Anoche, de madrugada temprana, una lluvia fina y molesta caía sobre Madrid. Inmisericorde, calaba hasta los huesos de puro aburrimiento, a fuerza de insistir en su monótona tarea, dejándome el cogote helado al desaparecer casi instantáneamente, evaporada por el calor de mi cuerpo.
Atravesaba yo la plaza de Olavide, camino de mi casa, cuando les vi. Casi ocultos entre las sombras que proyectaban los arbustos y setos que adornan el lugar, y apenas dos siluetas para mis ojos, cegados momentáneamente por las farolas de la calle, pero allí estaban. Pude distinguirles con más claridad al irme aproximando a ellos, mientras seguía mi camino.
Eran muy jóvenes, apenas en la veintena. Bajo el cielo anaranjado y húmedo de anoche, de estas noches, exhibían sin pudor alguno su juventud, como debe ser. Me llamó la atención lo escaso de sus ropas, teniendo en cuenta la temperatura y el agua que caía como si no tuviera otra cosa mejor que hacer. Pero, en realidad, esa circunstancia, esa llamativa falta de abrigo, no era lo más importante de la escena que yo estaba presenciando. Lo realmente peculiar, lo mágico del momento era, sin lugar a dudas, la actitud de aquellos dos mocitos, chico y chica: se estaban besando apasionadamente, sin contemplaciones, tan entregados a su placer que ni siquiera levantaron la vista cuando mis botas les salpicaron, sin poderlo evitar, cuando pasé junto a ellos.
Sí, ya lo sé. Se me dirá que qué tiene de extraordinaria semejante visión. Se argumentará de contrario que tantísimos seres humanos, jóvenes y menos jóvenes, se besan y se acarician en público, que la escena que estoy refiriendo no tiene mayor importancia, que es algo trivial. Y muy posiblemente, tenga quien así opine toda la razón del mundo, no seré yo quien lo discuta. Al fin y a la postre, y en lo tocante a cuestiones relativas a los usos sexuales del momento, poca cosa hay que me pueda sorprender, como calculo que le ocurre a la inmensa mayoría de los miembros de mi generación: nada tiene de particular , por tanto, una pareja que se besa en una plaza.
Pero yo sé lo que vi. Esa postura llena de ansia, las manos crispadas, ese abrazarse como si el mundo se fuera a acabar de inmediato, esos rostros ajenos a todo lo que no fuese su amor, me emocionaron profundamente, para mi sorpresa. No importaba el frío; la lluvia era un accesorio más de aquel improvisado escenario; ni las miradas de guasa de los escasos viandantes ni el viento que jugaba con los cabellos de la chica tenían el más mínimo significado; no suponían impacto alguno contra la férrea determinación de los jóvenes amantes. Tras cada beso, profundo, lleno de entrega, separaban sus labios y se miraban a los ojos, sonrientes; se acariciaban el rostro y los cabellos, con la expresión arrobada de quien descubre, maravillado, la extensión insondable y eterna de la persona amada, el territorio fecundo en emocionantes enigmas que espera a cada amante en el corazón y el alma de su pareja. Se estaban entregando, ante mis ojos, el regalo más preciado y magnífico que una persona puede dar y recibir de otra.
Yo, como casi cualquier mortal, he tenido mi parte en esas necesarias ceremonias del amor y de la vida, y las he disfrutado con tanta pasión, decisión y entrega como me ha sido posible, a fuer de sincero. Y claro, no pude evitar el rápido asalto del recuerdo, que se me echó encima con la fuerza cantarina propia de un ser de luz nacido en tiempos mejores, más jóvenes y alegres. Ante mí desfilaron en un instante, y a la velocidad del rayo, los momentos más hermosos, más intensos, románticos y sensuales de toda mi particular trayectoria. Y si no fueron todos, sí, desde luego, los más recientes y los más apasionados, vive Dios. Aunque sólo se deba a que más sabe el diablo por viejo que por diablo, ningún ritual amatorio me pilla demasiado a trasmano, entre otras cosas porque siempre he profesado la sana costumbre de pasarme por el arco del triunfo todo lo que en semejantes lides me oliera a corrección política. Hoy día, sigo disfrutando del amor y de las delicias de la vida en pareja, afortunadamente para mi, y el caleidoscopio de mis experiencias y de mis recuerdos es, así, cada vez más rico y variado.
Pero, no obstante lo largo de mi periplo sobre esta tierra, yo también llegué anoche a casa con una sonrisa en los labios y con un grato calorcillo en el pecho, como supongo que les ocurriría a esos dos jóvenes desconocidos, por no citar algún que otro asunto fisiológico que les acompañaría a la cama, sobre todo a él. Contemplé un pequeño milagro, cuya importancia no se ve menoscabada por su cotidianeidad: en mitad de la noche, pese al frío y a la lluvia, dos seres humanos priorizan lo que es realmente importante, se ponen el mundo por montera y deciden que, frente a todo y frente a todos, su amor, su placer, su entrega son lo primero, lo único que merece la pena bajo las oscuras estrellas del cielo de Madrid.
Quiero suponer que lo mismo ocurre bajo cualquier otro cielo, en cualquier otra noche y contra cualquier otra cortina de lluvia que descienda del azul. Y espero y deseo que así sea, por nuestro bien.
Sé el primero en comentar