«Un poco más, solamente un esfuerzo más y ya estamos arriba. Caramba, o este puesto está cada vez más complicado, o yo no me llamo Nacho. De todos modos, no es cuestión de engañarse en demasía, compañero. Hace tan sólo cinco años, te hubieras subido y bajado de este mismo puesto diez veces seguidas sin detenerte para nada, fumándote después un puro hasta los labios, todo ello sin mover un músculo. La verdad, cuando uno está ya frisando edades poco ortodoxas, por decirlo de una manera suave, o se vive de prestado o se teme, casi todos los días, alguna visita inesperada, que corte de raíz tus hábitos y modos de moverte en este divertido lupanar que es la vida. Muy bien, aquí estamos un día más, dispuestos a disfrutar todo aquello que este duende verde, espléndido y ubicuo, nos ofrezca a mi compañero y a mí.»
«Después de tantos años, me creo con derecho a hablar de una cierta complicidad entre él y yo; entre él, maestro de todo lo que es, y yo, aprendiz de todo cuanto quiera enseñarme, seguramente dotado de una vida demasiado corta para aprovechar semejante caudal de cosas vivas, desprovistas de toda doblez. Y no estoy hablando, cuando hablo de él, de este espléndido arco que reposa junto a mí, supongo que tan fatigado o más que yo, por mucho que no lo deje ver. Va ya para doce años que este sujeto -madera y cuerda, todo él mala intención- y yo estamos juntos, y lo suyo es que empiece a notar ese cierto desapego a la vida que las personas traducimos, por miedo a la verdad, como sabiduría y templanza, cuando en realidad el nombre de ese sentimiento es muy otro».
Nacho, nuestro hombre, se arrebuja con alguna dificultad en el escaso hueco que el puesto le facilita, colocando minuciosamente su manta, su bota, su arco y todos aquellos enseres que son propios de su pasión, de su segunda naturaleza, de su razón última para vivir. Es un hombre enjuto, alto, con bigote y cabellos ya algo más que entrecanos, pese a que su edad no le hace acreedor a semejante desaguisado, por lo menos no en tan gran medida. Eso sí, la vida, esa puta veleidosa, esa cortesana elegante y despectiva que golpea siempre sin avisar, le ha regalado, dadivosa e irónica, atributos que casan con su ser y con su sentir. Porque es Nacho hombre de risa fácil, temperamento guasón y tolerante, elástico y reflexivo frente a las dificultades, presto siempre a la jarana -de mejor o peor gusto- , y, sobre todo, enamorado de sus amigos, que resultan vocingleros, nobles y decidores como el que más. Como buen profesional liberal ha hecho y deshecho a su antojo, ha conquistado mil veces un puesto en la vida, jugándoselo a la carta más alta y perdiéndolo otras tantas veces, sin importarle lo más mínimo.
No faltará quien le envidie, porque de hecho nunca falta; no se hará esperar quien entone un plañidero canto de sapo repulsivo e hipócrita por su compañera y por sus hijos, canto por demás de sobra. Nunca entrará Nacho a discutir si detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer o si resulta ser todo lo contrario, porque tiene muy claro que apostó para ganar: alegra sus días una mujer de una sola pieza, que le siguió y le consiguió, que compartió de cabo a rabo su vida y que le dio hijas e hijos que han sabido digerir cuanto de papá y de mamá aprendieron, para después ponerlo en práctica con sorprendente brillantez. «Sí, hombre, lo cierto es que no me falta de nada, aunque lo mío me ha costado, qué coño. Vale ya de solucionar los problemas de los demás y de enredar por cuenta ajena, por bien pagado que esté, que no lo está. Los mozos buscándose la vida, mi mujer reventando de puro guapa y rebonita, con un fulgor en los ojos que no tenía a los treinta, y yo, a lo mío. Ratito libre, al monte, como las mismísimas cabras; arco, bota, bocata, y el que venga detrás que arree. Creo que ya he cumplido con todo y con todos en la justa medida. Curioso; en el momento en que me pongo a pensar en mis cuentas con la vida, lo primero que me viene a la cabeza es una tarde ya muy lejana, de ésas de las que uno se acuerda como si fuera un cromo de los repes, que cambiaba con los compañeros en el colegio durante el recreo: una imagen clara y llena de color, pero fija, inmóvil en la quietud del aire tibio. En aquel momento, yo, pipiolo y vacilón, tomé contacto con una realidad que a poco me devora con fuerza inusitada al pasar de los años. Casi no recuerdo mi primer contacto con la arquería, como no fuera por el dolor de espalda y de brazos que me dejó, y por la desesperación que sentí al pensar que aquél no era mi deporte, que no podría con él.»
«Las vueltas que da la vida, Nachito; los tiros que llevo pegados, qué joder. Poco después de contactar con otros cinco o seis iluminados, nos convertimos en un puñado de locos divinos, impulsados por no se sabe qué espíritu, incansables, indomables: ferias, exposiciones, demostraciones, conferencias, cacerías, visitas a despachos oficiales, discusiones. Todo ello con la sonrisa en la boca, contagiando con terrible facilidad a quienes se nos acercaban demasiado con el virus mágico, con el lúdico demonio sonriente que nos poseía, pobres de nosotros. Con el paso del tiempo fuimos capaces de levantar un modesto edificio, una casa llena de alegría y de camaradería, un estilo de ser, vivir y estar. Disfrutábamos de un protocolo vital lleno de privilegios, que estábamos siempre dispuestos a compartir sin para mientes en edad, raza, sexo o condición social. Llegamos a ser, si no legión, sí centuria; estuvimos tocando las puertas del cielo con las puntas de los dedos, soñando para nuestra nación y para nosotros una manera de gestionar nuestros recursos cinegéticos y nuestra vida salvaje cumplidamente probada a muchos kilómetros de aquí.» «Me cago en la leche, Nachito; si te hubieran dado cinco duros por cada despacho oficial que visitaste, si te hubieran dado cinco duros por cada político pringoso, funcionario de vía estrecha y sueldo jugoso, que te estrechó la mano aparentemente asombrado de lo que le contabas, admirado de tu visión de futuro… Si cualquiera de ellos te hubiese dado esos puñeteros cinco pavos por cada estudio, proyecto, propuesta y oferta que les hiciste llegar, hoy estarías cazando, como muy cerca, en Camerún. Mientras tanto, el famoso inspector Alcesto, que trabaja apasionadamente para todas las administraciones del mundo, se ocupaba gustosamente de visar y de revisar todos vuestros proyectos, dilectos imbéciles de sonrisa confiada. Al final, acabasteis depositando vuestra esperanza, o lo que quedaba de ella, en la iniciativa privada que, al fin y al cabo, solamente se mueve por la peseta y por la bragueta, es decir, por las dos palancas que hacen girar al mundo»».
«Ya metidos en harina, el carro echó a andar, y aquí estamos; eso sí, bastantes menos de los que empezamos. Muchos compañeros quedaron por el camino; algunos cayeron del ya mentado carro en contra de su voluntad, por la fuerza de las cosas; otros se tiraron en marcha, porque Dios reparte los redaños como lo hace con otro tipo de dones, incluida la paciencia; a otros muchos, visto que no se bajaban motu proprio, les bajamos nosotros. En fin, a cada uno lo suyo. Personalmente, les clasifiqué de acuerdo con mi particular manera de ver el mundo, y con arreglo a tal clasificación les trato cuando me les encuentro. Obviamente, a unos les echo de menos y a otros no, en absoluto. Sigo escogiendo, como a lo largo de toda mi vida, con quién comparto mi pan y mi sal, y es algo de lo que no me arrepiento ni me arrepentiré nunca».
Se mueve el monte y respira con latir propio, mientras nuestro hombre se ha perdido, relajado y tranquilo, por los vericuetos saltarines de su memoria, ya fecunda en experiencias y recuerdos. Olvidándose hasta de lo que aprendió de muy chico, al tiempo que escuchaba el tronar de la escopeta del abuelo, ha encendido un cigarrillo, sin prestar la más mínima atención a los vientos que se abaten taimadamente sobre el puesto, disimulado con aviesas intenciones. Está mirando al cielo, algo encapotado, como corresponde a una tarde de caza que se precie, exhalando el humo plácidamente; otea con tranquilidad las cumbres agrestes de la cercana sierra, llenándose los ojos con tanta belleza, cuando una flor roja de sangre se abre en el interior de su pecho, violenta y salvaje, con un estallido similar al de un triquitraque de feria. Nacho se encorva, se ahoga; siente como si se le abriera el corazón, como si una fiera se lo partiera en dos, y apenas si tiene tiempo de apuntar una lágrima furtiva y un recuerdo fugaz y emocionado para todos los suyos, agradeciendo todo cuanto ha recibido a lo largo de sus días, mientras se lleva las manos al pecho dolorido, preñado ya de sangre oscura y ominosa.
El infarto ha sido implacable, fulminante, diríase perfecto en su maldad. Ha cerrado unos ojos de mirar apacible, amable, con ese gesto inmemorial de quien ha visto mucho y, en consecuencia, mucho comprende, mucho asume, mucho comparte. Nacho ha quedado tendido de lado, sobre el respaldo del puesto. Su rictus de dolor ha quedado fijo en su rostro: la dama oscura ha golpeado bien, certeramente, de una sola vez, con la eficacia que haría enorgullecerse a cualquier cazador arquero de verdad: una flecha, una vida; una sola vez hendió el aire la hoja de la guadaña… Un viento ululante, juguetón y risueño, desciende desde la sierra cercana. Despeina los cabellos del muerto, juega con su blanco bigote, teñido de nicotina, acaricia su cara aterida con cariño de amante y le susurra al oído con ternura. Le está hablando del jabalí, que busca bellotas en lo profundo del monte; le cotillea el camino del muflón que conduce a la manada a través de la espesa umbría, le cuenta hermosas leyendas sobre la brava perdiz, que se oculta en las jaras. Le lleva, en suma, mensajes del Bosque, que le respeta y le admira, como a todo aquél que cumple sus leyes inexorables. Pero todo es inútil; silencio, absoluto silencio le responde. Nacho viaja ya, solo y desnudo, armado con su amor por la vida y con su arco, hacia otros cazaderos eternos, enormes y nebulosos, donde espléndidos venados de grandes cuernas y ojos aterciopelados pastan pausadamente sobre la verde, fragante hierba de la esperanza.
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