Cuando la noche me mira de frente, sé que la cosa pinta en bastos. Si sus ojos acerados y fríos se clavan en los míos, es momento de salir de casa en busca de un trago, aunque sea en solitario. Llegado a uno cualquiera de mis antros favoritos tomo asiento siempre frente a la puerta, para poder así contemplar parroquia y parroquianos y esquivar, en su caso, algún alevoso acercamiento. Merodean por los bares de mi ciudad, en pavorosa manada, en horripilante variedad, los peores enemigos de la doliente humanidad y de sus sufridas neuronas, los pelmazos. Hay algo tenebroso en estos ejemplares, algo maligno que socava los cimientos de la propia existencia, me creo, amenazando de paso haberes y deberes de las desdichadas víctimas.
No hay nada en este mundo que me moleste más que la irrupción de uno de estos repugnantes sujetos en mi tranquilo universo nocturno, ya esté solo o acompañado. Se me atragantan las copas, se me muda la color, me tiembla la voz y me pongo de una hostia importante. Sigo sin entender, pese a mis añitos, quién o qué les ha contado a estos patosos épicos que su vida y milagros, así como sus opiniones, tienen que resultar interesantísimas y muy útiles a sus presas, enriqueciendo sus tristes vidas con historias ejemplares. Dado que me he sentido atacado multitud de veces reivindico mi derecho a que me dejen del todo en paz, a solas con mi copetín o con mi caletre, que para eso lo tengo. Juraría que no debe de ser demasiado difícil aprender a no molestar a los demás, pero visto lo visto tengo muy serias dudas.
Y es que hay pelmazos muy pelmazos, hay pelmazos que sientan cátedra en cuanto abren el pico, hay pelmazos con mando en plaza, tan pelmazos que llegan a su hogar muy cabreados sin saber por qué y resulta ser que se enfadan tanto porque no se aguantan ni ellos solos de lo coñazos que son. Conozco a uno que se va siempre a casa de madrugada mosqueadísimo porque nadie le da chance y confieso que en muchas ocasiones estoy por aclararle el origen de sus desdichas. Por suerte, me callo siempre a tiempo como un puta; como todo el mundo sabe, el infierno está empedrado de buenas intenciones y yo no quiero saber nada con los habitantes de Samaria. Sería ponerle a huevo la oportunidad de resarcirse con mi pobre anatomía y eso bajo ningún concepto. Les conozco como pelmazos existencialistas, por la amargura continua en la que se desenvuelven sus vidas, por las dudas que les asaltan sin tregua.
Hay pelmazos torvos y cargados de razones, tan inefables que quedan bien bajo cualquier cielo, cincelados contra cualquier paisaje a fuerza de dar la puta brasa. Hablan preferentemente de política después de trasegar en un totum revolutum cinco o seis titulares diarios de prensa más o menos afortunados, si bien es cierto que algunas frases felices les duran años y te las enchufan a las primeras de cambio, sobre todo las que se aprenden los jueves. Yo les suelo llamar pelmazos informados o pelmazos politicastros, que me creo que les cuadra mejor. Se acaban escuchando ellos solos muchas veces, pues les gusta tanto el sonido de su propia voz que sin proponérselo les dan a sus objetivos una oportunidad para ponerse a salvo. Por otra parte resultan también muy peligrosos porque suelen quedar bien con todo el mundo durante los primeros cinco o diez minutos, de manera que cuando el infeliz de turno consigue verle el colmillo a este depredador, puede ser muy tarde para escapar de la tabarra. Son multitud, por cierto; todos conocemos media docena como poco.
También hay pelmazos mucho menos metafísicos y profundos, quiérese decir mucho más de andar por casa, mucho menos épicos y más fáciles de encontrar emboscados en las cercanías de una copa a medianoche, taimados y ágiles, que acaban siéndonos muy familiares. Normalmente forman ya parte del mobiliario del tugurio en cuestión, así que se llega a obrar el milagro de echarles de menos de vez en cuando a pesar de que esa nostalgia parezca preñada de insano masoquismo. Podríamos etiquetarlos como pelmazos cotidianos. El más potente que he conocido de esta variedad me dejó francamente epatado ante su fuerza telúrica una Nochebuena, cuando se interpuso con toda la desfachatez propia de los de su calaña entre mi pareja y yo que andábamos a vueltas con unos mimos desenfrenados y etílicos. Por supuesto, lo hizo para contarnos un chiste de los suyos, alguna infame gracieta que con seguridad ya nos habría relatado seiscientas veces antes. Este es el típico brasas incombustible del que, tras comentar su espantosa facilidad para darnos la turrada, se dice siempre lo mismo: “…pero es muy buena persona”. Cierto; faltaría más. Si el pavo, tras de bocazas y lenguarón encima es mala gente con peor intención, resulta evidente entonces que no nos encontramos sólo frente a un pelmazo, sino frente a un hijo de la grandísima que además es un pesado de siete suelas.
Como destacada subespecie de esta enajenada tribu, brilla con luz propia el pelmazo chistoso. Tales individuos suelen atacar, para abrir boca, descerrajando una docena o docena y media de chistes y chascarrillos contados siempre mal y a toda velocidad. De vez en cuando, se descojonan antes de tiempo y destripan el chistecito, lo que les produce más risa aún. Esta taimada estratagema hace que algún incauto pique en el anzuelo, pues contesta con otro chiste por aquello de sobrellevar mejor el asunto. Craso error; el palizón subsiguiente adquiere proporciones de tragedia siempre. Este enfermo mental prosigue su destructora faena aun cuando ya resulte evidente hasta para el observador menos sagaz que todo cristo está hasta los santísimos de escucharle proferir sandeces. Terrible panorama se divisa en el horizonte si coinciden dos depredadores de este fuste: comienza el fuego cruzado, que se recrudece con brutal velocidad mientras se multiplican los daños colaterales entre la sufrida audiencia. Y ya la hecatombe, el recojonostiófono, si cualquiera de ellos, o ambos, lleva una clá incorporada que se monda de risa ante sus continuos rebuznos y le sugiere nuevos temas para la masacre ante el espanto de los damnificados. Con un par.
Entre estas razas malditas hay un híbrido que me llama especialmente la atención por ser el más desagradable de todos, el que más te encabrona, el que más tira del animal que el hombre lleva dentro. Se trata del pelmazo coloqueta, de ese que una vez bien empapado en alcohol y otras sustancias se dedica a molestar a todo bicho viviente con su insoportable babeo. Cuando alguno de los sufridores le llama la atención el espécimen monta en cólera, y lejos de aceptar la reprimenda y de corregir su lamentable actuación, la emprende a insultos con la otra persona. Particularmente, en las últimas ocasiones en las que he estado a pique de liarme a golpes con alguien, siempre había uno de estos pisaverdes por medio, y eso que para ponerme a mí a punto de nieve suele ser necesario currárselo y mucho. Los ejemplares de esta categoría suelen ostentar alguna que otra prueba del resultado de sus acciones en su anatomía. Claro, resulta del todo inevitable que alguna de sus presas, harta del soplapollas, se gire y le cante un buen par de hostias, vengando así a tanto mártir silencioso y paciente como se ha quedado con las ganas de hacer lo propio. Es especialidad de esta clase de pelmazos empeñarse en presentar sus excusas al día siguiente ante el dueño del local que con tanto tesón han reventado; además, también en este menester resulta igualmente plúmbeo y se encabrona mucho si no se aceptan sus disculpas. En realidad, lo mismo da porque repetirán sus hazañas una y otra vez hasta el mismo día de su entierro sin que exista un remedio conocido, culpando siempre del asunto al alcohol, que -dicen los que saben de esto- es muy mal compañero. Olvidan, me temo, que ese alegre veneno no saca de ti nada que previamente no esté dentro.
Pero los realmente aterradores, aquellos cuya mera presencia física impone un truculento silencio, son los omnipotentes pelmazos multitarea, llamados así por motivos obvios. Los hay en todas las ramas del saber y en todas las actividades humanas, desde las más humildes hasta las más elevadas, si bien es cierto que comparten una serie de características comunes. Combinan una brutal facilidad para pegarle la chapa al tío más rocoso junto con la absoluta incapacidad de percibir el hastío y el horror de la sufrida víctima sea cual fuera el lenguaje que ésta emplee para hacérselo notar al malvado ejecutor. Literatura, política, toros, deporte, mujeres, nada escapa a su deplorable formación; de todo saben, sobre todo opinan y siempre pontifican -puesto que de nada saben- imponiendo sus opiniones a base de repetirlas sin rastro alguno de misericordia. Lo suyo, en comparación con lo del pobre interlocutor, siempre es mejor, más brillante y auténtico; tiene tanto como tenga el de enfrente e incluso mucho más, pero sin duda de calidad colosal, de más rancio abolengo. Lo ajeno jamás merece su consideración ni por un momento, porque siempre se hallan en un escalón netamente superior al del resto e inalcanzable para el vulgo. Usan y abusan del parece ser y del está perfectamente estudiado, y la carrera profesional que mejor conocen es indefectiblemente la del desdichado de turno, sobre todo si es médico o abogado; son capaces de desventrar dos o tres conversaciones a la vez sin mover un músculo y procuran escurrirse a la hora de sacar a pasear el belule. Y en los casos más graves y crueles, suponiendo que sean capaces de captar que tienen al contrario a punto de desmayo, les importa tres cojones y la bailadera. Están poseídos por los demonios de la verborrea y cuando comienzan a rajar se convencen de inmediato de que deben compartir su angustioso parloteo y el interminable relato de sus pasos sobre la tierra con la sufrida audiencia por el bien de ésta. He pasado por el vértigo terrible de conocer a dos o tres de estos superhombres porque yo soy, en el fondo, un tío arrojado que desprecia el peligro. El último de ellos, iniciado el demoledor coñazo, me acompañaba hasta al baño para seguir colocándome directos en el hígado y devastadores crochets en la mandíbula, lo juro. Sin piedad, no mercy. Frente a ellos tan sólo cabe la más vergonzosa y rápida de las retiradas seguida de un necesaria sesión de control de daños. Contestarles lo más mínimo es enfrentarse a la tragedia sin lugar a dudas, puesto que pertenecen al olimpo de los chapistas.
Hablo de superhombres, pero también hay gachises con los mismos poderes, claro. Recuerdo con horror que durante una temporada estuve llamando por teléfono a uno de mis locales preferidos antes de irme de bureo por allí con la sana intención de comprobar si había o no moros en la costa. Bueno, en este caso moras, porque de vez en cuando se complacía en joderme la noche y el pasodoble una mocita que por allí aparecía del brazo de su chico. Aquel mamón a quien Dios confunda la soltaba en el local como quien arroja una granada de mano, o sea, que se apartaba con la rapidez del rayo de su queridísima al tiempo que mostraba descaradamente el mayor de los alivios al alejarse de la tormenta. Mientras él se solazaba con cigarrito, copa y partida de dardos agazapado entre colegas, aquel prodigio de la naturaleza principiaba el palique, farfullando a toda velocidad, supongo que ayudada también por el perico. Poco después, ya rodeada de una montaña de humeantes cadáveres, aquella reina de espadas invariablemente fijaba su atención en quien esto escribe, sellando así mi destino y el de la noche de autos. Comenzaba a cascar sin descanso de todos los temas habidos y por haber sin orden ni concierto alguno; saltaba de la copa que estábamos tomando a la portada de las pijas revistas que decía coleccionar con la facilidad de un mono entre las ramas. Las más de las veces me ofrecía lencería de mujer absolutamente explosiva a precios sin competencia posible, alabando a la vez mi melena, mi barba y mi atractiva conversación -¿qué conversación, hija de puta?- , mis gafas y mis elegantes foulards, que me quedaban de miedo. Y para remate atacaba con profundos enunciados filosóficos sobre la vida, los jefes y las tías envidiosas con las que le tocaba lidiar en su curro. Como si de un matador de primera fila se tratase, se adornaba, gustándose y saboreando golosa este último lance, mientras me miraba con ojos brillantes para acabar inopinadamente sentada encima de mi persona, provocando así el total despelote de la audiencia, que contemplaba mi sacrificio desde una distancia segura. Todo ello a la vez, de una tacada, sin inmutarse. Qué gran mujer.
Para dirigirse a su partenaire se despojaba completamente del barniz de sofisticación del que pretendía hacer gala y voceaba como una perdularia hasta captar su atención. Recuerdo con especial pavor una ocasión en la que, tras contarnos que padecía un reglote del siete, se lió a voces con su cómplice para que le alcanzase unas cuantas servilletas de papel que llevarse al chumi porque no llevaba tampones. Lo de frenar los desmanes de la naturaleza sea como sea me parece aceptable; lo que me deja de plasticurri es comentar la jugada con desconocidos sin cortarse lo más mínimo y a gritos, con la aquiescencia del otro canalla. Espectacular.
Y se daba la curiosa circunstancia de que aquella mujercita, linda y con un cuerpo excelente, me provocaba auténtica repulsión: era francamente atractiva hasta que abría la boca, porque en ese mismo instante se te caían los palos del sombrajo y la damita pasaba a ser más fea que mandar al abuelo a por vino. La idea me parecía, superado ya el doloroso trance de la noche anterior, casi divertida: su desquiciante charleta y el trágico vacío que denotaba su cotorreo conseguían que no me sintiera atraído en absoluto por el asunto sexual, si bien el hecho de que se sentase encima de mí nunca me llegó a confundir: su actitud nada tenía que ver con el sexo; era ella tan expansiva, tan apabullante, que su pesadez llegaba a contaminar incluso sus movimientos hasta el punto de hacerla sentarse encima de un señor con el que no tenía una excesiva confianza. Gustándome tanto como me han gustado -y me gustan- las mujeres a lo largo de mi existencia, creo que con eso queda todo dicho.
Nunca en mi vida he trasegado un gin tonic a tanta velocidad y con tanto miedo como en aquellas situaciones tremebundas, palabra. Para más inri, no era yo capaz en aquellos lejanos entonces de despedirme insalutato hospite, a la francesa, vaya, tan acoquinado me dejaba el tratamiento administrado y tanto me pesaban la vergüenza ajena y mi educación. Esta vampiresa llegó a intentar propinarme una noche de las suyas incluso delante de mi pareja, sin cortarse lo más mínimo, aunque la rápida intervención de mi dama evitó que la cosa fuera a mayores. Son sin duda parlapuñaos de leyenda, mucho más allá de lo divino y de lo humano, lejos de cualquier redención posible.
Los tiempos que corren y las tecnologías que hoy día gobiernan nuestras vidas también han dejado huella en este particular grupo taxonómico, para desgracia de los demás. Asistimos así al nacimiento de una nueva especie sumamente vigorosa y extendida, a la que conocemos como pelmazo multimedia. Portan todos ellos teléfonos móviles más o menos inteligentes -sus armas- pero cuajados siempre de los últimos vídeos que recorren las redes sociales, virales o no; cientos de fotografías y de ñoños montajes saturan hasta el último byte sus aparatos junto con chistes de pésimo gusto, estúpidas bromas telefónicas, fotos de los sobrinitos, de sus perritos, tías en pelota picada y negratas con rabos imposibles. Y como no podía ser de otra manera persiguen a cualquier cuitado con el que se crucen sin consideración alguna para administrarle así sea por vía anal tan portentosas maravillas que, por supuesto, son los últimos y mejores frutos de la humana inteligencia, lo que más se lleva y lo más divertido. Normalmente, acompañan al gesto de pasarte el teléfono con codazos en las costillas ajenas, golpes confianzudos y en busca de complicidad, que consiguen que el tipo se nos atragante el triple automáticamente. Además, no apartan su mirada de halcón hasta asegurarse de que te han encajado la píldora hasta el colodrillo, y a continuación proceden a explicarte, para mayor castigo, dónde está la supuesta gracia del invento, reproduciendo el archivo en cuestión tres o cuatro veces más. Ni que decir tiene que estos ominosos seres pertenecen a ambos sexos por igual, cumpliendo así con el temita ese de la paridad al que tantas vueltas le dan ahora. Infumables, numerosísimos, muy infecciosos, el futuro de la tribu, la peste del siglo; no podrás escapar de ellos, garantizado.
A estas alturas de mi particular película quisiera ser capaz de afirmar que soy un maestro fintando a estos infames sujetos, pero no me gustaría hablar por boca de ganso. Cierto es que percibo el inconfundible tufillo de cualquiera de ellos a treinta pasos como mínimo y que con mirarles a la cara un instante los catalogo acertadamente como si fuera el mismísimo Mutis, pero se trata de organismos superiores que se adaptan con escalofriante celeridad a las cambiantes situaciones para lograr su nefasto propósito en la vida. Y lo triste del caso es que me equivoco pocas veces.
Sí es verdad que he desarrollado una serie de habilidades de las que antes carecía y que acuden prontamente en mi auxilio en los últimos tiempos, de tal suerte que en la actualidad soy capaz de infringir varias reglas de urbanidad a la vez para poner a salvo mi pellejo. Un buen amigo me comentó en cierta ocasión que para evitar el asalto de los pelmazos lo suyo era visualizarse en color naranja, o en azul si lo que pretendías era trabar conversación con quien fuera. La verdad es que mi fe en el color naranja debe ser francamente débil o quizá todos los alipendes que me intentan castigar con su chachareta son perfectos daltónicos, porque el truco no funciona ni a tres tirones, qué le vamos a hacer. También es cierto que me gusta mucho el color azul, mal que me pese. Cuido con particular esmero las pocas neuronas que la edad me ha ido dejando incólumes, porque se trata de células de muy difícil reposición. Siendo así, se comprenderá perfectamente el pavor que me inspiran encuentros de tal calibre, porque ya afectan directamente a mi salud y me dejan noqueado y sangrante como una oveja modorra.
He descubierto, eso sí, tres soluciones que nunca fallan: la primera, huir a galope tendido con cualquier pretexto, por estúpido que sea; en realidad da lo mismo porque en ningún momento van a prestar la más mínima atención a tu excusa. La segunda, muy eficaz, consiste en hablar más y más alto que el canalla que tenemos enfrente, preferiblemente de uno mismo, asintiendo sin pensar a lo que él diga y no cejando en el bombardeo hasta la previsible victoria. Es clave mostrar un absoluto desinterés por lo que nos estén contando, por supuesto. Nada sabe mejor que conseguir que uno de estos tipejos afloje la presa, vuelva grupas y busque otra víctima propiciatoria. Se siente uno como Ulises, pongo por caso, cuando se cepilló a todos los pretendientes de su esposa. La tercera, algo más arriesgada que las anteriores y no siempre eficaz, consiste en encarar al agresor por derecho y comentarle de la forma más borde posible lo poco que nos importan y lo muchísimo que nos estorban su persona y su palabrería. El mensaje ha de repetirse tantas veces cuantas sean necesarias; sin embargo, pasados los tres primeros intentos sin que el bocazas corrija su actitud, podemos darnos por jodidos, palabra. O aguantamos la del inglés o la cosa puede pasar a palabras mayores y acabar como el rosario de la aurora, a farolazos.
Sí, ya sé que para semejante viaje no hacen falta alforjas, pero es el magro corolario que obtengo de mi ya dilatada experiencia. Ofrezco estos consejos a mi gente con todo el corazón, rogándoles que tengan en cuenta que aprender estas cosejas me ha costado sangre, sudor, lágrimas y una fortuna en gin tonics y en antiácidos. La taxonomía es, así, una ciencia que requiere notables dosis de audacia, de modo que si soy capaz de ahorrarle a alguien una noche insufrible me daré por satisfecho.
De cualquier manera, y hablando de taxonomía, está claro que cualquiera puede desarrollar la suya propia, porque todos hemos tenido experiencias tan amargas o más que las que acabo de describir. Y además, es tan inagotable el espantoso catálogo de los pelmazos, que no descarto volver a escribir sobre el tema si tengo la desgracia de descubrir nuevas especies… corriendo el riesgo letal de resultar también yo mismo un magnífico pelmazo hablando de tan lamentable asunto, en el que siempre existe un alto riesgo de contagio. Si así fuera, ya lo siento amigos. No se volverá a repetir, palabra. O sí.
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