Mi definitivo distanciamiento con la cosa católica se produjo cuando dejé de ir a la misa de los domingos, auténtica castaña pilonga que nos partía la mañana por la mitad. Salvo algún cuesco fugitivo, cuya presencia captábamos a la velocidad del rayo con el consiguiente descojone, que aumentaba irremisiblemente al taparte la boca para que no te oyeran carcajearte, poco recuerdo de aquellas plúmbeas ceremonias, a las que todavía no habían incorporado las mariconaditas de las guitarras y demás inventos de los siniestros laboratorios que parían toda aquella parafernalia, aunque el oficiante ya tenía el detalle, obligado por el último Concilio Vaticano, de no decir la misa en latín y no colocarse de espaldas al sumiso y somnoliento pueblo elegido.
Recuerdo perfectamente la ocasión: acababa de comulgar -esta vez por lo chachi, claro- y estaba fervientemente arrodillado, con las manos entrelazadas y deseando pirarme para fumar un cigarrito, simulando un arrobo espiritual que estaba a años luz de sentir, cuando oí a mi derecha un feroz ronquido, seguido del ruido que alguien hacía al acomodarse de nuevo, despierto tras su propio y potente rugido. Mirando de hito en hito, distinguí de inmediato al autor de aquel atronador prodigio, que no era otro que mi señor padre, don Mariano. A mi querido progenitor, al que recuerdo con emoción y todo el amor del mundo por su bonhomía y honestidad, le importaban tres cojones y la bailadera la Iglesia católica, sus ceremonias y las martingalas correspondientes. Sí, papá, coño, se te notaba una barbaridad. Creo fervientemente que acudía a los servicios religiosos por no aguantar a mi pobre madre, que se ponía un tanto tabarrina con el tema. Como trabajaba mucho y descansaba muy poco, tendía a quedarse completamente dormido en la mismísima punta de un alfiler, pobrecillo. El efecto de la media luz del templo, de su calorcillo y del murmullo hipnótico de los fieles, resultaba ser un auténtico narcótico para él. La cabeza se le iba hacia atrás y hacia adelante, abriéndosele la boca en esa mueca ridícula que adorna todos los rostros en semejante tesitura, mientras resoplaba de vez en cuando. Haciendo esfuerzos ímprobos para no reventar de risa, acabé como pude mi pringosa imitación de recogimiento espiritual y salí del templo mondándome, con los ojos arrasados en lágrimas y con la firme intención de no volver a pisar uno ni de coña, visto el espantoso efecto que aquel ambiente provocaba en mis seres queridos… cojonuda excusa, a fe mía. A juzgar por la cara que puso cuando le comuniqué mis intenciones, y tras preguntarme con mucha guasa -tan propia de él- si mis opciones filosóficas y políticas me impedían profesar la religión en la que me bautizaron, aquel excelente y preclaro varón que fue mi padre tenía muy claro que yo había sido testigo privilegiado de aquella atrocidad sonora y de lo que se ocultaba tras ella. No dijo ni mus, el pobre, y yo tampoco le di mucha más información, la verdad sea dicha. No recuerdo dónde andaba mi madre, porque de haber estado cerca, el codazo en las costillas no se lo había quitado a don Mariano ni la madre que le parió, es decir, mi abuela Angelina que en gloria esté, ferviente católica también, pero sin roncar.
Claro está que este episodio había tenido, dos o tres años atrás, un brillantísimo prólogo, a cargo esta vez de mi madre, mi querida Mercedes. Guapa, católica y sentimental, inteligente, sensible y adelantada a su tiempo en la medida de lo posible, decidió, venciendo algún que otro escrupulillo rancio, que había que desasnar a sus dos hijos en la cosa de encargar descendencia y otras artes de similar calado, con perdón. Comíamos los tres en casa sin mi padre, que apuraba el trámite en la fábrica que dirigió toda su vida. Al llegar a los postres, nuestro ángel guardián se levantó, y muy quedamente, se dirigió a su dormitorio, para volver con un objeto en las manos, que me entregó a mí por ser el mayor, supongo, mientras el cachondo de mi hermano Luis, tres años menor que yo, alargaba el cuello para no perderse detalle. Era un manojito de cuartillas blancas, sujetas entre sí por un grueso hilo de lana color rosa, a modo de encuadernador. En la portada de aquella canallada se apreciaba, dibujada con mejor intención que carga artística, una señora en pelota picada duchándose, juro que no lo olvidaré mientras viva. No recuerdo el título de aquella infame pocholada, pero más tarde supe que era copia de un texto preparado por un educador sueco -aún no se hablaba de sexología ni de lejos, claro- muy famoso, parece ser, en aquel tiempo. Pasaba de mano en mano entre las escasas madres tan responsables como para preocuparse de ayudar a los becerros de sus hijos en aquel duro trance, para evitar extravíos y comportamientos sexuales aún más terroríficos que los que exhibíamos ya la inmensa mayoría. Como todo el mundo sabe, y en lo relativo a los asuntos del folleteo y del puterío liberal, los suecos y los demás pueblos nórdicos nunca han tenido rival, como tampoco hay quien les eche la pata a la hora de suicidarse, de manera que aquella denominación de origen auguraba sana progresía y detallada información a raudales. La tuti aquella tenía grandes masas de espuma en el cuerpo, de manera que solamente se le veían los pezoncetes, no sé si intentando aparentar naturalidad o dibujando un cierto guiño pícaro, que no pasaba de patético, claro.
Pero el brutal descojone vino cuando mi hermano y yo, al alimón, nos pusimos a ojear el contenido, tan políticamente correcto, de aquel lamentable libelo. Ante los textos y las ilustraciones, que pretendían ser pedagógicas, claras y naturales, mi querido Luis y yo aullábamos literalmente de risa, sobre todo con las mariconadas aquellas de que papá se ponía encima de mamá porque la quería mucho, procediendo a plantar en su vientre una semillita de la que nacería, en nueve meses más o menos, el pelmazo del hermanito pequeño, cuya primigenia misión en la vida era joderlo todo, quitarnos los juguetes y privarnos del amor de mamá, cojones. Claro, esto último no lo contaban, pero la mitad de lo que leímos bastó para estar partiéndonos la caja durante una hora y media, más o menos.
Pobre Merceditas; se quedó con una cara que era todo un poema mientras los caníbales de sus hijos nos mondábamos de la risa. Creo honradamente que le costó un cierto tiempo reaccionar ante la enormidad del drama. Aun siendo una mujer de recursos, no sabía dónde meterse, y de vez en cuando repetía, con la desesperación de un náufrago agarrado a una minúscula tabla, un argumento que, por lo chorra, debía de proceder del mismo grupo de mamás bienintencionadas: “No sé de qué os reís tanto; esa señora es igual que yo, como lo somos todas las chicas; todas tenemos lo mismo en nuestros cuerpos”. La contestación no se hizo esperar, obviamente; atragantado todavía de risa, le dije que así era, pero que la disposición de las distintas piezas que componen ese milagro que es una mujer bella no tenía nada que ver con la de sus propias piezas, por decirlo de una manera suave, en la que juro que no hubo ni la más mínima intención de ofender a aquella santa. Aquello acabó con sus ya escasas fuerzas, así que se fue más corrida que una mona, hacia su dormitorio. Hubiera dado dinero por ver la cara de mi padre cuando le refiriera, cosa que sin duda haría, la monumental cagada, que, según supe más tarde, se repitió en más de un hogar, para cachondeo generalizado entre nosotros -y yo creo que entre nuestros padres, seguro- y escarnio de nuestras pacientes madres. Señalaré que nos criamos en Alcalá de Henares, vale decir pegados a Torrejón de Ardoz, donde se ubicaba una base aérea militar estadounidense, gentes bastante liberales, que no liberados, en aquel terreno. Por consiguiente, el trapicheo que nos traíamos con pleibois y otras revistas auténticamente enjundiosas en aquellas cruciales materias, era de chupa de dómine. Literalmente, estábamos hartos de contemplar espléndidos cuerpos desnudos, tan exageradamente dotados como indicaba el gusto yanqui de la época, impresos a todo color en lujoso papel cuché. Aquellas revistas pasaban de mano en mano hasta que quedaban tan almidonadas por nuestras hazañas sexuales que podían tenerse de pie, también literalmente. Mi pobre madre solamente cometió un error, investida como estaba de la mejor de las intenciones: llegó irremisiblemente tarde a nuestro despertar sexual, que ya era más que añejo cuando tuvo la brillante idea; más que despertar, era ya pura vigilia con ojo avizor y catalejo en mano.
Tiempos divertidísimos y tiernos, como cuando el capullo de mi hermano amenazaba con chivarse a mis padres, que dormían el sueño de los justos en el cuarto contiguo al nuestro, si no dejaba de pelármela inmediatamente. Dado que dormíamos en literas, él arriba y yo abajo, se le movían hasta los empastes cuando yo comenzaba mis maniobras cada noche, todas las noches, al punto de que en algunas ocasiones tenía que esperar a que se durmiese para acabar con la faena, porque se cogía unos rebotes del siete sesenta y dos calibre OTAN.
Vendrían ya imparables los tiempos de las estupendas gayolas por tercera persona interpuesta, aquellas delicias en las que pasamos de ser cascantes a ser cascados, por decirlo de alguna manera. La verdad es que el cambio fue recibido de muy buen grado, como se puede suponer. No se me ocurre un intercambio de caricias entre dos personas más excitante ni más íntimo y placentero que ése, la verdad sea dicha.
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