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Onán y yo, I

1794746_658888087505807_263812846_nA la tierna edad de trece añitos, más o menos, el famoso Sátiro de Extremadura era un tío mierda, un piernas comparado con quien esto escribe. Yo ya era un pajillero ilustre, de leyenda, un hombre de respeto entre mis compañeros de afición, casi mítico. Me la pelaba con fruición, con un empeño digno de mejores causas, poniendo en aquellas divertidas maniobras tanto afán como me era  posible.  También hay que decir que yo, cuando me pongo a algo, me pongo muy en serio, y como tengo cierta facilidad para según qué cosas, acabo triunfando en multitud de tareas humanas de entre las que son realmente importantes. Además, en tan  sana  costumbre, practicada a  lo  largo de toda la historia de la Humanidad por personas inteligentes, muy limpias y de probada imaginación, tenía yo nobilísimos antecedentes,  sobre todo en la persona de mi  abuelo Luis, a quien mi tío  bisabuelo de idéntico nombre  llamaba, por incomprensibles  motivos, «Dulce Meneo».

 Así  pues, y descendiendo de quien  yo lo hacía, no resultaba  extraño en absoluto mi  dominio del funesto vicio de Onán. Bueno, funesto les parecía a curas, monjas, y a su jefe, que como todo el mundo sabe, es un triángulo con un ojo dentro, que camina  siempre por las nubes y tiene la  puta costumbre de aparecer de  repente, sin que nadie le haya  dado vela en entierro alguno,  para echar la bronca a todo  hijo de vecino y dando unos  sustos morrocotudos a tirios y  troyanos. Al loro con él, que es uno de los dramatis personae fundamentales aquí; no le perdamos de vista. Tengo entendido  que provoca  un miedo de cojones con las barbaridades que se le ocurren para meter en cintura a la banda, que se descarría con facilidad, total por un quítame allá esas pajas, con perdón. Sin ir más lejos, al pobre Onán, que tenía un nombre feo de pelotas, el pobre, no sé qué putadón le hizo el tío pellejo, acusando al pobre desgraciado de desperdiciar su semilla sobre la tierra, o una gilipollez por el estilo. Si el hombre se ponía cachondo con facilidad, pues qué bien, coño, si era un adulto gastando de lo suyo sin hacer daño a nadie, caramba. Pues el ojo, erre que erre. Aunque nunca se le veía el rostro, debía ser un tío muy mal encarado, seguro, y andaba siempre de muy mal café, con la voz muy grave, así como para dar mucho miedo, vamos.

Otra cosa francamente rara era que al dueño del ojo no se le podía llamar por su nombre, a pesar de que por lo visto tenía un huevo de ellos, porque se agarraba unos mosqueos de no te menees, disculpando la licencia poética y tal. De todos modos, como   a  mi  ese    asunto me la  pelaba  desde  mi    más temprana juventud  -nunca    mejor dicho-  yo seguía    entregado a mis  tareas con    singular eficacia, y con el interés que pongo yo en las cosas del querer, aunque sea a solas, que uno siempre ha pecado de cierta timidez.  O  sea, que en    mi modesta  opinión, de    funesto  nasti de  plasti; si  acaso y todo  lo más,  algo  incómodo  por el  asunto  de  los fluidos    corporales,  fáciles  de  detectar  por el ojo  avizor   de  madres y  tías  abuelas,  las  muy zorras,  que  en menos    que  se santigua  un  cura loco,  te  asaltaban en plan comando salvífico, augurándote  todo  tipo de  lindezas si te  tocabas  «la  pitita», que era el  nombre  cariñosón y cursi  como un  guante que usaban  para  referirse a una buena  polla,    como ya era mi caso,  que yo    siempre apunté  buenas    maneras  en ese  terreno gracias a mi padre.  Desplegaban ante  tus ojos  todo un espeluznante    catálogo virtual,  encuadernado en    tapa dura con guaflex    judeo-cristiano, que contenía,    lujosamente editada y con    profusión de ilustraciones, una    enorme variedad de    cabronadas, algunas realmente  escatológicas -o sea, muy guarras, con mierda y eso- que esperaban    arteramente para castigar, de      parte del dichoso ojo, a quien    como yo se la cascase con    cierta soltura, fruto terrible de  la frecuencia, de la pecaminosa    insistencia en darle al mundo    lo que es del mundo, es decir,    un buen manguerazo. Hoy día,  tengo la piel hecha  un asquito,  aunque no sé si por  culpa de  mi frenético vicio,  por  herencia gitana, por  genética, por la quimio o por  todo a la    vez, pero no han  conseguido    convencerme con  el cuento    del ojo, qué coño.

De cualquier manera, los secuaces del ojo  -de todos los ojos, porque resulta que hay mogollón de ellos- hicieron una estupenda labor de zapa entre nosotros, dedicándose en cuerpo y alma, con una encomiable saña, a joderle concienzudamente el pasodoble a la generación de mis padres, a hacerles sentirse culpables por experimentar alegría y ganas de joder, que, según se vio más tarde a poco que nos pusimos a ello, es una cosa muy sana que acerca a los pueblos y tal.  Nosotros  salimos  algo más revoleras, pero igualmente alicortados al final, hasta que aparecieron unos tíos muy cachondos que se llaman sexólogos y que son algo así como los fontaneros del sexo, porque se dedican, en plan mental, a arreglar tuberías en mal estado y eso. La putada es que a muchos de nosotros ya no les podía salvar ni la paz, ni la caridad, ni los bienintencionados sexólogos, ni un batallón de valquirias tetonas buscando tema temario un sábado por la noche.

Coño, sin ir más lejos, yo mismo estuve a punto de caer para siempre bajo el tenebroso influjo de aquella panda de cabrones, los del ojo, y me salvé por los pelos, gracias a una novieta que tuve que no se creía ni un pijo de las milongas aquellas… Lo voy a contar porque luego viene mi amiga Cris, que además de ser sexóloga y una tía cañón, escribe muy bien, y cuando lee lo que me sale del magín dice eso de que me explico debuten y que soy un tío valiente porque me muestro al desnudo  y tal y tal. Hombre, lo cierto del caso es que yo desnudo gano bastante, y si además estoy callado ya te pedes Nicomedes, pero aunque así no  fuera, como me lo dice Cris, que me tiene loco, pues la cosa me pone mucho, de manera que procedo, sin más dilación, a la cosa del despelote psicológico.

En fin, lamentó la digresión, pero en lo tocante a mujeres hermosas, me voy por las ramas, detrás de ellas, echando hostias como el rápido de Guadalajara, a ver qué pillo. Bueno, al turrón. Comencé yo el asunto esté de  los tocamientos deshonestos –  con lo de deshonesto me pasa  un poco lo que con lo de nefasto, más que nada porque  yo me la meneo con total sinceridad y aplomo, y con las manos limpitas-  sobre los siete años o así, en escrupuloso seguimiento de la noble tradición familiar que ya he mencionado. Aquello era muy cómodo, claro, porque no se verificaba la expulsión de líquido alguno, y el  calambrecillo final debía ser  muy similar al que sentía más  tarde, pero en plan inocente, digo yo. Creo recordar que me  la cascaba de oído, porque yo siempre he sido un tío con la imaginación muy húmeda. Lo cierto y verdad es que era yo muy feliz con mis mini pajas, hasta que en el cole empezaron a prepararnos para lo de la Primera Comunión, que es algo así como apuntarse definitivamente y per secula a  darle la razón en todo al del  ojo. Tan es así, que para que  sus secuaces te dejen en paz  cuando eres mayor, tienes que  cometer una cosa que se llama apostasía, que consiste en pedir que te borren del asunto y que a los curas les sienta como una patada en los huevos, tengo entendido. Claro, con un nombre tan extraño no puede ser nada bueno, por lo menos para los que no somos de la tribu.

 En aquél momento empecé a  darme cuenta de que lo de las  pajas no le molaba a aquella perniciosa banda, y encima  sospeché que yo era el único  guarreras bajo la capa del cielo,  y que no había nadie tan depravadete como yo, sospecha gordísima de la que nadie me sacó. Te ofrecían, magnánimos y generosos, una solución ideal, aunque a mí no me ponía mucho, que consistía en ir a contarle a un tío gordo y casi siempre calvo y viejo, metido en un infecto zaquizamí de madera y con  un olor muy raro, todas tus  intimidades. Tú lo decías todo muy rápido,  porque daba  mucho corte y tal, y entonces  él bisbiseaba no sé qué  letanías,  y te decía que volvías a ser un tío  cojonudo y que al dueño del ojo volvías a molarle, que te ajuntaba otra vez. Eso sí, por pecador y por canallita, tenías que rezar un montón de cosas muy aburridas, para que se te pasasen las ganas de  repetir las putadas que habías  hecho, lo que no funcionaba nunca, claro está. Aunque yo lo intentaba con  todo mi fervor y mi mejor  voluntad, no acababa de distinguir nítidamente las bondades del sistema.  ¿Por qué tenía yo que contarle  a un tío pedorro, al que no conocía de nada, mis secretos más vergonzantes? Y además, si volvía a hacerlo, ¿tendría que contárselo otra vez? Tenía claro que el pollo  aquel iba a  acabar hasta las  pelotas de mí,   porque aquello de la pelación,  como más tarde lo de la  follación, me seguía  encendiendo las pajarillas, qué  coño. Y si el mismo vejete no  estaba en posteriores ocasiones, ¿había qué contárselo a otro  colega? Y una mierda como el  sombrero de un picador, o, por mejor cuadrar con el presente contexto, una polla como la manga de un abrigo de pelo de camello. A aquel paso, todo dios se  iba  a  enterar  de  que yo  era un  guarro de  tomo  y lomo,  y  las  chicas no me querrían, ni me  harían morisquetas, ni me tirarían besitos,  ni nada de  nada, condenándome al más  cruel de los ostracismos  sexuales por pajillero  impenitente y, desde luego,  multirreincidente
y sin el  menor propósito de la  enmienda. No te jode, a ver  quién me garantizaba a mí que los tíos de la casetita achantaran la muy, por mucho que me lo jurasen. El hombre  es dueño de sus silencios y  esclavo de sus palabras, y yo no  pensaba ni por asomo darle  cuartillos al pregonero.  Visto lo visto, les hablaba a  aquellos pajarracos de  cosas  ligeritas, mariconaditas tipo  “pego a mi hermano” y “miento  en casa”; auténticos vodeviles, nada para tirar  cohetes, vaya, pero suficiente para desviar su atención enfermiza de mi incipiente y solitaria vida sexual. El caso es que  los pecados  gordos, los  mollares,  los que  tenían que  ver con el  frenético  manejo de  mi cipote,  me los  callaba como un puta, porque  me daba mucha lacha; alguno de aquellos obsesos insistía con ciertas preguntitas ad hoc, pero yo les colocaba una trola bien dirigida al mentón y me zafaba de la pérfida emboscada, aunque con la triste sensación de que mi menda era el único pajillero por los  alrededores ,  y nadie me  mostraba  solidaridad alguna. Si  yo  hubiera sabido  que el resto  de  mi banda se la cascaba símili  modo, hubiera pedido hora  para confesarnos todos juntos,  a ver si los curas se enternecían    y nos hacían rebaja,  o precio  de grupo, a la hora de la  penitencia.

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