Léase «spequor», si uno va de latinista chachi, o «espequor», si la cosa va más por lo castizo. Desde luego, léase como se lea, el significado no cambia un ápice: «Senatvs Popvlvsqve Romanvs», es decir, «el Senado y el Pueblo de Roma», o «romano», según se decline la última palabra del acrónimo en cuestión. Y he aquí lo realmente interesante del asunto: Senado y Pueblo de la mano, caminando juntos hacia el bien común en una nación libre y justa.
Concebido como un consejo de ancianos -senex, senis- este grupo de patricios millonarios en sestercios está presente durante una buena parte de la apasionante historia de la Roma monárquica, republicana e imperial. Extraña mezcla de patriotismo, preñado a veces de conservadurismo a ultranza y en otras ocasiones progresista y rebelde hasta la saciedad, y de descarnada lucha por sus propios intereses económicos, el Senado romano permanece siempre junto al pueblo que gobierna, y en continua pugna con los tribunos de la plebe, poderosos representantes del pueblo llano. Obvio es que esa cercanía no siempre implicaba un feliz entendimiento entre las partes; antes bien, podía -y debía- perfectamente significar todo lo contrario, como en muchas ocasiones sucedió. La tradicional corrupción que desde tiempos protohistóricos ha engalanado la historia de Roma se manifiesta con particular crudeza en los modos y maneras de gobernar de este peculiar sanedrín, y en la labor de contrapeso de los desmanes del poder ejercida por los tribunos de la plebe.
Concedámosle, eso sí, el reconocimiento a su inagotable actividad, a su incansable funcionamiento. Aunque también contaba con su cuota de inútiles y de vagos de solemnidad, lo cierto es que sus trabajos legislativos no tenían fin, empeñados en manejar la inmensa maquinaria política, administrativa, económica y militar que conocemos como Roma, mientras peleaba por su propia supervivencia como institución enfrentańdose a dictadores, tiranos y generales ambiciosos. La carrera política en Roma se conocía como cursus honorum, y me creo que sobra la traducción.
Así pues, y en directa conexión con la tradición romana, la institución del Senado se expande por todas las naciones de Europa con mayor o menor exito, e incluso llega allende los mares, recalando al otro lado del Atlántico con total normalidad. En ese sentido, recuerdo mis días de estudiante de Derecho, embutidos en la ilusionada efervescencia del nuevo país cuya eclosión contemplábamos. Se desplegaban ante nuestros ojos incredulos toda suerte de elegantes construcciones teóricas, perfectas en su definición, atractivas y tentadoras. En la cátedra de Derecho Político, y en habitual ausencia de los sinvergüenzas que supuestamente iban a desasnarnos en tan primordial materia, saltaban chispas entre nosotros y se oian las discusiones, apasionadas, hasta en el bar del campus: era meridianamente claro que el nuevo modelo de organización política que los españoles nos habíamos dado iba a funcionar como un tiro; era, además, cósmicamente justo y decididamente necesario.
Por supuesto, una de las joyas de la corona era la estructura bicameral del nuevo y flamante Parlamento. Mientras el Congreso de los Diputados mostraría la variedad política e ideológica de nuestro pais, albergando el mismísimo templo de la palabra entre nosotros, el Senado funcionaría como la perfecta cámara de representación territorial que la bisoña Constitución del 78 tan claramente describe. Lejos de perder un ápice de su importancia, pese a su papel de confirmador legal de las decisiones congresuales, este areópago reflejaría con exactitud las inquietudes y necesidades legislativas del nuevo estado de las autonomías que nuestro ordenamiento jurídico había previsto.
El trabajo, entonces, estaba perfectamente definido, y resultaba abrumador pero crucial e interesantísimo. A la hora de captar el sentir de la calle en el complejo mapa autonómico que comenzaba a dibujarse en España, resultaba evidente para nosotros, futuros profesionales del Derecho, el papel crítico que la segunda cámara iba a desempeñar a la perfección en tan vital asunto. Corría el año 1979; yo tenía 19 abriles y el pecho lleno de aire limpio y de esperanza, como todos mis compañeros…
Hoy estamos a viernes, 24 de julio de 2015. Escribo a resguardo del sofocante calor que está azotando Madrid una y otra vez durante lo que llevamos de verano. Veo azulear a lo lejos las cumbres de Gredos, mientras el valle que abre el camino hacia Ávila reverbera bajo los golpes de este poderoso sol del estío, que nunca conocerá la misericordia. Y siento de repente un tremendo amor por este país triste y maltratado por tirios y troyanos en el que yo nací. Un inmenso rimero de años, sin redención posible, me contempla risueño desde mi época de estudiante universitario. Mi país ha cambiado dramáticamente, y en los últimos tiempos, por desdicha, no ha sido para bien. La marea de la podredumbre ha anegado de igual modo al Senado, de manera lenta pero continua, sin prisa pero sin pausa.
9 de julio de 2015; 11,15 horas de su mañana. Hay pleno en el Senado: de 266 estafadores, faltan 212. Sin duda alguna, sus muchas otras tareas, ciertamente más importantes que fingir que trabajan por su país mientras viven como Cristo, les habrán impedido personarse en la cámara, claro está que con harto dolor de su corazón, of course. El pesar por su patria les estará haciendo rasgarse las vestiduras y sufrir los tormentos del Tártaro donde quiera que esten: oye, Patria, mi aflicción, y tal y tal.
La segunda cámara se cae a pedazos, y debería hacerlo aplastada bajo el peso de la vergüenza, suponiendo que sus señorías ilustrísimas tuvieran alguna. El Senado es, hoy día, un puto coladero, una cámara de jubilados para figurones del PP y del PSOE. Esta casposa representación de la casta extractiva ha acabado definitivamente con el papel legal de esta cámara: de representación territorial, nasti de plasti. Cobran aquí sus regalías los miembros de ambos partidos cuya utilidad pública y política, si es que llegaron a tener alguna, ha desaparecido. Vegetan en la Plaza de la Marina Española viejas glorias, en el justo pago que reciben los estómagos agradecidos. Y cuando no mojan sus anatomías en la famosa piscina, se entretienen jugueteando con los caros dispositivos electrónicos que entre todos les costeamos, chupando riojas y riberas a precios de saldo mientras encargan sus billetes para putañear el fin de semana en Ibiza pagándolos con una de las tres tarjetas de crédito de las que disponen para viajar con seguros gratis.
Últimamente, se habla mucho de reformar la Carta Magna, por muchos y muy sesudos motivos. Se me ocurre que, ya empeñados a poner a cada uno en su sitio, deberíamos de acabar de modo definitivo y radical, con esta lacra democrática, simple y llanamente porque no vale para nada de nada. Jubilar a estas ajadas señorías, a esta banda de pendejos, sería una muy recomendable medida de higiene política y de importante ahorrro en términos económicos. Coño, se me ocurre también que, a lo mejor, no seria tarea titánica encontrar un mejor destino para los fondos que esta patulea fagocita de continuo a costa de todos los españoles.
A falta de un Julio César o de un Augusto que modere los infames excesos de este club de jetas y de aplauseros, es tarea irrenunciable de todo el pueblo español sanear nuestro ordenamiento jurídico y nuestra vida pública a través de los instrumentos que para ello poseemos. Con la que está cayendo, que no parece que vaya a escampar, lo mínimo que se puede exigir a estos birriosos padres de la patria es un nivel digno de vergüenza torera a la hora de simular que cumplen con sus obligaciones. Trabajarse el moco denodadamente, ver páginas porno mientras el pelma de turno desgrana sin piedad su plúmbeo discurso, o sobar con todo el descaro, no parecen ser las maneras adecuadas de currar en pro del desvencijado país que mantiene, inmerecidamente, el injustificable tren de vida de esta repulsiva tropa.
Que se vayan a su casa, que envejezcan allí rumiando sus vidas, como todo hijo de vecino, y que cada palo aguante su vela, visto que jamás tuvieron la más mínima gana de navegar. Que pierdan regalías, puros, whiskys, pensiones privilegiadas y tarjetas de crédito a pelo puta, sean black o white. Que demuestren su honradez y su vocación pública cumpliendo dignamente con sus honrosas obligaciones, como el resto de sus sufridos ciudadanos…. cursus honorum, ni más ni menos. Y si así no fuera, que cubran sus cabezas con sus túnicas bordadas de púrpura en señal de vergüenza e infamia, porque serán acreedores a ambas.
Alea jacta est… o debería estarlo, coño.
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