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Periplo

Paseo bajo los pinos sin rumbo fijo en las tórridas tardes de este julio ya agonizante. Es muy agradable quedarse colgado en tus propios vericuetos y escuchar, mientras peleas contra el aplastante calor, el roce de tus pasos desnortados contra la tierra y el esfuerzo de tu corazón, implacablemente vivo, por mantenerte erguido y sereno bajo la capa del cielo.

Vencida la pereza que me pega contra el suelo, roto el caparazón del caracol de sueño que me atrapa tarde tras tarde, echo a andar sabiendo cuál es la ruta que mis piernas, cada vez más fuertes, van a describir. Reconozco cada rincón de mi vagabundear, cada viñeta de firmamento, bosque y sombra que me va a salir al paso. Nada nuevo hay bajo el sol, por descontado. Nada, en el transcurso de mis largos paseos, va a ser capaz de sorprenderme, de hacer que detenga mi deambular ante el golpe magnífico y bienvenido del asombro, de la novedad.

Como nada, durante las largas y fecundas noches de mi particular estío, pondrá a prueba mi raciocinio, mi inagotable facilidad para conquistar nuevas fronteras en lo que a gozo y a adoración de la vida se refiere. A estas alturas de mi devenir, quiero  suponer que el descubrimiento de lo que queda del mundo ya no es para mí, y quiero decirlo sin tristeza ni resignación, porque  me basta con celebrar el haber posado la vista sobre los inmensos territorios que me contemplan desde la distancia, ya irremisiblemente míos, ya tan preñados de mí.

Y, sin embargo, se añora sin piedad la incertidumbre, la aventura que acecha  -o  que debería hacerlo-  agazapada tras cada revuelta del camino. La esperanza, la luz de la vida, residen en el combate, en la lucha alegre y necesaria que llena de sentido el existir y de imprescindibles pájaros la cabeza, siempre lastrada por el pesar cotidiano. Se asoma uno a la oscura ventana del infinito que le rodea con una mezcla de curiosidad y pavor, deseando siempre que prevalezca la naturaleza divina del hombre, venciendo así a la finitud y a la muerte, siquiera sea a través de una humilde trascendencia. No quedan ya héroes, y a veces creo que nunca existieron en realidad.

Cada verano, cada renacer de los espléndidos recuerdos que se agitan en mi interior, debería traer aparejada su propia e inimitable historia, la novedad vital que nos empuja a seguir  en la brecha. Pero mucho me malicio que se agota lo nuevo al mismo e irremisible ritmo que marca lo viejo mientras nos llena la boca de ceniza y los ojos de ayeres baldíos. Campanas en la lejanía y el lento porfiar de la tarde para convertirse en noche: es todo cuanto escucho en estos momentos, mientras mi rumbo me lleva entre antiguas edificaciones que muestran el inconfundible estilo de construcción de esta tierra.

Gruesos muros y altas paredes, festoneados sus blancos lienzos con ladrillos rojos, que rodean umbrales y alféizares. Frescor en verano y algo de calor en invierno; tejados que acogen rara vez a la elegante pizarra y contraventanas metálicas, de esas de toda la vida, casi siempre pintadas de un verde ubícuo y universal; casas que se alzan entre pinos y jaras, cálidos testigos de edades arcanas y mucho mejores que las actuales. Súbitamente, distingo en la acogedora umbría de sus zaguanes a unos arrapiezos que juegan y enredan, ahítos de vida. Veo también a hombres y mujeres jóvenes, vestidos con pantalones estrechos y alpargatas de esparto, fumando apaciblemente mientras desgranan una conversación en un acogedor jardín. Las grandes butacas blancas y la amplia mesa de café hablan de canícula y de agradable sobremesa. Flota una deliciosa somnolencia en el ambiente, que no acaba de adormecer a los presentes, aunque les imbuye una grata sensación de paz y de tranquilidad.

Beben café con hielo y están terriblemente lejos de mí, como engarzados en un hueco del tiempo al que no puedo llegar por mucho que lo intente. No soy más que un asustado espectador; no me ven ni me oyen; no saben que yo soy uno de los niños que monta en bici por las calles de la colonia, ajeno a todo lo que le espera emboscado entre las amargas tinieblas del futuro. Y siento, mal que me pese, un terrible dolor en el pecho, y conozco de primera mano el asalto cruel de la añoranza, el horror de lo que ha sido y ya nunca volverá. Asesina a la esperanza y entierra sueños y glorias pasadas, porque es una bestia ciega que no conoce la misericordia y no existe cadena alguna capaz de aherrojarla.

Un pie detrás del otro, sin pensártelo dos veces. La mirada fija en los bellísimos matices que incendian el horizonte agonizante de la tarde. Las manos que se mueven acompasadas con el cuerpo, abandonando su misión únicamente  para espantar algún molesto insecto. Camina, amigo mío. No queda otra. Disfruta de cuanto te rodea e intenta apurar cada momento como si fuera algo mágico, único, irrepetible. Si el destino guarda todavía algo apasionante para ti, no tardará en revelártelo, no tengas duda.

Y si así no fuera, aún podrás hallar cierto refugio contra la nada que se acerca bajo las sombras frescas de los pinos y muy cerca de las pequeñas maravillas que acunaron tu niñez: la sonrisa de tu madre, el olor a tabaco de tu padre y las manos bonachonas y grandes de tu abuelo.

 

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