Pero eso lo supe luego, cojones. Me refiero a que mis amigos se pajeaban, no a lo de la rebaja: en aquel malhadado asunto, aquellos tipejos eran más agarrados que un chotis, y no abrían el puño así les dieras con un martillo en el codo, los muy ruines. Resultado de mi vergonzosa ocultación de datos: confesaba de modo imperfecto, según aquellos cotillas que todo lo querían saber, y comulgaba a continuación sin estar preparado para el asunto en cuestión, con lo que siguiendo los dictados implacables de aquella panda de cabrones y de su dios, cometía tantos sacrilegios como veces comulgaba. Mal rollo, malísimo. La vaina aquella del sacrilegio encabronaba a toda aquella peña y a su jefe hasta el paroxismo; era el pecado más terrible, más nefando y más mortalísimo de la hostia que se podía cometer. Lo del perdón se ponía muy chungo, y lo de dejar de cometer tan espantoso pecado, igualmente difícil, porque si dejabas de comulgar, un interrogatorio de tercer grado de los chicos del FBI era una fiesta de tunos comparado con lo que te esperaba en manos de los pajarracos. Aquello comenzó a ejercer su nociva influencia en mi infantil caletre. Se me pasaban las noches en blanco, acojonado como sólo puede estarlo un chaval de siete años, sujeto a semejante presión. Me veía venir a todo un comité de recepción demoníaco con las del turco, y sufría como un pequeño galeote con almorranas, jamás lo olvidaré. Mi pobre madre me oía llorar de vez en cuando, en el momento en que yo despegaba la cara de la almohada, casi asfixiado por el llanto. Venía corriendo a verme y a consolarme, lo que lograba con besos, caricias y con el aura maravillosa, potente y mágica, que rodea a una madre, pero yo no me atrevía a contarle la verdad, así que le encajaba alguna mentirijilla y me agarraba a ella con todas mis fuerzas, hasta que el sueño venía a apiadarse del gran pajillero de Oklahoma, terrible pecador, y me cerraba misericordiosamente los ojillos, escocidos por el llanto. Con el paso de los años, me di cuenta de que aquellos inocentes embustes fueron las primeras mentiras piadosas que le endilgué a alguien, pero esa es otra historia.
Y así, una noche sí y otra también. Mencionaré ,además, que, como guinda del pastel y para complacer a mi querida madre, yo me leía todas las noches unos cuantos pasajes de la Biblia, que es algo así como el libro de instrucciones de estos chiflados, algo así como un tétrico manual de estilo, centrado en narrar las incomprensibles putadas del ojo de marras, que parece ser que son inescrutables e insondables, lo que es tanto como afirmar que hay que aceptarlas como vienen, callarte, joderte y encima estar agradecido. El efecto era demoledor. Aquellos textos sórdidos, llenos de una ira oscura, de una cruel soberbia y de un rencor que me acojonaba aún sin entender gran cosa, remataban la faena que acabo de describir. Lo más fuerte del asunto consiste en que aquellas lecturas se entendían como edificantes y constructivas, y como tales se recomendaban.
Con total sinceridad, ignoro cómo pude vivir aquel calvario sin que se me fuera la chaveta, palabra. Posiblemente me salvase mi corta edad, mi supuesta capacidad para desconectar. Claro, lo lógico es que un niño con esos añazos sea un tío fuerte responsable y dueño de sus actos, con una capacidad acrisolada para discernir entre el bien y el mal, y una voluntad tan acerada como los músculos de Superman, devotamente dedicada a mantenerse puro y limpio, a salvo por completo de los turbios manejos del mundo, el demonio y la carne, cojones; un perfecto conocedor de una oscura religión que nadie le ha preguntado si desea aceptar como suya. Y si no, haber pedido susto. Menuda caterva de hijos de puta.
Así estaban de alborotadas mis meninges, con altas y bajas, con ocasionales crisis de acojone, y del mismo modo caminaron hasta que cumplí catorce abriles de los de antes, que no tienen absolutamente nada que ver con los de ahora, como es de público dominio. Me eché entonces una novieta algo mayor que yo, encantadora y coqueta, como correspondía a los años felices que estábamos viviendo, que además no tenía un pelo de tonta. Ya teníamos edad para meternos mano desaforadamente, tarea a la que nos poníamos con todo el entusiasmo del mundo y con la fuerza de dos cuerpos repletos de vida. Poco después de uno de aquellos ataques de rijo incontrolable, me dio el bajón. Mujer al fin, mi chica lo notó a las primeras de cambio. Me preguntó cariñosamente qué me ocurría y yo, que ya estaba hasta el bigote de comerme en soledad tanta triste bazofia, canté de plano y con todo lujo de detalles. Al acabar mi amplia confesión, se me quedó mirando, y con el admirable sentido práctico del que hacen gala nuestras adorables contrincantes, me dijo que me fuera inmediatamente a confesar con el cura más próximo, venciendo de una puñetera vez una vergüenza que ya carecía de sentido.
Créase o no, yo era tan tolay que nunca había caído en aquella solución, que era elegante y doctrinalmente acertada, puesto que aprovechaba con rigor la propia ortodoxia católica para poner un generoso fin a mis sufrimientos. No perdamos de vista el hecho de que hasta mi Primera Comunión era pura filfa, tema muy gordo para nosotros en aquella época. Hay que joderse. Yo sin enterarme y aquel bomboncete, que tan feliz me hizo de muchas otras maneras -incluso comencé a fumar por una apuesta con ella- , había dado con la vía correcta en un santiamén. Qué hubiera sido de mí sin mis mujeres, las de aquellos días y las de estos otros. Dicho y hecho. Arrastrando sin embargo la sensación de que había renunciado a mis principios -cuántas veces volvería a sentir aquel retortijón en el futuro, y bajo qué distintas circunstancias y con qué diferentes asuntos, joder- me arrodillé delante del ministro de turno, le besé el puto anillo y le dejé el confesionario perdido con tanta gayola y tanto fluido corporal. Cierto es que me quedé como un reloj cuando me comentó lo de que el jefe y yo volvíamos a hacer buenas pajas, si se me permite la inoportuna licencia. Salí de allí encantado del brazo de mi chica, sintiendo que me había liberado de una tremenda opresión interior, de una losa de negro granito que me había impedido respirar con normalidad durante tantos años.
Para celebrar el dichoso acontecimiento, nos estuvimos dando el lote como posesos durante una semana entera, creo recordar. Le debo mucho a aquella deliciosa criatura, aunque lo nuestro no acabó nada bien, según cuento en otra entrada de este blog, ni llegamos a consumar aquella época dorada y romanticona, llena de un inocente encanto.
Después de aquella venturosa decisión, se abrió para mí una edad de oro, que ya me estaba esperando hacía tiempo. Comencé a vivir el sexo con mucha más alegría, y comprobé, ciertamente aliviado, que no era yo el único que jugaba con su chisme con cierta frecuencia, dado que todos mis colegas sin excepción se la pelaban beatíficamente en cuanto la ocasión les era propicia, incluso en grupo, en aras de algo así como un rito iniciático algo gamberro y cachondón, muy propio de los tíos, ya se sabe: más cantidad, más rápido y más lejos que tú, etcétera. O sea, como en los Juegos Olímpicos: más alto, más lejos y más fuerte, pero tirando exclusivamente de carajo; eso sí, cada uno con el suyo y Dios con el de todos y eso. Yo, que soy de natural tímido y reservado para jugar con los aperos de mear propios y ajenos, prefería una sosegada clandestinidad para cumplir con aquellos apremiantes menesteres.
Con aquellos tiempos de gloria llegaron otras muchas cosas, como ciertas palabras que ya son míticas: lefa y corrida. No sé qué tiene eso de la lefa que aún hoy lo oigo y me descojono de risa, como si fuera algo graciosísimo per se. Claro, que debe de serlo, porque lo mismo le ocurre a un buen número de compañeros de aquellos tiempos heroicos: oyen la más mínima referencia al untuoso elemento y se doblan de la risa, como los críos chicos con aquello tan socorrido de caca, culo, pedo, pis. En cambio, nuestras compañeras arrugan el hociquillo en ese mohín tan femenino que indica, indefectiblemente, que el varón más cercano a ellas es un guarro irredento, que para más inri se retuerce de risa con las barbaridades de sus amigotes, unos brutos sin sensibilidad, borrachos, vocingleros, tragones y juerguistas. Qué jodïas; como si en su vida hubieran tenido contacto alguno con el curioso liquidillo del amor masculino; como si, divertidas y lúbricas, no se hubieran entregado a algún malabar subido de tono con el fruto de su habilidad y de nuestros colgantes y exhaustos atributos. Se os ve el plumero, ricuras…
Por cierto, yo, que como el Cela de La Colmena soy inventor de palabras y tengo a bien regalarlas, soy el orgulloso progenitor de un término que goza de cierto predicamento en determinados círculos, siempre selectos y discretos, como corresponde a los ambientes propios de auténticos caballeros: lefardo, es decir, corrida de argentino, porteño por más señas, o goterón de lefa un tanto desdibujado en sus contornos pero indiscutiblemente copioso. Por descontado, aquí lo dejo para que lo adopte el amable lector al que le pete, faltaría más. Úsese a discreción y sin complejos, eso sí.
Lo de la corrida era ya algo más jarcor, o sea, propio de iniciados en el lado oscuro de toda aquella divertida pomada. Normalmente, quién utilizaba el vocablo de marras era un sujeto de intenciones más negras que mi pasado, poco fiable y de dudosa higiene. De cualquier manera, en aquel disparatado jitpareid, cuajado de palabros tremebundos, los había bastante más desagradables y ordinarios, aunque resulte difícil de creer (véanse, por ejemplo, sabo, o “leche de mi nabo”; pomío, o “leche del carajo mío”, etc.; utilícese el acrónimo L.E.F.A., por “leche entera fabricada con amor”). Aprendimos igualmente a distinguir con rapidez entre “algarronchos” y “zumacas”, para no caer en la trampa de los espantosos ripios con los que nos deleitábamos desafiándonos los unos a los otros cada dos por tres, tronchados de la risa cada vez que algún incauto pillaba lo suyo y lo del inglés a manos de otro colega más avispado o con mejores reflejos y peores intenciones.
Nuestra liberación sexual, la mía y la de mis camaradas, incidió también en esa rica manifestación folklórica que son los juegos de sociedad. Nos convertimos en forofos de maravillas populares como el “teto” y la “piragua”, incluso la impagable “lagartija”, aunque no habíamos llegado al indudable refinamiento técnico que poseen joyas de la actual ludoteca del libertinaje como el imprescindible “muelle”, sin ir más lejos. Una de mis nuevas amigas me informó de su existencia hace quince días y, con franqueza, me divirtió comprobar cómo avanzan estas cosas del rijo, siempre de la mano, o del carajo, de la gente joven, que para eso lo es, entre otras cosas. En el fondo, y mal que me pese, tengo que darle la razón a mi pareja: padezco un caso grave de síndrome de Peter Pan, de modo y manera que mis amigos son los Niños Perdidos, se pongan como se pongan. Mantengo, o pretendo mantener, la mínima cantidad imprescindible de ganas de risa, de alegre blasfemia, que me permitan vivir sin demasiadas complicaciones espirituales, al menos no de la calaña que nuestros siniestros secuaces pretendían. Brindo al sol siempre que puedo y reparto, si no desdén a estas alturas de la película, sí un sanísimo distanciamiento con todo lo que huela a opio del pueblo, lo propale quien fuere, pues ya hemos visto que ojos hay muchos, y secuaces muchos más.
Jajajajajaja¡¡¡¡¡ Peter, yo soy uno de esos niños perdidos. Muy,pero que muy bueno, me he descojonado del todo. LEFARDO, que maravillosa palabra¡¡¡¡
Celebro que mis paridas te hagan reír, amigo mío… Lo mejor está por llegar… :)) Un abrazo, pajillero.