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Otra Nochevieja

pictMi padre se mesa la barba suavemente. Mira, ensimismado, las volutas que el humo de su cigarrillo traza en al aire limpio, fragante, frío,  de mi casa, de la casa de mis abuelos. Mientras se deja mecer, confiado, por los fantasmas que le saludan con frecuencia desde la muerte de mi abuelo, su padre, aspira con deleite el humo del Ducados, del negro tabaco que le aísla de su entorno, que le conecta con su yo más profundo y arcano, en una comunión estrictamente privada. Sentado en el arcón del pasillo, ese oscuro mueble que ha aguantado carros y carretas, mudanzas a través de la entera piel de toro sin perder la amarga gallardía, espera paciente la llegada del resto de los protagonistas de la velada, que promete ser memorable, como lo lleva siendo desde hace ya tantos años, desde que tengo memoria y raciocinio.

Aparece, risueño como siempre, alegre y vacilón, mi tío Antonio. Qué hay, Mariano, cómo estás, cuñado. Sonríe mi padre y le lanza, en una pirueta vieja y gastada por la bendita costumbre, un cigarrillo que mi tío coge al vuelo y enciende casi en el mismo gesto, trazando un malabar en el que se revela como un maestro consumado, manejado por ese vicio magnífico y mortal que consiste en consumirse a uno mismo a base de largas,  suculentas, sensuales  caladas. Dios, cómo echo de menos el puto tabaco.

Se acomodan los dos, codo a codo, sobre el mismo viejo mueble, que ya anda desgastado por las posaderas de un par de generaciones de los míos. En la fresca umbría del pasillo, su asiento y su respaldo han acogido las nerviosas pausas de los varones de mi casa, que deambulábamos sin nada concreto que hacer, sin saber dónde sentarnos,  mientras las reales hembras que siempre habitaron mi casa madre se azacaneaban en cocinas y en hornos, ultimando los detalles necesarios para que las cenas rituales de esas fiestas supuestamente entrañables discurrieran con la atildada perfección que ellas deseaban para su tribu, para su gente, para su razón de ser y de existir. Aprendí yo, a la vera de mis mayores y sentado en aquel venerable despojo, más sobre los silencios de los hombres de mi casa que sobre su alegría pronta y explosiva; contemplé más graves decisiones en aquellos entrañables areópagos de las que jamás presenciaría mucho después a lo largo de mi vida profesional. Echando la vista atrás, nunca sentí el pulso de los míos más vivo y más presente que durante aquellos momentos.

Mi madre repasa, por enésima vez, los detalles de la mesa, del mantel, de los cubiertos. Salen a relucir, como en todas las casas normales que una vez fueron algo más, soberbios achiperres del beber y del yantar reservados para ocasiones especiales, para días señalados. En semejantes ocasiones, mi abuelo Luis  -siempre don Luis; qué grande eras, queridísimo; cuánto te debo-  es feliz hasta la saciedad contemplando a todo su clan sentado a una mesa que ha sabido mantener surtida y firme a través de una singladura que a muchos se nos antoja eterna. Desde luego, con todo su pretendido mal carácter y su amenazadora presencia, que a estas alturas ya a nadie impresiona, la meta se le habría escapado de las manos, se le habría escurrido entre los dedos como agua helada y yerma sin el concurso de mi abuela Emilia. Menudita, encantadora, simpática y discreta hasta la exageración, sin su mirada de dulce corza y sin su amable control, el mundo sólido y sin fisuras que yo conocí hubiera estallado en mil pedazos al primer embate de la vida que, ajena y cruel, jugaba sus cartas fuera de las puertas de mi casa, de la suya. Complementa a mi abuelo y le tiene a sus pies, entregado, rendido hace mil años. Es el ying del yang, y él lo sabe, es consciente del asunto. Claro está, como todos los machos de mi familia  -es decir, como todos los machos que en el mundo han sido-  fanfarronea y vacila de todo lo contrario, tan sólo para encontrarse con que las hembras de su peculiar harén se descojonan en su cara y hacen, sin mover un músculo y a continuación, lo que se les pasa por el mismísimo. Tranquilo, yayo; todos tus descendientes subiremos, tarde o temprano, semejante Gólgota. Por tus pecados y por los nuestros, nunca por los suyos…

Llega, por fin, mi tío Carlos. Gamberro, divertido y con un par de copillas de más, que lleva con un salero y una gracia que no he vuelto a conocer en ninguno de mis amigos, pese a que tengo muchos y ninguno de ellos abstemio. Menudean los abrazos; siguen sin parar las rondas de cigarrillos y comienzan a susurrarse los últimos chistes verdes. Mientras las colillas acaban en los requetecuidados tiestos de mi abuela, cosa que hace cambiar de color a esa santa, aunque no consigue hacerla aullar, mis queridos zulúes se descojonan vivos contando las salvajadas de moda, que lo están, y mucho, pese a que internet y whatssap no existen ni siquiera a nivel conceptual, ni se adivinan en un futuro medianamente cercano. Me aproximo con cautela a la pomada, aunque bien es cierto que comienzan a admitirme en sus conciliábulos apenas advertidos, por aquello de que ya tengo barba y pelos en los huevos, señal inequívoca de madurez y de hombría, según los estándares de la época. Ya soy perfecto acreedor a su confianza, a sus chistes verdes y a tomarme unos pelotazos con ellos, y debo confesar que en pocas ocasiones me he sentido tan feliz como en aquellos entonces. Sentía muy cercano el aliento de mi tribu, de mi gente, de los héroes y de las heroínas junto a los que me sentaba en aquellas noches de mi juventud, dulces, maravillosas, que imaginé sin final, para mi desgracia. Me aceptaban mis mayores, los chamanes de aquella alegre comunidad, y yo me dejaba llevar, arrobado, fumando un cigarrillo tras otro,  por aquella turbamulta de sensaciones que me transportaba al más allá, al edén; nada malo podía ocurrir, nada turbio ni oscuro, porque mi pertenencia a mi clan me identificaba y me defendía frente a las fuerzas de la creciente oscuridad que, sin yo saberlo, nos cercaba implacablemente a todos, aullando en atronador silencio tras aquellas protectoras paredes.

Nos sentamos, en fin, para la opípara cena que nos espera. Vorágine de aperitivos, mariscos y embutidos selectos, seguidos de un buen pescado que augura una mejor carne, aunque muchos no somos capaces de llegar hasta el final, como ocurre, invariablemente, año tras año, pese a las propósitos de enmienda que todas las hembras de mi clan formulan tras acabar la pantagruélica sentada. Comienzan a encenderse, de nuevo, cigarros y cigarrillos; rula el café y chisporrotea su alegría el champagne  -lo del cava es un estúpido eufemismo comercial muy posterior, y de lamentable calidad, claro-  , en espera de ese momento extraño en que las doce campanadas anuncian la muerte de lo viejo y la renovación de votos y esperanzas que creíamos perdidas para siempre. Lloran mis mayores y siento que exageran, que la cosa no es para tanto, coño. Al fin y al cabo, estamos todos, los que siempre estaremos, de manera que no ya espacio para el miedo ni para la tristeza, qué joder.

Hoy sé lo que entonces no sabía. Hoy callo, como todos los míos, porque no quiero empañar momentos que se entienden como alegres con el velo espantoso de la realidad, tozuda y consagrada. Hoy abrazo con toda mi pasión a los míos y lloro sin remilgos porque he visto lo que se oculta tras el velo rasgado que me separa de todos mis queridos muertos, de la pavorosa legión de mis ausentes, que aumenta con crueldad día a día, sin solución de continuidad.

Acaba la noche empalmando con la madrugada, como siempre se ha hecho en mi casa madre, tanto para las alegres ceremonias de la vida, a las que éramos adictos, como para los oscuros avatares de la parca, cuya inevitable visita recibimos en su momento. Habían llovido chistes, ocurrencias, discusiones de mejor o peor gusto y de diferentes tonos; la política, con el dictador ya muerto y enterrado, nos había hecho levantar la voz y votar a bríos, surtiendo la mesa de puñetazos y de opiniones de diverso calibre, arreglando un país que ni tenía arreglo antaño ni cuenta hogaño con compostura posible, qué cojones;  las botellas vacías se arrinconaban en la gran mesa del comedor y quedábamos de pie solamente los más duros, los más amantes de la juerga, es decir, mi tío Carlos y yo, ya sobraditos de copas pero siempre con ganas de más. Las chicas se afanaban en retirar los vasos de la mesa, los ceniceros con imposibles comuergos de colillas, que llegaban hasta el techo; las  aspiradoras zumbaban, antipáticas, para retirar del suelo enmoquetado confetti y serpentinas, restos del estupendo cotillón que mi tía Isabel, gobernanta del hotel Castellana Hilton durante casi toda su vida, traía a casa para nosotros en aquellas fechas. Volaban aquellas gracietas por toda la puta casa antes de la cena, durante y después, y las soltábamos a manos llenas adultos y jóvenes, tocados con sombreros ridículos y divertidos, enormes matasuegras y gafas de plástico con nariz y bigotes incluidos, como hipsters alucinados y alegres, como si no hubiera un mañana. Aquello era perfectamente ajustado a derecho porque, efectivamente, no existía aquel mañana, ni se adivinaba siquiera en el amanecer del nuevo año que rascaba, indolente, los cristales de la ventana del comedor, crisol de todas nuestras juergas.

Harto ya de copas, recuerdo que me iba al pasillo y me acercaba a la puerta del despacho de mi abuelo Luis, desde donde hoy escribo estas líneas. Siempre se alzaba allí, en un enorme tiesto, un pino natural invadido con todas las pequeñas boberías que la Navidad requiere, y envuelto, incomprensiblemente, en un delicioso y atronador silencio que contrastaba con el zumbido vivísimo que en aquellas ocasiones  habitaba mi casa. Mi madre y mis tías adornaban toda la vivienda  con esa entrañable mezcolanza de objetos que se presumen adecuados para las fiestas en cuestión, de manera que el árbol era, junto con el sempiterno belén, protagonista de aquellos días, aún mágicos para mí, aunque ya dejaba de participar en la ceremonia comunitaria de engalanar el hogar. No obstante, hundía la cara entre las ramas del árbol, y mientras sus agujas me pinchaban, malévolas, aspiraba con auténtica fruición el aroma que desprendía, al tiempo que  moría irremisiblemente en mi casa, lejos de la foresta que le vio nacer. Si cierro los ojos, aún soy capaz de recordar, con asombrosa claridad, aquellos instantes únicos: la fragancia del pino moribundo, el suave titilar de las bombillas intermitentes y el frescor del pasillo, que contrastaba placenteramente con la atmósfera cargada y plena de poderosos aromas, del cercano comedor. Se oían las voces de los míos amortiguadas por las puertas de recia madera y por los cristales que las dividían. Mi mundo entero, mi casa, palpitaba, llena de vida, de alegría, de grandes esperanzas, de ilusiones sin cuento, porque la Navidad aún no era propiedad de los grandes almacenes de siempre. Mi mesa, la de mi hermosa gente, no clareaba con vacíos terribles, irremediables; no estaba manca, ni coja, ni para siempre maldita con la pena inenarrable de la ausencia, de las ausencias, infinitas y sin redención posible.

Corría hacia su inevitable final 1978. Yo contaba dieciocho primaveras, como dieciocho soles, era el rey del mundo y mis correrías jamás tocarían a su fin. Las mujeres, en legión,  se rendían irremisiblemente ante mi simpar donosura, que diría el impagable Forges, y los hombres quedaban hechizados por el encanto de mi conversación, por el poderío indudable de mi acento, por mi facilidad para la empatía y el copeteo liberal, anárquico: mataiotés mataiotú, kai panta mataiotes… Puta filfa; bisutería, perrunilla, vaya…

Estamos a uno de enero de 2015, y son las seis y treinta y cinco minutos de su mañana, fría y desabrida. Hoy no ha habido una especial celebración nocherniega para mí  por circunstancias muy difíciles en la vida de mi pareja, de manera que, tras la cena con mi gente y unas cuantas copas, todo cuanto antecede me ha asaltado en la solitaria  penumbra de mi despacho  -el de mi querido abuelo Luis-  urgiéndome a poner estos recuerdos negro sobre blanco. Obviamente, jamás podré reflejar con la riqueza y con la triste, estremecedora claridad con que las siento, las vivencias que acabo de relatar. Estoy solo con ellas, mientras me revientan el pecho con la fuerza telúrica de la pena terrible que siento al saber, sin lugar a dudas, que ya solamente son fantasmas de mi cerebro, angustiosos despojos de un tiempo maravilloso que nunca, nunca, nunca  -qué horrible palabra-  volverá a llamar a mi puerta, que se escapará sin esfuerzo y sin misericordia de mi llamada, arrancándome amargas lágrimas ante la contemplación del paraíso perdido, cuyos tiernos detalles solamente puedo volver a hacer míos por unos instantes efímeros viendo fotos de aquella época legendaria, gloriosa.  Es desolador comparar las celebraciones de aquellos días, casi paganas en su salvaje, despreocupada alegría, con el presente, y ello aún teniendo en cuenta que me acompañan todavía muchos seres queridos a los que hoy he podido abrazar a placer y decirles lo mucho que les quiero, detalle que hace que me sienta francamente afortunado, de corazón. En realidad, es posible que envejecer no sea mucho mas que eso: asistir, impotente, al lento gotear de la nieve de invierno deshaciéndose en los tejados, en las calles y en los corazones, arrastrando en su agonía rostros, gestos, recuerdos, tiempos mejores y miradas que no volverán, envueltas ya en la geometría amarga de la vida que se escapa. Luchamos por ese momento más, por otro instante junto a los ojos que nos dan la vida, antes de que las luces del teatro se apaguen de una vez por todas. Es lo que hay, me temo.

En estos momentos, ahora mismo,  me puede la tristeza, a decir verdad,  y las lágrimas que este año recién parido me regala generosamente me ahogan. Me duele el pecho y me cuesta respirar, «…porque la pena tizna cuando estalla…», pero siento que  debo poner en juego, en honor a la verdad, parte de lo mucho que aprendí de labios de mis mayores, de las magníficas presencias que en la oscuridad velan por mí, como altos arcángeles de piedra y sueño, espada en mano. Me enseñaron mis queridos ancestros, entre otras cosas, que no tenemos derecho a rendirnos, hasta el mismísimo momento en que nuestro cadáver adorne, con gallardía siempre, no se sabe qué ignota playa. Me comunicaron, hasta la saciedad, que es nuestra obligación mantener el tipo, la pelea, morir matando, esquivando, con sardónica sonrisa, los certeros zarpazos de la tristeza.  Continuar luchando, aun cuando sea sin esperanza,  debe formar parte de nuestros reflejos, hasta que el céfiro divino nos abandone para siempre.

Y confieso que, con un tremendo esfuerzo, con auténtico dolor  y sin demasiadas esperanzas en las enseñanzas de mis mayores  -ya lo siento, queridos todos-  , hago lo posible y lo imposible para sonreír, desafiante,  a este nuevo año y a todos los que tenga la fortuna de ver nacer, con juerga o sin ella. Afrontemos con semblante divertido la ignota aventura que hoy inauguramos, hasta que el tiempo nos entierre a todos. Creo que me voy a tomar otro gin tonic, qué coño. Un día es un día, y nos esperan otros trescientos sesenta y cinco.

Feliz 2015, de corazón.

 

 

 

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Publicado enEn "El Naviero"General

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