver con el frenético manejo de mi cipote, me los callaba como un puta, porque me daba mucha lacha; alguno de aquellos obsesos insistía con ciertas preguntitas ad hoc, pero yo les colocaba una trola bien dirigida al mentón y me zafaba de la pérfida emboscada, aunque con la triste sensación de que mi menda era el único pajillero por los alrededores , y nadie me mostraba solidaridad alguna. Si yo hubiera sabido que el resto de mi banda se la cascaba símili modo, hubiera pedido hora para confesarnos todos juntos, a ver si los curas se enternecían y nos hacían rebaja, o precio de grupo, a la hora de la penitencia.
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