Está llegando el otoño con una suavidad casi sospechosa. Los días, pese a ser ya escandalosamente cortos, son cálidos y amables, y las noches permiten el paseo, la copa o el sueño, con una placidez que no sé si augura algo bueno; posiblemente tan sólo se trate de la puerta de entrada a uno de esos inviernos de Madrid que te arrancan la piel a tiras de puro fríos que resultan al final. Por otra parte, ni una sola nube en el horizonte; el agua se está haciendo esperar, y el monte está ya completamente achicharrado tras el largo estío, lo que se refleja también en el comportamiento de los seres vivos que lo habitan. Supongo que la búsqueda de agua por parte de nuestras queridas presas puede jugar un papel fundamental en los lances que vayamos a vivir durante los meses próximos. Han comido ya más que suficiente, aprovechando las bondades de la temporada; apenas quedan bellotas, castigadas por el hambre insaciable del cochino, y los brotes de rosales salvajes muestran la actividad del corzo, del fantasma del bosque. Ahora, el problema es el agua. Es una estupenda oportunidad para explorar nuestros cazaderos en busca de esas benditas charcas que conservan aún cantidades significativas del preciado elemento, y que atraen, como potentes cantos de sirena, a nuestros queridos contrincantes, sobre todo a Maese Jabalí. Quién sabe si, por mor del agua, nos enfrentaremos en breve a esa pieza que puebla nuestros sueños; quién sabe si este seco otoño acabará por regalarnos, con gentil sonrisa poblada de hojas secas, ese lance al que todo cazador aspira, siquiera sea por una vez en la vida y aunque solamente sea por tener el honor y el placer de atesorar, una vez más, recuerdos imborrables, momentos sublimes en lo más profundo de la umbría.
Hasta otra y buena caza.
Repasando ayer el blog y ajustando cosas, suprimí por error más de la mitad de esta entrada; hoy la corrijo, advirtiendo, eso sí, que corresponde a septiembre del 2011. Muchas gracias.
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