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Subiendo a La Lancha

Llegando a los tres kilómetros, la cosa cambia...
Llegando a los tres kilómetros, la cosa cambia…

Me he propuesto mover todos los días mis cansadas piernas un cierto número de kilómetros. A pesar de que mis secuelas, en lo que a manos y pies respecta, son farmacológicas,  lo que hace imposible una rehabilitación en el sentido clásico del término, entiendo que nada perjudicial puede derivarse de una buena sesión de ejercicio físico. Además, mis largas vacaciones de verano me han apartado del gimnasio, de manera que las caminatas bajo este sol inclemente son, si cabe, aún más necesarias por aquello de no pasarse de kilos, de seguir un poco en la onda, de controlar desde cerca lo que uno debe de  hacer.

La panoplia de paisajes queridos, de destinos entrañables hacia los que caminar a diario, no tiene fin aquí, en esta tierra que ha contemplado durante años interminables mi personal devenir, que ha recibido, siempre dispuesta, mis sonrisas y mis lágrimas. Pese a los últimos desastres urbanísticos, llamados progreso por quienes los han perpetrado, no puedo negar que quiero entrañablemente a este rincón torturado de la geografía abulense. Así, la tarea de escoger una ruta por la que hacer resonar mis pasos tenía una cierta complicación, más que nada por la variedad que acabo de comentar. Descartados los paseos más montaraces, que resultan ser los más divertidos pero los más peligrosos para mi físico, decidí hincarle el diente a la carretera antigua de Ávila, ahora perfectamente asfaltada, hasta conseguir coronar el puerto de La Lancha. En resumidas cuentas, unos 20 kilómetros de recorrido, con un desnivel de 218 metros y a una altura de 1484 metros.

Ya suena la música en mis oídos, y a través de los cascos escucho también la voz femenina de mi podómetro, que me indica cada poco tiempo calorías consumidas, velocidad media, distancia recorrida y todo tipo de diversos datos, supuestamente de interés. Parece ser que tiene que tratarse de una voz que resulte agradable, pero a mí me suena tanto a robot, a desalmada imitación de vida, que le presto muy escasa atención.

No son las voces metálicas de ese programa lo que me ocupa, nada más lejos de la realidad. Me atrae, ciertamente, el desafío que para mí supone no dejarme atrapar por los negros demonios de la desidia, superar los dolores que siento y trascender mi propia existencia en el mero hecho de caminar, de poner un pie delante del otro prestando oídos sordos a los machacones mensajes de mi organismo, que pretenden vencerme todos los días desde hace ya más de un año. Un paso primero, otro después; luego, un tercero y un cuarto, y así sucesivamente. No tiene otro secreto; no es una ciencia arcana en absoluto; el misterio de caminar reside en el propio camino, sin duda alguna.

Salgo de casa, de la Colonia de las Familias, uno de los enclaves de veraneo más antiguos del pueblo. Enderezo mis pasos hacia la cercana estación de ferrocarril y hacia las espantosas casas que la rodean, por la parte de la Huerta Grande, para dejarla a mi derecha, ya bajando junto a las eras y al parque municipal. Acabo de dejar atrás la fábrica de cepillos, imponente y siniestra mole que lleva observándonos toda la vida con sus ojos huecos, vacíos. Recuerdo cierta ocasión en que unos cuantos de los nuestros penetramos en su vientre sucio y húmedo, para visitar casi de puntillas las entrañas de la bestia dormida. Atravesamos grandes y desiertas salas, completamente vacías, pobladas por ecos, fantasmas de tiempos mejores y ratas, muchas ratas. Examinamos libros de contabilidad deshojados, desparramados por el suelo como una bandada de sucias gaviotas muertas; subimos y bajamos por oscuros y ominosos pasillos y, con franqueza, no logro recordar por dónde entramos ni por dónde salimos. Lo que sí recuerdo es el silencio que se hizo entre nosotros cuando abandonamos aquel imponente lugar; nunca volvimos a hablar de aquella incursión, como si una presencia callada y poderosa nos hubiera impuesto una infantil omertá para evitar que revelásemos los secretos tremendos que aquel edificio albergaba, viejo ya cuando yo era apenas un chavalín.

Junto a la fábrica, el pub de la estación, el Mimos, que nos acogió durante unos cuantos años antes de que el divertido mural de su fachada comenzase a resquebrajarse, espejo fiel de las disensiones entre los sucesivos gestores de sus grifos de cerveza, de sus botellas de licores que brillaban en una penumbra sugestiva, que invitaba al cigarro tranquilo y al beso apasionado, a dejar volar la imaginación entre las tentadoras y grisáceas volutas del hash y de la maría, mientras una música variada y de calidad se escuchaba de continuo. También pasé allí muy buenos momentos, como no podía ser menos. Hoy, solamente quedan sucios trazos en la pared, en triste e incompleta memoria de la ilustración que la cubría en aquellos días felices, despreocupados, pletóricos de luz y de alegría. Las puertas de madera, con los cristales reventados y sus huecos rellenos con cartones, están sujetas con gruesas cadenas, como si alguien hubiera querido encerrar, en sus suaves tinieblas, una legión de recuerdos pavorosos que luchasen por salir a la luz, por esparcir su ponzoña, su rancia antigüedad, su triste presencia.

puertodelalancha
Parecía que llegábamos al final, pero no es así…

Ya estoy camino de La Lancha, atravesando el Prado Molino y la Fuente del Maestro. El ansia de urbanizarlo todo se ha cebado aquí con el largo tramo que sale desde el pueblo para acabar en las últimas casas de una de las innumerables colonias que han surgido, como los hongos tras la lluvia, en las postrimerías del pueblo, en su destartalado extrarradio. Sendas aceras civilizan los laterales de la carretera, los ahorman y sujetan dentro de una cutre corrección política, apoyada por las correspondientes farolas, extendiéndose hasta donde llega el término municipal del pueblo, y muy posiblemente los fondos del ayuntamiento destinados a semejantes menesteres.  Aparece a mi derecha el antiguo depósito de agua del ferrocarril, encajado ahora entre la carretera, los raíles y, cómo no, una urbanización de espantosos adosados, que me recuerdan a las casas de la clase obrera del Reino Unido, anodinas, de ladrillo rojo y ventanas blancas. Esta enorme piscina, que llevaba ya infinidad de años sin usarse cuando yo era joven, nos servía de pista de tenis. Algún alguien, con mejores intenciones que recursos, había dispuesto una improvisada red en la parte más cercana al muro pegado a la vía del tren, y había dibujado precariamente las delimitaciones de una cancha de tenis en el agrietado cemento del suelo. Hasta allí llegábamos a lomos de nuestros briosos corceles de pedales, cargados con raquetas, pelotas, agua y bocatas, para celebrar tremendos enfrentamientos, partidos épicos y reñidísimos, que casi siempre acababan con las rodillas, los codos o las manos de alguno de nosotros hechas puré contra el cemento. Se verificaban aquellas feroces batallas de papel en medio de un calor espantoso, sofocante, que recalentaba el suelo y subía insidiosamente a través de las suelas de nuestras zapatillas, recociéndonos las meninges y haciéndonos sudar como auténticos condenados, mientras empeñábamos esfuerzo y pasión en derrotar al pérfido contrario. Evidentemente, nada subsiste de todo aquello. La multitud de jóvenes chopos que brotaba por doquier entre las resquebrajaduras del suelo es ahora casi un bosque que apenas deja ver lo poco que supongo que quedará de aquel entrañable Wimbledon de mi niñez; el tiempo, de fauces voraces, de brillante acero, de insaciable apetito y voz terrible, se lo ha tragado casi todo. Tan sólo nos espera ya a nosotros para acabar de borrar definitivamente de la faz de la tierra nuestra leyenda, nuestro devenir, nuestra peripecia, tan maravillosa una vez, tan llena de alegría.

Dejo a la derecha el depósito, con sus correspondientes fantasmas agitándose entre las ramas de los chopos, mientras Dylan canta en mis oídos “Everything is broken”. Tengo que darle la razón, mal que me pese, al tiempo que paso el puente sobre la vía y enfilo el primer repecho de la subida que me espera. Es duro, porque es el primero, y atraviesa la zona más árida y desabrida del recorrido, la menos hospitalaria. De repente, se dibujan sobre la carretera los molinos de energía eólica que erizan la cuerda de la cercana sierra de Malagón, con su zumbido poderoso y sus gigantescas aspas, como inexplicables gaviotas en el paisaje castellano, como imposibles pájaros de blanco acero, incapaces de volar. Parecen, debido a su enorme altura, engañosamente cercanos; diríase que puedes ocultarlos en el hueco de la mano, exprimir su sangre metálica y devolvérsela a la tierra, de la que proviene.

Mientras siento unas manos invisibles que intentan lastrar mis pasos y retardar mi avance, el paisaje comienza a desplegar sus galas a derecha e izquierda de la carretera. No son estos unos oropeles excesivos, precisamente; pese a la profusión de encinas, jaras y carrascas, con algún que otro solitario piorno, que chilla su espléndido color amarillo en la penumbra del sotobosque, el tono dominante es un cansino marrón claro, pajizo y sucio, que corresponde a la gran cantidad de matojos que tapiza el duro suelo. Pero a mí me agrada la combinación, me hace sentirme en casa, y casi perdono la abundancia de hierba seca cuando observo la belleza antigua de las encinas, que albergan silenciosas aves de presa, al eterno acecho del alimento, del torrente de pequeñas vidas que puebla el monte. Hay varias explotaciones ganaderas desparramadas por el paisaje, como despojos obscenos que infectan el paisaje con sus espantosas construcciones, con su hedor, con sus montañas de estiércol emponzoñando el aire con el dulzón olor del heno putrefacto. A estas horas, una punta de estúpidas vacas de carne muge su desesperación junto a la carretera; ignoro el motivo de sus quejas, pero intuyo que será, con seguridad, algo relacionado con sus inmensas andorgas, con sus insaciables tripas de animales lerdos. Junto a una de las granjas, y en la misma cuneta de la carretera, descubro una planta de estramonio, malévola y mortal, aunque su aspecto no resulte tan amenazador como debiera ser, para disuadir a los incautos que a ella se aproximan. Sus semillas son tan tóxicas que ni siquiera las vacas, de estómagos casi blindados, quieren saber nada de ellas. Conocí hace muchos años a algún drogota atrevido que se pasó de frenada al juguetear con el poder perverso de esta planta, con el demonio verdoso y negro que vive en su interior. Una vez liberado en la sangre del pobre infeliz, le torturó con tanta saña que la víctima nunca volvió a ser la misma persona, disueltos sus huesos y sus entrañas por el poder cruel e indomable que su imprudencia desencadenó, y que no pudo volver a sujetar en modo alguno.

Al lado izquierdo de la carretera, según el sentido de mi marcha, el sotobosque se ha transformado ya en un bosque de encinas espeso y frondoso, en cuyos claros se distinguen frescas y verdes praderas, en pequeños arroyos,  festoneadas de zarzamoras y rosales silvestres, donde habita el hada del bosque, el escurridizo corzo, en compañía de maese jabalí. Es posible, además, que la progresiva invasión del lobo le haya traído hasta estas sierras, si damos crédito a las quejas de los ganaderos, que ven diezmados sus rebaños con dolorosa frecuencia, enfrentándose tanto a la furia de la bestia como a la exasperante lentitud de la administración, avara de nuestro propio dinero, a la hora de indemnizar los sanguinarios ataques de aquélla. Pero el encuentro con el pavoroso fantasma de la espesura, con los hipnóticos ojos amarillos de mirada cruel,  es harto improbable; animal nocturno y astuto, evitará siempre la proximidad del hombre y el enfrentamiento con él, sabiendo que lleva las de perder en la aventura.

Sudo como si no hubiera mejor cosa que hacer en el mundo, pero es lo lógico en mi situación. Son las siete y media de la tarde de un apacible día de agosto, y según mi podómetro estoy manteniendo una velocidad media ligeramente superior a los cinco kilómetros por hora. Semejante velocidad, notable para mí en estos momentos, conlleva sus consecuencias, como no podía ser de otra manera. Me duelen un poco los pies, pero el paseo no ha hecho, realmente, más que empezar: acabo de cumplir los tres kilómetros de distancia, de manera que me queda aún un buen trecho. Es cosa de concentrarse en la música y en el entorno que me rodea para olvidarse de cuestiones tan baladíes como un simple dolor de pies. Además, en ese sentido ya pagué mi fielato al principio del verano: durante mi primer paseo, mal calzado, se me llenaron de ampollas las plantas de los pies, ampollas que me estuvieron torturando unos cuantos días hasta desaparecer. Aprieto los dientes y sigo caminando.

A los cinco kilómetros se llega ya a las  inmediaciones de las últimas rampas que conducen a la cima del puerto, si bien es verdad que las pronunciadas curvas que suben hacia la derecha, perdiéndose en el horizonte, son tan engañosas como el resto del camino. Una vez superadas, sorprenden al viajero y dejan ver, al menos, otros cuatro kilómetros largos de vueltas y revueltas, mientras la caliente cinta asfaltada trepa despaciosamente por la verde espalda de la sierra. Magníficos y verdes prados se abren junto a la carretera, abarrancados, ofreciendo al caminante sombra, cobijo y agua, al tiempo que rebaños de vacas pastan en los alrededores,  incansables en su estupidez.

Al llegar a los seis kilómetros exactos, doy media vuelta y comienzo el descenso, invirtiendo el camino que hasta aquí me ha traído. Contemplo ahora un gran valle que se abre a mis pies y que contiene variados ejemplos de todos los biotopos con los que cuenta esta zona. El sol refulge alegre y diviso perfectamente, muy lejos y hacia mi derecha, las cumbres legendarias de Gredos, que azulean llenas de promesas, de recuerdos y de aventuras. Una buena parte de mis veranos abulenses, que es tanto como decir de mi niñez, me la pasé soñando con las largas excursiones que nos llevarían, tras sufrir la infame canallada de aquellas carreteras de entonces, a lugares tan míticos para nosotros como el Parador Nacional de Gredos, bellísimo, el circo de Gredos o la Venta de La Rasquilla, justo a orillas del Tormes, fresco y limpio en aquellos parajes. Podías allí, al bañarte en algunas grandes pozas, disfrutar de un agua fría y purísima, mientras las grandes truchas pintonas te rozaban el cuerpo en su frenética huida, espantadas por nuestra presencia en su medio. Yo sé que todas aquellas maravillas, que aquellas espléndidas acuarelas de mi infancia viven allí todavía, en esa lejanía terrible que me separa de las cumbres de esa querida sierra, y que no tiene nada que ver con la distancia por carretera, claro está. Al igual que una buena fotografía, no pierden sus colores, no se marchita su brillo ni pierde un ápice de calidad la escena, pero la historia que cuentan irá perdiendo muy poco a poco su sentido para acabar desapareciendo junto con sus protagonistas en un mar de lágrimas.

Casi sin darme cuenta, estoy llegando a mi casa, algo triste con semejantes meditaciones. Pero ya tan sólo un par de kilómetros me separan de una cerveza bien fría, de mi sillón favorito y de un merecido descanso. Rodando, rodando, al final he caminado doce kilómetros, que se dice pronto, y llevo así ya varios días. Pero con todo y con eso, la cumbre del puerto de La Lancha aún se me escapa, se me resiste. Me observa, azotada por los continuos vientos que despeinan las jaras de sus laderas, y me juzga, intentando calibrar si seré capaz, este verano o cualquier otro, de hollar su plataforma, de conquistar su modesto reto con mis torpes piernas de enfermo. En ese momento, y ya sentado en la suave penumbra del crepúsculo que se abate sobre nosotros como un abrazo cálido, yo me acuerdo de ella, como de tantos otros desafíos que he vencido en mi vida, y le prometo que conseguiré doblegar su dura osamenta, que llegaré hasta el final, tarde o temprano, mientras retumban en mi cabeza ecos nostálgicos de un bellísimo ayer que respiró, alegre, a la sombra de estas sierras.

Tras coronar La Lancha, el valle del Voltoya.
Tras coronar La Lancha, el valle del Voltoya.

 

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