«Por tu pie, la blancura más bailable,
donde cesa en diez partes tu hermosura,
una paloma sube a tu cintura,
baja a la tierra un nardo interminable.»
El rayo que no cesa, Miguel Hernández
No recuerdo con demasiada claridad cuándo comencé a sentirme atraído por los pies femeninos. Cierto y verdad es que siempre me habían parecido obras maestras de esa misteriosa ingeniería que conocemos como evolución, de ese alegre demiurgo que, con el concurso de infinidad de eones, entra y sale de nuestras existencias a capricho, para modelarlas según sus propias creencias, deseos y opiniones. No hay más que verlos funcionar para darse cuenta de que son una magnífica e imprescindible herramienta para el ser humano, que arranca su carrera hacia la supremacía universal en cuanto se convierte en un animal bípedo, en el momento en el que eleva su mirada por encima de amigos y enemigos, apoyado precisamente sobre sus pies, y protegidos éstos por el calzado. Hacen posibles los movimientos de la persona, velan por su equilibrio y reparten con asombrosa facilidad pesos y potencias para que todo funcione como la seda, puesto que esa y no otra es su función fisiológica.
Pero yo no soy médico ni fisiólogo; en todo caso, y otorgándome yo mismo un voto de confianza, podríamos afirmar que, en lo tocante a tan deliciosos asuntos, soy un simple esteta de cierta edad, al que le apasiona contemplar el epítome de la hermosura, de la belleza y de la personalidad que es un pie femenino bien formado. Este asunto de la perfección de las formas reviste cierta complejidad, lo sé. Sin ir más lejos, el otro día una querida amiga me pedía que definiera, según mi punto de vista claramente fetichista -más bien obsceno, aunque civilizado, en consecuencia- qué requisitos debe reunir un pie femenino para que de él podamos predicar su perfección. La verdad es que la pregunta me sorprendió un tanto porque, pese a que otra cosa pudiera parecer, no había reparado mucho en esa cuestión, al menos no de manera consciente.
Me explico. Nadie aquejado de la bendita afición de la que estoy hablando le haría ascos a un pie femenino de tamaño medio, bien cuidado, suave, con esas uñas parejas y diríase que nacaradas que brillan como cinco diamantes, rematando unos dedos del largo adecuado, sin imperfecciones. Si añadimos un arco bien proporcionado, un tobillo fino y elegante y la cantidad justa de venas, ligeramente abultadas, y, en su caso, un esmalte de uñas atractivo y sugerente, no podremos negar que nos encontramos ante un verdadero regalo para los sentidos, una visión magnífica tanto para la contemplación como para el sexo. Cánones hay que marcan los requisitos para la perfección del pie, como el griego o el egipcio, disímiles entre sí pero igualmente interesantes a la hora de disfrutar y polemizar con este asunto.
Por otra parte, y sin renegar por descontado de la hermosura de ejemplares semejantes a los arriba descritos, hay pies -como hay manos- con una personalidad tan acusada, con una vida tan propia, que no necesitan de una excesiva cercanía a la perfección para enamorar casi de inmediato. Pueden tener alguno de los defectos más comunes quizá, pero la visión de su conjunto te acaba atrapando irremisiblemente; por descontado, ignoro el por qué, pero me consta que así es. No descubriré gran cosa si afirmo que el calzado, bien escogido para la ocasión, puede marcar importantes diferencias. No es lo mismo un anodino zapato de salón que un modelo con tacones imposibles, con afilada punta, que posee, a mi modo de ver, una potente e innegable carga erótica; no es lo mismo una sandalia claudia que una egipcia, ni sujetar un dedo -casi siempre el gordo- para dejar libres los otros que hacerlo justamente al revés, si bien todos estas variedades de calzado abierto resultan, opino, tremendamente favorecedoras para un pie hermoso o de fuerte personalidad; le complementan, le embellecen y adornan, y aumentan drásticamente su atractivo natural, que ya alcanza cotas sublimes si su afortunada poseedora usa anillos en sus dedos. Me torturan esas sandalias que, por falta de un diseño correcto o con la peor intención del mundo, apenas dejan ver más que la punta de los dedos de quien las calza. No me refiero a los famosos peep-toe, que pueden resultar pícaros e interesantes, sino a sandalias más modernas, cargadas de mala intención, y que siguen esa máxima del erotismo que afirma que es mucho más sexy sugerir que enseñar, y con la que no siempre estoy de acuerdo, máxime en el tema que nos ocupa.
Juega también, qué duda cabe, un papel fundamental, la intención con que su dueña luzca estos bellos miembros, o su falta de ella. Como siempre ocurre en la vida, hay quien se sabe sobradamente dotada y hay quien conoce a la perfección sus limitaciones, como hay también quien no se preocupa en absoluto por semejantes cuestiones, no llegando siquiera a reparar en ellas. Las primeras pueden echar a perder su natural ventaja por el mero hecho de abusar de la misma, mientras que las segundas, sin embargo, es fácil que destaquen más por saber jugar mejor sus bazas, siendo éstas como son más escasas que las del primer grupo. Por descontado, todas ellas son mujeres y algo saben del tema, en mayor o menor medida. Y si no es así, que alguna me conteste, por favor, a la siguiente pregunta: ¿por qué muchas mujeres, cada vez más, se pintan las uñas de los pies y no las de las manos, mucho más a la vista normalmente? Pues porque saben perfectamente que esa parte de su anatomía, que se revela a la luz, a la vida, y se ofrece como ambrosía a los sentidos, florece en primavera y verano, puesto que en invierno el frío obliga a proteger los pies, ocultándolos hasta que el ciclo interminable vuelve a hacer eclosionar su innegable belleza. “ Hay que aprovechar, por tanto, los cortos días en los que el bendito sol de este país y el relajo al que inclina el verano favorecen la orgullosa exhibición que tanto me agrada”, piensan todas ellas, cosa que les agradezco profundamente. No obstante, puesto al habla nuevamente con la amiga que antes citaba, y formulada la anterior pregunta sin la menor intención retórica, me contesta, en resumidas cuentas, que se trata de embellecer algo que suele ser, por defecto, “feíto”, más que las manos, y que por lo tanto hay que acudir a la pedicura para mejorar en lo posible estos poco favorecidos miembros; además, parece ser que llevar uñas de manos y pies a juego es hortera y antiguo… Bueno, vale. Lo de «feíto», en labios de una mujer hermosa, que acompaña la palabra con un ligero y encantador mohín de suave repugnancia, me aterroriza totalmente. Preferiría sin duda la mas atroz obscenidad a semejante diminutivo, por cuanto éste alberga, en pavorosa condensación, el más espantoso de los desprecios femeninos… Casi nada.
Pero me gusta más mi propia teoría, la verdad, y con ella me quedo. Posiblemente no se acerque a la realidad; a lo mejor los hechos son mucho más prosaicos y anodinos, más planos y vulgares, pero mi propia creencia me permite, claro está, juguetear con la maravillosa ensoñación que todo objeto de deseo produce, con el mundo de sensaciones que regala a los sentidos, fantaseando con entera libertad y sin traba alguna, sin tener que descender a una aburrida y ramplona sesión de pedicura.
Destacar también que, casi inevitablemente, uno acaba buscando similitud, correspondencia, entre manos y pies. Supones, de modo casi automático, que la poseedora de unas manos atractivas disfrutará de unos pies con idéntico privilegio y viceversa; claro está que yerras estrepitosamente, para lo mejor y para lo peor, en infinidad de ocasiones, lo que no hace más que aumentar el placer de conocer, de ver, de tocar y de besar. Tengo una amiga –o por mejor decir, conocida- que encaja a la perfección en lo que conocemos como mujer de bandera, como real hembra, a pesar de que, como yo, ya está más en las filas del Tercio Viejo que en las de la caja de reclutas. Pues bien, una gran parte de su indiscutible encanto, se disipa, en lo que a mí respecta, cuando llega el verano y exhibe de continuo sus cuidados pies en sus sandalias, siempre caras y elegantes, pero incapaces de suplir aquello de lo que su dueña carece, por desgracia… para mí, claro, no para ella. No cuadran sus apéndices con su cuidado estilo ni con su más que evidente atractivo, qué le vamos a hacer; nadie es perfecto, y la naturaleza se ocupa de recordárnoslo a diario.
Sea como fuera, es este un asunto divertido y lúbrico que ocupa de vez en cuando mi caletre. Entretiene mis meninges y alegra mi corazón y mis sentidos todos, cuando me enfrasco en la peculiar apuesta que hago conmigo mismo al contemplar a las mujeres, en las preguntas que me asaltan al borde ya del verano, ese mágico momento del año en el que tantos deliciosos misterios son, finalmente, revelados. Sin lugar a dudas, el fragante céfiro del estío me regala nuevas ocasiones para brindar por la belleza y por la vida.
¿Será, acaso, por eso, mi estación favorita?
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